La primera vez que vi a Michel Serres fue en octubre de 1968, en la Escuela Normal Superior de la calle d'Ulm; allí, era el temible examinador del oral del Filosofía y me había dado como tema "rigor y exactitud".
Lo volví a ver fugazmente al año siguiente, cuando aquel joven e ineludible historiador de las ciencias que ya era por aquel entonces se convirtió en el referente de mis recuerdos sobre la "formación y el desplazamiento de los conceptos científicos", según Georges Canguilhem, maestro viviente y venerado de la escuela epistemológica francesa.
Y más todavía cuando, unos años después de graduarme en la Escuela, en 1975, publiqué, en la editorial Grasset, Feux et signaux de brume, Zola, que me pareció una analogía, en su carrera filosófica, al salto al lado literario que había dado en 1963 su contemporáneo Michel Foucault, con su ensayo sobre Raymond Roussel.
Y la imagen que conservo de aquel primer Michel Serres no tiene nada, absolutamente nada que ver con ese humanista que hemos pasado todo el fin de semana recordando; amable y pícaro, genial divulgador, elegante con los conceptos, capaz de intercambiar a Hegel por Hergé y la monadología por la ecología.
En aquella época no era un tipo pícaro, sino severo.
No era travieso, sino riguroso.
Ponía a Hegel muy por delante no solo de Hergé, sino de Bergson. Maine de Biran, Ravaisson y toda esa tradición filosófica francesa que, años más tarde, intentó recuperar.
No cabe duda de que amaba el mundo, sus sabores, sus colores, cosa que se veía claramente en la asiduidad con la que hacía sus "sesiones de Ruffin" (el entrenador de la Escuela): este deportista del alma también lo era del cuerpo; sin embargo, no ponía nada por encima de esos gráficos, grafemas y nudos, que pensaba —junto con Lacan y el resto del estructuralismo— que eran la verdadera sustancia de las cosas, su carne secreta y silenciosa.
No sabíamos que nació en Agén.
No estoy seguro de que ni él ni nosotros, sus alumnos, le diésemos tanta importancia a eso como al hecho de que su padre hubiese sido barquero y él mismo marinero, y que, dragando el Garona, fuese donde aprendió a pescar las ideas.
Si hablaba de los cinco sentidos no era para hacer apología de ellos, sino para decir que, por ejemplo, la vista y el oído eran laberintos oscuros, llenos de falsedades y donde, al fondo, se agazapaba, amenazador, el Minotauro de la opinión.
Y cuando disertaba sobre este asunto, sobre la opinión, no lo hacía con la amable gentileza que hoy en día le reconocemos y que lo transformó casi, a la fuerza, en un filósofo del sentido común y de sabiduría fácil, si bien con el virtuosismo de un maestro de la paradoja que os explicaba: es la opinión la que, al estar mal formada y ser estúpida, está del lado del "dogma"; mientras que la ciencia, como progresa todo el tiempo, como es móvil, lábil y voluble, como está abierta a un océano de posibles que dependen, a su vez, de descubrimientos imprevisibles, es el arte no solo de contradecir, de decir, al pie de la letra, lo que sea que tiene que decir.
La única Academia que le impresionaba era la de Platón, Esquines y Amintas de Heraclea.
Sus compañeros de armas en la batalla del pensamiento no eran Gabriel de Broglie o Hélène Carrère d’Encausse, sino Louis Althusser, Jacques Derrida o, incluso, Michel Foucault.
La única gloria a la que aspiraba era aquella que se verbalizaba, en el griego de Homero, con la misma palabra que la de verdad.
Y lo que fascinaba a los que se congregaban en sus seminarios de la calle d’Ulm o en sus grandes "misas" de la Sorbona no era que fuese a las clases de preescolar para animar a salvar el campesinado, creer en Papá Noel o no olvidar nunca que somos hijos de Francia, sino su gusto por la abstracción; su arte para la deducción, esa furiosa voluntad de verdad que compartía con su época y cuyo objetivo era meter la filosofía si acaso no en el camino seguro de una ciencia, al menos sí en el de un saber absoluto.
Era el contemporáneo, dicho resumidamente, de ese momento estructural que representó la cumbre de la inteligencia francesa.
Sus compañeros de armas en la batalla del pensamiento no eran Gabriel de Broglie o Hélène Carrère d’Encausse, sino Louis Althusser, Jacques Derrida o, incluso, Michel Foucault.
Y lo que se apagó el pasado sábado no fue un intelectual "del aire libre", preocupado por volver a las cosas mismas y por evitar el espíritu del sistema, sino el último superviviente de esa compañía de grandes villanos, de aquellos hombres de intelecto que, con su exigencia fría y feroz, eran los papas del espíritu del sesenta y ocho.
Esos son los recuerdos que tengo.
De eso puedo prestar hoy testimonio y, como ya he dicho, nada tiene que ver con la imagen que tenemos del hombre honesto y accesible, simpático, amigo del género humano y de la modernidad.
Por tanto, puede que el testigo sea culpable.
Puede que, como de costumbre, la memoria le esté jugando una mala pasada.
Pero también podríamos admitir que Michel Serres fue uno de esos escasos pensadores capaz de nacer dos veces en la misma vida; y que ese hombre, cuyo apellido mismo se puede leer como un palíndromo, se las ingenió para recorrer su existencia, igual que su nombre, en los dos sentidos.
A cada cual le corresponde elegir uno de aquellos dos hombres.
A cada cual le toca decidir por qué Serres llevar hoy el duelo.