Hace algo más de 150 años, un treintañero de mirada hastiada a la vez que altanera llega a Atenas. Se llama Ernest Renan.
Mira hacia la Acrópolis, descubre su mármol puro, su esplendor perfecto, y concibe una plegaria en honor a la nobleza de Palas Atenea, a quien había menospreciado, según se autodenomina, "un judío pequeño y feo que habla el griego de los sirios" cuyo reino, según él, estaba viviendo sus últimos días.
Y añade: "El mundo solo se salvará si vuelve a ti" y "repudia" las "ataduras bárbaras" de los dioses que "pasan como hombres", inclusive esa "superstición" judeocristiana que ya es hora de envolver "en la mortaja púrpura donde yacen los dioses muertos".
Entonces, 150 años después, ¿dónde estamos?
Algunos dirán que ese juego de masacrar a los dioses muertos es de rabiosa actualidad.
Verán en ese joven Renan -que recuerda, a los pies de la Acrópolis, que la fe jamás debe ser "una cadena"- al profeta de la libertad del espíritu propia de los tiempos modernos.
Pero, por desgracia, cada cual conoce la realidad tal y como es.
No habrá supervivencia para este mundo si no se inclina, en un cambio radical, no hacia lo bueno, sino hacia lo mejor
Ese dios que un siglo más tarde, otro joven -Jacques Lacan- dirá que nunca muere, sino que está volviendo: entre otros, el dios de los islamistas radicales que parece que no se agota nunca, como la hidra de Lerna, que renace, cada vez más temible, bajo la forma de un nuevo monstruo de más cabezas.
Los semidioses, los ídolos, como el nacionalismo, la Gorgona a la que los hijos de Renan creían que le habían cortado la cabeza, están en auge: en Turquía, contra los desafortunados kurdos; en Europa, bajo la apariencia de populismo; e incluso los hemos visto cruzar las aguas del Atlántico como una botella en el mar. Y esos son sus efluvios, que a su vez embriagan a la gente que, en el pasado, ensalzaba su crisol de culturas con ecos de Virgilio, luego de ragtime, jazz y bossa nova.
En cuanto a la sabiduría griega, basta con mirar a este Partenón que se está desmoronando para darnos cuenta de lo que es: la agonía de la verdad, sepultada por la marea negra de las fake news y la nueva sofística; la degeneración de un espíritu mesurado convertido en triunfo de la técnica, que está destruyendo el planeta.
Por eso, queridos amigos, me incumbe pronunciar esta plegaria ahora, esta noche, y haré, como hizo Ernest Renan, un elogio de esa Grecia tan bella con sus piedras talladas y sus templos perfectos.
Yo también cantaré la gloria del país del número áureo o de los mares de zafiro que respiran metafísica.
Recordaré que, no menos que mi lejano conciudadano, fue en griego en el idioma en que aprendí filosofía; fue en griego en el idioma en que me aparecieron por primera vez las bases del derecho, del gobierno de uno mismo y de otros.
Y confesaré que siempre siento la misma emoción cuando me encuentro con un periódico que, por estar escrito en ese mismo lenguaje geométrico que parece estar hecho de tridentes y deidades diminutas, es como tener la sensación de estar leyendo sobre los discursos de Pericles, sobre la desgracia de Alcibíades o la muerte de Sócrates.
Qué será de nosotros si no somos capaces de reencontrar el camino hacia lo que hay que llamar trascendencia
Pero yo añadiría que, frente a este mundo que parece decir adiós a la inteligencia, a la razón, al arte, a la poesía, al himno de Píndaro; frente a esta civilización que ya caso ni sabe lo que es un libro y que ya no oye los nombres de Platón o Aristóteles a menos que aparezcan en una aplicación o en un wiki; frente a una humanidad que no es más que una multitud sin cuerpo, desarticulada, machacada por una rueda que gira sin parar, cada vez más rápido y que se llama muerte (porque la muerte, decía Rashi, es una rueda que gira en el mundo), yo añadiría que, en este mundo, es quizás Renan quien, en el momento en que pensó que resucitaría por sus propias estatuas, como un Pigmalión de sí mismo, finalmente parece envuelto en la "mortaja púrpura"; y añadiría que no tenemos otra solución más que revivir la sabiduría de aquel "judío pequeño y feo que habla el griego de los sirios".
Exacto, si hoy tengo un mensaje, es ese.
La gran alianza de la razón griega y de la sensatez bíblica. Atenas, sí, por supuesto, pero también, como llevo cuarenta años repitiendo cuando escribí contra el renanismo El testamento de Dios, la ciencia de Jerusalén.
Palas Atenea, sin duda, pero a su lado, porque no creo que podamos prescindir del apoyo de su exigencia y de su gran inteligencia, el saber robado al dios de Jerusalén, es decir, al dios del pueblo de Israel.
Una Atenas difícil y una Jerusalén difícil.
Una Atenas y una Jerusalén igualmente arqueadas sobe la punta extrema sobre la piedra de toque de sus respectivos genios, sobre las aporías de Parménides y sobre la concatenación vertiginosa de los mundos que nos cuenta el Talmud.
Y después, fecundada por ellos, exaltada por la ira de Dante, la furia de Shakespeare o la sonrisa aterradora e inteligente de la Gioconda, incrementada por la sabiduría de Tocqueville y por nada menos que la rabia de Saint-Just, por el coraje desesperado de Lord Byron y la astucia de Maquiavelo, la pobre princesa Europa y su democracia.
No habrá supervivencia para este mundo si no se inclina, en un cambio radical, no hacia lo bueno, sino hacia lo mejor.
Qué será de nosotros si no somos capaces de reencontrar el camino hacia lo que hay que llamar trascendencia, cuyo rastro permanece en lo más puro del pensamiento occidental, ya sea la filosofía, la literatura o el Talmud.
Esa es mi plegaria sobre la Acrópolis, y me hubiera expresado del mismo modo si me hubiera encontrado, en este mismo instante, a los pies del Monte del Templo.
Y si perturba el sueño profundo de los académicos, si Renan se revuelve en su tumba, tampoco será grave: al fin y al cabo, como a muchas de nuestras instituciones, le sobraban algunos kilos.