Este no es un libro cualquiera.*
Su autora, Naïma Chakkour, sufre la enfermedad de Charcot.
Desde hace veinticinco años vive en un cuerpo muerto cuyos miembros, músculos y órganos, e incluso la voz, se han ido sumiendo progresivamente en una parálisis.
Y la existencia de ese texto, escrito con ayuda de un ordenador conectado a los dos últimos músculos que le quedan, en algún punto entre el cuello y el mentón, es todo un prodigio.
Pensamos, salvando las distancias, en el caso de Stephen Hawking, que falleció el año pasado y escribía con un sintetizador vocal que usaba la contracción de un nervio de la mejilla.
En el filósofo Franz Rosenzweig, uno de los pensadores judíos más importantes del siglo XX, que no tuvo más que el músculo del párpado para dictarle a su mujer —la única que conocía ese código— La estrella de la redención, su obra maestra.
Me pregunto si acaso Matthieu Galey, gran figura parisina de las letras de la segunda mitad del siglo pasado, no escribió en condiciones similares las últimas páginas de su Diario.
Y, sin duda, tenemos también el precedente de Jean-Dominique Bauby, aquel dandi de los ochenta, periodista cultural de Match, que escribió también guiñando el ojo y moviendo las cejas La escafandra y la mariposa.
Pero, sin comparar lo incomparable, este libro tiene tres razones para ser interesante.
En primer lugar, es la obra de una mujer —de una madre, cabría decir—, y sus páginas más emocionantes son las que describen los esfuerzos que necesita para ocultarle la enfermedad a sus hijos, para criarlos como si no pasara nada, para prescindir de un marido sin corazón que se marcha; y, cuando la enfermedad ya está en fase muy avanzada como para ver el cambio, para ver a Habiba, la cuidadora y amiga, que la maquilla, que la viste como antaño, que la deja guapa.
A veces, la enfermedad avanza y se petrifica otro músculo; el aire que apenas consigue entrar en los pulmones; la mandíbula que tiembla, pero que no consigue llorar
Adema Además, es el libro de una musulmana, y cosa nada baladí, ya que ¿acaso no la vemos oscilar, a lo largo de la historia, entre la sumisión y la rebelión? ¿Entre la aceptación de su destino y el rechazo de un trance tan injusto como incomprensible? ¿Y acaso no hay elementos poco comunes, casi cristianos, en su manera de rebelarse contra el misterio del mal que el Todopoderoso ha elegido para que sufra tantísimo el cuerpo de la más sencilla, inocente y devota de las mujeres?
Y, además, es la primera vez —creo— que se escribe una crónica día a día, con tal lujo de detalles, de una "resistencia" que da título a la obra; la resistencia a una enfermedad que, por principios, no tiene concesión alguna, y que, hace veinticinco años, cuando la diagnosticaron, no le iba a dejar más que unos pocos años de vida.
A veces, la enfermedad avanza y se petrifica otro músculo; el aire que apenas consigue entrar en los pulmones; la mandíbula que tiembla, pero que no consigue llorar; la noche que pasa sentada en la taza del inodoro porque la cuidadora, agotada, esperando tras la puerta, se ha quedado dormida.
A veces sucede al contrario y la noche pasa en calma; un día sin atragantarse, el hilillo de voz que vuelve, tembloroso y torpe; un ápice de fuerzas que recupera y que, por un instante, genera la ilusión de devolverle el vínculo con el mundo; o incluso la felicidad sencilla de un caftán, de una joya; un sueño recurrente y feliz en el que los niños vuelven, las mejillas sonrojadas, un pícnic.
Llévate estos restos en los que me he convertido y de los que puedes disponer; pero ten misericordia y dale paz a mi alma, deja que recuerde, por favor, los aromas del Tánger de mi infancia
A veces incluso, ante la muerte que gana, parece que estén jugando al escondite, un juego amañado a la inversa o, como en la estrategia del débil ante el fuerte, la debilidad que, por una vez, consigue una pequeña victoria: "Toma", dice la enferma a la muerte que parece que entra, literalmente, en su habitación, "toma este cuerpo que ya no quiero y que tampoco quiere nada más de mí, llévate estos restos en los que me he convertido y de los que puedes disponer; pero ten misericordia y dale paz a mi alma, deja que recuerde, por favor, los aromas del Tánger de mi infancia, deja que, en su último aliento, se eleve por encima de esos tormentos, de ese insomnio sin fin, de ese miedo que me devora... deja que, una vez, aunque sea una sola, goce del crepúsculo del verano, de una mañana fresca, de la blancura de una terraza, de un árbol que ha crecido, del murmullo de una fuente". ¡Y funciona! ¡Sus plegarias son escuchadas! Incluso hay dos días, con meses de diferencia, en que la muerte, curiosamente, la libera para poder casar a sus hijas.
¿Es esa la fe que hay que tener, Naïma?
¿Es —como sugiere Tahar Ben Jelloun en el prólogo— la fuerza de voluntad y la inteligencia?
¿Es el amor que rodea a esa mujer, emparedada en vida, del que no escatiman nada ni sus hermanos, ni sus hijos, ni Habiba?
Esa es la cuestión.
Es el problema que tendrán que resolver, cuando lean este libro, los médicos que la condenaron hace veinticinco años.
Con ese enigma que siempre oculta la lucha del ángel con un cuerpo; el cuerpo a cuerpo de un alma fuerte con una carne que rechina, que llora, que se pliega y no cede, ¿qué es para hablar como los filósofos, de la unidad del alma y del cuerpo? ¿Cómo creer a los que los consideran tan indisociables como la idea y el acto, o el espíritu y su prisión? Al leer testimonios así, uno ya no está tan seguro: siembran la duda.
*ma résistance [mi resistencia], de Naïma Chakkour (Seuil, 128 p. 12 €).