La escena ha sido grabada y difundida por el gabinete de prensa de la Casa Blanca.
Ha sido Roger Cohen quien, en The New York Times, ha hecho el relato más sobrecogedor.
Estamos en el Despacho Oval, día 17 de julio de 2019.
En una operación de comunicación milimetrada y destinada, suponemos, a ilustrar la humanidad del cuadragésimo quinto presidente de los Estados Unidos recibiendo a supervivientes de persecuciones religiosas contemporáneas.
Entre los presentes, la joven Nadia Murad, Premio Nobel de la Paz y símbolo del martirio de la comunidad yazidí, uno de los objetivos del Dáesh durante su califato.
¿Qué parece decirle al presidente esta historia de los yazidíes en estas imágenes extrañas en las que lo vemos sentado, con una mueca desdeñosa y el fastidio impreso en la cara, a duras penas capaz de mirar a la joven que está a su lado, como el resto de supervivientes?
Conozco bien la zona ("I know the area very well"), cambia de tercio, con el tono de un promotor inmobiliario evocando el enclave de la próxima promoción y sintiéndose en la necesidad de fanfarronear; la conozco muy bien, se jacta cuando comprende que la "zona" ha sido el escenario de una de las pocas masacres a las que las Naciones Unidas reserva el terrible nombre de "genocidio".
¿Dónde están ahora? ("Where are they now?"), insiste, bruscamente, impaciente y con dificultades para mantener la atención cuando la joven evoca, al borde de las lágrimas, el recuerdo de su madre y de sus hermanos exterminados por el Dáesh y sepultados, junto con decenas de miles de personas, en una de las fosas comunes que salpican toda esa "zona" que él "conoce bien".
"¿Y le han dado el Nobel por eso?", interrumpe de nuevo, incrédulo, casi suspicaz, pero, por primera vez, algo interesado. ¿De verdad me puede confirmar que le han otorgado el Nobel por esa razón?, repite cuando ella intenta explicarle que ha emprendido la misión de recorrer Europa o, como ese día, Estados Unidos, para alertar a la opinión pública acerca de esa carnicería que ha quedado impune.
Es como un extracto sorpresa del ADN del jefe de Estado más poderoso puesto al descubierto por sus propios lapsus
Y cuando la joven, finalmente, empieza relatar su recorrido como esclava sexual que huyó de Mosul para dar testimonio, sí, frente al mundo, del interminable calvario de los suyos, él le hace esa última pregunta en la que percibimos una incomprensión imbécil, una decepción pueril y, también, la misma suerte de desprecio obcecado como cuando le reprochó a McCain haber sido "capturado" y pasar después por un héroe: "So, you escaped?", así que, ¿se escapó?, le dieron el Premio Nobel porque huyó, ¿no? Y después, con el desprecio en la cara, hace un gesto con la mano que parece decir "siguiente" y la grabación, en efecto, se detiene ahí…
Siempre se puede, tras haber visto eso, ser "pro" Trump o "anti" Trump.
Se puede discutir hasta el infinito sobre los vicios y virtudes del trato del siglo en Oriente Próximo, de la diplomacia del primer paso que se dio en Corea del Norte o de la cuestión de saber a quién le dará la historia la razón sobre el asunto de Irán, si a los europeos o a los estadounidenses.
Podemos hallar méritos, o no, en la política del dólar débil, en la bajada de las tasas de interés de la Reserva Federal o en los golpes que asesta también a la economía liberal.
Esa secuencia vale por diez mil palabras.
Barre todas las discusiones de fondo sobre las razones que hayan podido empujar a la mayor democracia del mundo a entregarse a semejante personaje.
Dice, en unos pocos segundos, la verdad de un hombre, sus reflejos, sus pensamientos más profundos.
Es una confesión.
Una pista clave.
Es como un extracto sorpresa del ADN del jefe de Estado más poderoso del planeta puesto al descubierto por sus propios lapsus.
Esa mezcla de vanidad, de idiotez y de indiferencia ante el otro (...), todo eso es, quizá, la esencia del trumpismo
Y, como la voz demasiado desequilibrada de Lenin según Nabokov; como los dictadores de Malaparte desvelando los motivos de sus mentes maliciosas en tanto que se ven presos de la banalidad de sus poses y de sus automatismos; como Putin bañándose en las aguas congeladas del lago Seliger al norte de Moscú; como las imágenes de Gadafi como asesino condecorado o los uniformes grotescos de Idi Amin Ada en la película de Barbet Schroeder, como los otros clichés célebres donde el matamoros parece aún más temible cuando tiene un aire de bufón o de un marinerito con pompón en el gorro; esa instantánea dice muchos más que las miles de páginas del informe Mueller.
Trump, aunque sea un cartel nostálgico de la America First de los años 1930, no es, hablando con propiedad, ni un fascista ni un dictador.
¿Estaría tentado de serlo si no quedaran en la sociedad estadounidense, y también en su entorno y su partido, suficientes anticuerpos para disuadirlo de pasar a la acción?
Y preciso, a todos los efectos, que no estoy de acuerdo en la manera en la que Nadia Murad, tanto en esta circunstancia como en otras, reparte por igual las "responsabilidades" a kurdos y a otros iraquíes.
Pero, en esta escena donde lo grotesco parece incluso ganarle a lo indecente, lo patético a lo terrorífico, y lo cómico de la situación a la impresión de ser testigos de un malentendido de consecuencias potencialmente trágicas, aparece una cara que no se parece a ninguna otra y que nos deja helados.
Esa mezcla de vanidad, de idiotez y de indiferencia ante el otro, ese aire de bebé grande, incontinente y autista, esa ignorancia espesa y perentoria revestida por algo que parece una inhumanidad patológica, todo eso es, quizá, la esencia del trumpismo.