Dublín. Trinity College. Qué emoción representar mi obra teatral Looking for Europe en este lugar de excelencia académica.
Bono y Bob Geldof, dos buenos dublineses, en primera fila. Estudiantes y claustro habían acudido a presenciar el singular espectáculo de un francés explicándoles que Leopold Bloom y Stephen Dedalus son los padres fundadores desconocidos de Europa.
La presencia de los bustos de Joyce, de Swift o del obispo Berkeley a nuestro alrededor resulta todavía más intimidante.
Y, al cabo de dos horas, al fondo de la sala, en la zona de invitados, una silueta que reconocería entre miles, aunque tan inesperada en ese momento que ni siquiera había reparado en él: era mi viejo amigo Abakar.
Nos conocimos en 2001, en la época en la que Abakar aún era un joven piloto y un as de la aviación del Chad, y yo preparaba mis grandes reportajes sobre las guerras olvidadas de África: él ayudó a organizar mi aterrizaje en la zona de los montes Nuba, en Sudán, un área que sufría hambrunas donde ningún reportero se había aventurado a adentrarse desde hacía años.
Nos volvimos a ver seis años más tarde: por aquel entonces él era asesor del presidente del Chad, Idriss Déby; yo, entretanto, tenía entre manos con Alexis Duclos, de la agencia Gamma, otro reportaje; esta vez, en el corazón de Darfur. En esta ocasión, fue él quien organizó nuestro viaje, nocturno y clandestino, a través de la ciudad fronteriza de Abéché, para que pudiéramos adentrarnos en las zonas de la masacre.
Y, después de aquello, un mensaje por aquí, una llamada por allá; le fui siguiendo la pista a su carrera como piloto, y, con los años, se convirtió en uno de los grandes de la aeronáutica en Europa; nos reencontramos en la plaza Tahrir, en El Cairo, durante la insurrección; otra vez, hace menos tiempo, porque había leído que ahora era opositor de Déby… Y hasta este momento, en el que nos volvemos a ver bajo las vidrieras de la antigua capilla del Trinity College, donde me lo vuelvo a encontrar igual que siempre: cara demacrada... ese aire de orgullo beduino, ajeno al refinamiento occidental... El mismo porte de señor del desierto, melancólico y al acecho, que tenía el comandante Masud en el último helicóptero destartalado que lo trasladó de Dusambé a Taluqan… Y luego también, como antaño, esa manera de hacer como si nos hubiésemos visto el día anterior y retomáramos nuestra conversación.
"Te ha sorprendido verme", me dice, con su voz precisa, aunque extrañamente poco articulada, que le conozco desde siempre. "Como es imposible hacerse contigo, he venido directamente a verte. Está bien tu historia de Europa. Te he seguido la pista por todas partes. Pero estás a punto de perderte el acontecimiento más importante del momento, el más prometedor y peligroso; y sabe Dios que es algo que te incumbe".
Y, en efecto, me quedo sorprendido:
"¡Sudán, amigo mío! La increíble revuelta de la juventud sudanesa. La alianza con los militares que piden perdón al pueblo de Darfur. Y ese Al-Bashir, por el que había apostado todo el mundo hasta el último momento, pero sobre quien te dije —¿verdad que sí?— que, llegado el momento, se vendría abajo como un coloso con los pies de arcilla. Bueno, ¿podremos seguir hablando de esto? ¿En otra parte? ¿De aquí a una hora?.
Sé que Abakar Manany, con su talento para tener los pies en su pueblo natal, al norte de Ndjamena, y la cabeza en los círculos de la geopolítica y del mundo de los negocios, pocas veces se equivoca cuando habla de África.
Sé lo que le deben algunos buenos think tanks de Washington a sus análisis.
Y también sé que este chadiano, árabe y musulmán, es francés de lengua, de alma y de corazón; un gran amigo del pueblo judío, que jamás se olvida de mandar a sus amigos un mensaje por Pésaj, Yom Kipur o Yom HaShoah.
Hago los trámites de cortesía académica con los asistentes.
Me excuso ante el grupo que me espera para cenar diciendo que me encuentro mal.
Y, en un pub, me reúno con este amigo de quien, a fin de cuentas, poco sé, pero que, a lo largo de los años, me ha demostrado una gran lealtad y quien, esa noche, me dice tres cosas que me parecen fundamentales:
1. Que la derrota de la dictadura islamista-militar sudanesa es, más que lo que sucedió en Túnez, en Libia o, hoy en día, en Argelia, el verdadero inicio de una posible "primavera" de los pueblos de la región.
2. Que su país, el Chad, lugar de encuentro de las dos Áfricas, es —con su presidente enfermo, abandonado por su ejército y sus pretorianos— el lugar desde el que se podría propagar el contagio democrático o, si sus aliados no van con cuidado, donde se puede dislocar la base social.
Y, en tercer lugar, que toda la región subsahariana se convierte en una zona de operaciones de aquellos a los que llamo "los cinco reyes". "He leído tu libro", me dice, "hay algo que has pasado por alto. Si hay un lugar donde, en las mismas narices de los occidentales, Erdogan, los árabes islamistas, los chinos de las nuevas rutas de la seda, los rusos y, tal vez, los iraníes trabajan codo con codo, es justo aquí".
Miro a Abakar, con ese nombre flaubertiano y su lado "sedentario y errante" al estilo Joseph Conrad.
Y sé que ese hombre, reflexivo, pero de mucha acción, que en la mesita de noche lo que tiene son los mapas y las estampas de una África soñada, quizá esté barriendo para casa, véase, pensando en sus intereses.
Pero también recuerdo ese otro amigo a quien tardé mucho en hacer caso cuando, en la primavera de 1994, interrumpía todas mis conferencias sobre Bosnia para gritar: "¿Y Ruanda? ¡No deja de mirar a Sarajevo y no es capaz de ver lo que se está gestando en Ruanda!".
Razón por la que, esa velada, decidí olvidarme por un momento de mi idea fija de Europa para escucharlo, creerlo y, como hago ahora, transmitir sus palabras.