Las imágenes son insoportables.
Vemos, con música folclórica de fondo como si fuera La naranja mecánica, al asesino de Christchurch perpetrar el peor atentado en la historia de Nueva Zelanda.
Vemos, si logramos vencer el miedo, al terrorista irse, volver, recargar y apuntar con una minuciosidad sádica a los cuerpos apilados. Convirtió una mezquita, y luego otra, en una masacre sin límites y vertió sobre la alfombra esmeralda la sangre de 50 creyentes atrapados.
Y todo esto -esta tragedia cobarde que asalta la ingenuidad, esas poses despreciables de combate de videojuego, la estética de cámara subjetiva pixelada y la cumbre de la ignominia- es lo que pudimos ver en directo a través de un Facebook que ha sido más ágil a la hora de censurar el escote de una odalisca o cualquier otra imagen que la prudencia fría de su algoritmo considere ofensiva.
Cincuenta muertos.
Cincuenta vidas a segadas, a sangre fría, por el mismo salvajismo.
Ese niño de 3 años.
Ese septuagenario que se adelanta y se sacrifica para intentar retrasar al asesino.
Y ese sabor a ceniza al que, a pesar de Toulouse, Charlie Hebdo, Bataclan, el Hyper Hide, Niza y Estrasburgo, definitivamente no nos podemos acostumbrar.
Porque es lo primero de lo que hay que hablar.
La igualdad estricta de dolor que inspiran estos cuerpos y almas martirizados.
Empatizo de forma absoluta con los musulmanes muertos, a menudo refugiados o hijos de refugiados, que creyeron encontrar en ese país al que llamamos "el propio país de Dios" un pedazo del paraíso verde de la inocencia infantil, mineral y sagrada.
Me referiré primero al discurso justo y bello de la primera ministra neozelandesa Jacinda Ardern. Yo quiero agregar que con sus palabras simples ("Ellos son nosotros"); con su negativa a clasificar los cadáveres (extranjeros o ciudadanos ... ciudadanos nuevos o de mucho tiempo ...) y arrancar de sus rostros la forma de condición humana que tienen; con su propio rostro de pietà alterada; y con el anuncio de que desde ese minuto las armas están prohibidas en su país, la mandataria ascendió, en un instante, al rango de líder moral del mundo libre que Donald Trump- al rehusarse, una vez más, a condenar la ideología de los supremacistas blancos- ha abandonado.
Cuando pase el duelo tendremos que hacernos preguntas sobre el cortocircuito que causó el evento en la red de significados que marca nuestra era.
Habrá llegado el momento de cuestionarse sobre ese país, el nuestro, donde los cementerios militares en que cayeron juntos, en la sociedad y la sangre, los soldados franceses y senegaleses de la primera Guerra Mundial, hubiera sido (si creemos en el testamento político del asesino, si tenemos la valentía de leer hasta el final ese hervidero verbal titulado 'El gran reemplazo' donde él retoma los fantasmas nazis más oscuros y los reviste con una ecología de bazar y teorías confusas sobre las cruzadas, China o la modernidad de los videojuegos) el lugar de su toma de conciencia.
Será necesario preguntarse, en otros términos, por la responsabilidad intelectual y moral (siempre difícil de establecer, por supuesto, y con infinitas precauciones) de nuestras mujeres y hombres políticos que, pasando de Camus a Camus, de 'La peste' a la cólera racista, o del gran partido de los Republicanos al mal llamado campo de santos, han soplado sobre las brasas del odio e invertido, si osamos decirlo, la balanza de las ideas de Francia. Ayer era la exportadora neta de los derechos del hombre, la audacia de Voltaire, sartrerianos serios y de una idea devastadora de libertad que inflamó Europa y el mundo.
Se llega a este tipo de odio del ser sin causa o resortes; y ser tolerante y civil o xenófobo y odioso sigue siendo la elección de cada uno
¿Se habrá convertido en acreedora de ese "gran reemplazo" que han insistido en presentar como una "teoría" cuando no es nada más que un cúmulo de elucubraciones de la Organización Armada Secreta, una paranoia racista y un protocolo de los Sabios de Sion de baja gama? ¿Qué dice el heredero de Vichy y las guerras coloniales; el vizconde que, para ser de Vendée, se cree Charles Martel en su caballo; o los que muestran su voluntad de "romper el tabú", poner a Francia "de pie" y parar la "invasión migratoria"? ¿Qué dicen los fabricantes de monedas falsas que reciben los maletines de odio que les llevamos y, como los bufetes de abogados panameños con el dinero sucio, las blanquean, reciclan y vuelven a poner en circulación en la conversación nacional?
Pero, por el momento, el luto.
El llanto, la tristeza y el recogimiento.
Luego, el hecho de que Nueva Zelanda era un país pacífico con menos de 1% de musulmanes. La extraña idea de un "principio de Arquímedes" demográfico según el cual el grado de violencia racial sería proporcional a la población de extranjeros instalados acaba de encontrar su límite.
Es falso en todos los trópicos.
Y es particularmente absurdo en Australia, patria del asesino, y en Nueva Zelanda, tierra de su crimen. Puede que la masacre de Christchurch sirva para desmentir, por lo tanto, esa eterna autorización conferida al racismo y al populismo: la demografía no hace ideología. Se llega a este tipo de odio del ser sin causa o resortes; y ser tolerante y civil o xenófobo y odioso sigue siendo la elección de cada uno y, por lo tanto, de los pueblos.