“Esto ya no es un país. Es un territorio, no existe un Estado, no hay gobierno. No queda nada”. Con estas palabras definía la situación de la República Centroafricana el candidato presidencial Anicet Dologuélé. Fue durante la campaña electoral de febrero de 2016 en la que el país, independiente desde 1960, intentaba romper con una incesante racha de inestabilidad plagada de gobiernos despóticos, sublevaciones y golpes de Estado.
Las consecuencias del último, llevado a cabo por la milicia Seleka en 2013, aún lastran a este país en el corazón de África que se ha convertido en “el paradigma de un estado fallido”, tal y como resume el teniente coronel Jesús Díaz Alcalde en un informe para el Instituto Español de Estudios Estratégicos (IEEE).
La coalición armada de mayoría musulmana Seleka (alianza en sango, la lengua nacional) abrió la herida en diciembre de 2012, al lanzar una ofensiva desde el norte del país hacia Bangui -la capital- para derrocar al entonces presidente Bozizé. En el otro lado del frente, la milicia Antibalaka -de mayoría cristiana-. Con “tácticas de banda criminal”, ambos bandos causaron la muerte de al menos 6.000 personas en los primeros meses de esta guerra civil, según los datos del IEEE.
El frágil estado centroafricano recuperó cierta estabilidad hacia 2015. Bajo la tutela del gobierno de transición liderado Catherine Samba y con la ayuda de las misiones internacionales de paz, el país vislumbró una tímida transición democrática hacia la paz con una nueva Constitución aprobada en referéndum a finales de 2015 y la celebración el año pasado de unas elecciones libres para elegir un nuevo presidente.
Sin embargo los comicios presidenciales de 2016, en las que ascendió el poder Faustine Archange Touderá, sólo han supuesto un punto y seguido para el conflicto. “La guerra ha evolucionado y de ser un conflicto con tintes religiosos ha pasado a ser un enfrentamiento entre etnias”, explica en conversación con este diario María Simón, jefa de misión de Médicos Sin Fronteras (MSF) en el República Centroafricana.
“Una guerra civil latente”
Una amalgama de escisiones del grupo Seleka sigue sembrando el pánico -en especial en el centro y el este del país- en una guerra por el control del territorio y sus recursos. La población paga con su vida las consecuencias de esta “guerra civil latente”, como define María Simón. “Nuestros equipos han sido testigos de ejecuciones sumarias y se han encontrado con cadáveres mutilados abandonados en las calles. Buena parte de los civiles, atemorizados, se han refugiado en los bosques, donde sobreviven con lo que pueden”, relata René Colgo de MSF.
La escalada de violencia registrada en los últimos meses ha aumentado las cifras del éxodo que asola a un país con poco más de cuatro millones y medio de habitantes. Se calcula que desde noviembre de 2016 más de 100.000 personas han tenido que huir de sus hogares, atacados y en muchos casos incendiados por las milicias. A esta cifra hay que sumar los datos oficiales de la ONU, que hablan de más de 900.000 desplazados que se hacinan en campos de refugiados dentro y fuera de República Centroafricana desde 2014 y más de dos millones de personas que requieren asistencia alimentaria.
El fotógrafo belga Colin Delfosse ha documentado con su cámara las vidas de decenas de víctimas de esta guerra olvidada en el corazón de África. Estas son algunas de sus imágenes.
Gervais. “Una emboscada de un grupo armado de la etnia Fulani nos sorprendió mientras cenábamos en un campamento. Una de las balas me rompió el brazo, la segunda me atravesó la cadera y la tercera hirió mi pierna derecha. Nos pillaron por sorpresa así que ni siquiera sé cuántos nos atacaron. Mis compañeros escaparon de allí al pensar que estaba muerto. Yo me sujeté el brazo contra el pecho como pude y volví arrastrándome a casa de mis padres para que me atendieran”.
Michel, de 38 años, fue tiroteado el pasado mes de noviembre durante una escalada de violencia entre las facciones de los Selekas en Gobolo. Sus heridas apenas le permiten moverse de su casa en un barrio de Bria. Las escaramuzas entre los partidarios de la UPC (Unión por la Paz en Centroáfrica) y el FPRC (Frente Popular para el Renacimiento de Centroáfrica) han dejado decenas de civiles muertos. En los últimos meses, los enfrentamientos entre ambos bandos se centraban en el control de las carreteras que comunicaban con las minas de diamantes de la zona de Kalaga, a uno 45 kilómetros de Bria.
Karim, 26 años. “Cuando el conflicto se recrudeció de nuevo en noviembre de 2016 todo el mundo trató de escapar, menos yo. Tengo una discapacidad que a penas me permite estar de pie, ni siquiera con la ayuda de un bastón. Cuando las milicias atacaron en mi poblado apenas pude moverme para esquivar los disparos. Solo la ayuda de mi madre me salvó del tiroteo”.
Jean. “Los enfrentamientos entre las facciones de los rebeldes Selekas estaban rodeando nuestro poblado y se rumoreaba que las milicias quemaban todas las casas que encontraban a su paso así que decidí huir con mi hijo de Nasima el 6 de diciembre de 2016”. Con 84 años, sólo piensa en encontrar los recursos económicos para volver a su casa y olvidar el campo de desplazados en el que se encuentra. El hijo, que pudo volver a su localidad natal, comprobó que sólo quedaban cenizas de su hogar.
Jamila. “A mi marido lo mataron en nuestra propia casa cuando las milicias entraron en nuestro barrio de Bria. Yo me he quedado sola al cargo de nuestros seis hijos, sin ninguna ayuda y sin recursos para dar de comer a mi familia. Lo peor es el miedo. No dormimos pensando en que cualquier momento los Selekas pueden volver a atacar”.
Solange. “Mataron a familias enteras, los que pudimos escapar, una veintena de vecinos del pueblo huímos para escondernos en el monte. Teníamos que dormir en unas esterillas hechas con la hojarasca y comíamos cualquier cosa que encontrábamos”. Tras escapar del infierno, esta joven de 12 años que sueña con ser enfermera, consiguió reunirse con su madre en el campo de desplazados junto al aeródromo de la ciudad de Bambari al sur del país.
Abdou. “Las milicias no quieren a nadie de la etnia fulani en los pueblos entre Ippy y Bria. Pasamos 10 días en el bosque antes de llegar a Maloum”.
Catherine, de 16 años, huyó de su pueblo junto a sus padres y sus 14 hermanos y hermanas después de que las milicias Selekas quemaran su casa. Ahora viven en lo que fue una escuela de Ngoubi a 18 kilómetros de Bria.