He pasado gran parte de mi vida observando, celebrando y, cuando he podido, acompañando los movimientos de revuelta popular que aspiraban a conseguir más libertad, igualdad y fraternidad.
Ahora bien, con los chalecos amarillos es la primera vez que uno de estos movimientos me ha inspirado, desde sus inicios, y a pesar de mi simpatía en un principio por muchas de sus reivindicaciones, reticencias tan vivas y persistentes.
¿Por qué?
Por una parte, por la influencia que ejercen sobre él los populistas de extrema derecha (Le Pen) y de extrema izquierda (Mélenchon), de la cual los chalecos amarillos no han sabido o no han querido liberarse.
Por otra, la repulsiva alegría que ha procurado de inmediato a los grandes amigos de la democracia, de los derechos humanos y de Francia misma: los señores Trump, Putin o Erdogan.
A su vez, la llamada que muchos han sentido para asaltar las instituciones de poder republicanas (el palacio del Elíseo, la Asamblea Nacional...) y que, en la historia de Francia, desde finales del siglo XIX ha sido, sin excepción, una llamada facciosa, antidemocrática y que, en todo caso, no augura más sino menos libertades y derechos.
Y también está la violencia, la verdadera, la simbólica y la real, que ha presenciado como unos anuncian al presidente Macron un final "al estilo Kennedy" y, los otros, dirigir a los diputados —es decir, a los representantes del pueblo, que han tenido la honestidad de tomarse en serio el movimiento de los chalecos amarillos y establecer un diálogo con ellos— amenazas de muerte en buena y debida forma; eso, por no hablar de la prefectura de Puy-en-Velay que fue incendiada dejando encerrados dentro a un grupo de funcionarios, para después tratar de evitar que los camiones de bomberos pudiesen acceder al lugar del incendio para socorrerlos; aun así, hicieron falta los azares de la casuística para alegar que los autores de este intento de homicidio eran chalecos amarillos sin serlo, aunque sí que lo eran...
Pero todavía hay algo más.
Hace 25 años publiqué un libro: La pureza peligrosa, en el que, tratando de reflexionar sobre las consecuencias de lo que se empezaba a llamar, con Francis Fukuyama, "el fin de la Historia" y, en aras de comprender, de paso, “qué es un vínculo social y cómo se rompe”, me figuraba que entraríamos en una nueva historicidad, sin proyecto, sin dialéctica y, por ende, sin esperanza, donde sería cada vez más difícil concebir un porvenir más prometedor que este presente funesto y desabrido.
Y recuerdo que, 25 años antes, en la víspera de mayo del 68, de ese hermoso momento de disputas filosóficas donde vimos a uno de los maestros del momento, a Jacques Lacan, retomar la pregunta clásica de cómo nos comportaríamos los humanos si, de manera repentina, se nos comunicase el fin del mundo; este psicoanalista y metafísico concluyó que, lejos de gozar de las últimas y hermosas dichas de la vida, que, en cierto modo, nos hubiésemos reservado —como creyeron Kant y la Ilustración—, lo más probable es que diésemos libre curso a un desencadenamiento de las pulsiones y las pasiones, o bien las ansias de destrucción vencerían —y de lejos— sobre el amor al prójimo.
Hay una pizca de este perfume del apocalipsis en estos motines desnortados, estos odios despojados y ciegos ante su propia voluntad
Y ahí lo tenemos.
Tal vez esto se encuentre presente en la nota desesperada del no future de una parte del movimiento.
Hay una pizca de este perfume del apocalipsis en estos motines desnortados, estos odios despojados y ciegos ante su propia voluntad, estos resentimientos desbordados, en los que por primera vez desde hace mucho tiempo en Francia, vemos a un número nada desdeñable de hombres y mujeres que se contentan con destruir, profanar e injuriar.
Y vayan ustedes a saber si acaso no habrá, en estas explosiones de furia pura, y en el "no hay mañana" que puede que los acompañe, la verdadera conjunción —¡aunque absolutamente paradójica! ¡Y escalofriante! ¡Y terrible!— entre ambas preocupaciones, supuestamente incompatibles, del "fin del mundo" y el "llegar a fin de mes", de lo imposible que resulta salvar el planeta y, a su vez, defender a toda costa el poder adquisitivo de las personas.
En filosofía eso se llama nihilismo.
No se trata de un llamamiento a otra sociedad, sino a su ausencia.
No se trata de una aspiración a un mundo mejor, sino el anuncio del duelo del mundo que viene, sea como sea.
Se trata del mecanismo de "endurecimiento" del que Georges Bernanos, mucho antes, al final de la Guerra Civil española, decía que hace que los espíritus "maduren para enfrentarse a todas las crueldades".
Las escenas de fraternidad que hemos visto en las plazas y las rotondas, los momentos de solidaridad, de compartir, que permitieron a las mujeres y a los hombres que normalmente están privados de voz y casi de la vida salir de la noche de los olvidados, no pueden ocultar un ambiente de tristeza general, desencantado, amargo, ni tampoco las palabras de execración que escuchamos demasiado a menudo.
Este clima de desolación general evidenció aún más la urgencia, por descontado, de la recuperación de la palabra política tal como la encarnó la noche del lunes el presidente Macron.
Y sería aún más imperdonable un poder, una tecnocracia, unas élites que respondiesen a semejante angustia perseverando en sus posturas egoístas y autistas.
La expresión política de la ira en Francia ha sido la aparición de los chalecos amarillos igual que lo fue en sus respectivos contextos la elección de Trump o el 'brexit'
Pero la angustia no lo excusa todo.
Ni mucho menos la ira cuya expresión política en Francia ha sido la aparición de los chalecos amarillos, igual que lo fue en sus respectivos contextos la elección de Trump o el brexit.
Y nunca he pensado, cabe precisar, que la supuesta "violencia invisible" que pueda ejercer un régimen democrático sobre los ciudadanos justifique, ni aunque sea mínimamente, los actos de vándalos y, algún día, de bárbaros.
Por eso, personalmente, soy partidario de ceder todo lo se pueda a la legítima demanda de dignidad cuya expresión está encarnada también en este movimiento, pero sin comprometerse, de ningún modo, con la ideología mortífera que, por el momento, se entremezcla con él.