¿Y si hablamos de Polanski?
De Polanski, pero de verdad.
No del caso de violación de una menor por el que se le juzgó hace 42 años y por el que se le condenó a 47 días de cárcel en la prisión de Chino, cerca de Los Ángeles. Tampoco de ese nuevo caso en el que la supuesta víctima apareció cuando el presunto delito había prescrito después de 22 años y no puede ser objeto de este debate contradictorio sin el que no hay justicia posible (por eso Roman Polanski es presuntamente inocente de este crimen).
Y aún menos este debate eterno sobre la relación entre el hombre y su obra cuyas bases sentó hace poco más de un siglo en su Contra Sainte-Beuve un tal Marcel Proust (este texto que, en mi opinión, no ha envejecido, establece que: o bien le otorgamos un mínimo de crédito a la hipótesis de un segundo yo, relativamente ajeno al yo social del artista y que genera su obra; o bien quemamos a Aragón, Céline, Brecht, Marx, al marqués de Sade y, por lo tanto, a Polanski).
No. Quiero hablar del otro Polanski, el de La semilla del diablo, de El baile de los vampiros, de El escritor y, ahora, de la nueva película El oficial y el espía donde trata el caso Dreyfus y que vi al volver de realizar un reportaje.
Por ponerle alguna objeción, esta sería el trato del propio Dreyfus, un personaje a medias tintas, anodino, reducido por su destino, poco agradable: como si el cineasta, al adoptar el punto de vista de Picquart, considerase cierta la leyenda creada por Clemenceau ("Picquart es un héroe, Dreyfus es una víctima"), por Blum (si Dreyfus no hubiera sido Dreyfus, "¿habría sido partidario de dreyfusiano?"), o por Péguy (Dreyfus, la gran piedra “angular” de la gran “Idea” dreyfusiana) de un Dreyfus antihéroe, decepcionante, que no está a la altura de su caso.
Por mi parte, me quedo con ganas de otra película: el Dreyfus de carne y hueso, de sangre fría, el Dreyfus de temperamento de acero que resistió en la isla del Diablo y solo aceptó su indulto para luchar enseguida, sin ceder ni renunciar a nada, por su rehabilitación ―y el Dreyfus del que no se dice suficiente que después de eso, en los años después del Caso, fue uno de los muchos frentes de la incipiente Liga de los derechos del hombre― ahora, un estibador francés condenado a muerte injustamente; luego, el soldado Emile Rousset, injustamente juzgado por un consejo de guerra en Argelia; o, incluso, los anarquistas norteamericanos Sacco y Vanzetti, que fueron enviados a la silla eléctrica.
Pero, una vez expresadas mis reservas, resulta admirable la representación, en este El oficial y el espía, de un aparato militar arqueado bajo su error judicial y reforzado a base de hechos inexactos: el antepasado de las fake new.
Es admirable la descripción de una Francia que apesta a antisemitismo, corroída por su veneno como el coronel Sandherr por la sífilis, y grita su odio a los judíos tanto en las escaleras del palacio de justicia como en la prensa, con una histeria tranquila y gélida: la Francia enmohecida, decía Philippe Sollers; la Ideología francesa, diría yo.
Es admirable y realmente elocuente la escena en la que se ve, en París, una quema del periódico L’Aurore donde se ha publicado el artículo J’accuse…! de Zola, así como el ataque a una tienda que se apedrea y pinta con un “Muerte a los judíos” asesino: ya no estamos en la Francia de 1906, sino en Berlín, en 1938, en plena Noche de los Cristales Rotos. No se podría representar mejor la onda de choque del Caso, la forma en la que inicia el siglo XX, su dimensión transhistórica.
Admirable es también, para hablar como Péguy, la restauración de un clima de guerra civil e íntima donde las familias se rompen “como la paja”, o donde las personas se separan de un hermano o de un amigo como si “se amputasen” un brazo y donde cada uno, a izquierda y a derecha, tanto los socialistas como los nacionalistas, entra en guerra contra sí mismo.
Y es admirable, por supuesto, el retrato de Marie-Georges Picquart, el coronel que, convertido en jefe del contraespionaje francés, fue el primero en comprender que el autor del famoso informe que dio inicio al Caso no fue Dreyfus, sino Esterházy. ¿Cómo este soldado, a partir de una idea concreta del ejército y de la convicción de que un error judicial jamás mancharía su honor, acabó adoptando la causa de la verdad y la justicia? ¿Mediante qué proceso este antisemita “nato”, como decían entonces los maurrasianos, llegó a encontrarse con Joseph Reinach, Mathieu Dreyfus, Emile Zola referidos también como los seguidores del “partido judío”, que es el giro en el argumento de la película y la primera señal de alarma de la historia de Francia?
¿Y tras qué evolución interior este oficial, perfectamente encarnado por Jean Dujardin, al final, durante su duelo a espada con el criminal de oficina Henry, llega a la reparación simbólica de la otra espada: la del capitán degradado que, como todos sus compañeros, durante la escena inicial de la película, había visto romperla sin escrúpulos? Ese es el tema real de la película. Y todo eso, sí, es admirable.
Emmanuel Levinas narraba cómo decidió venir a vivir a Francia el día que, desde su Lituania natal, comprendió que había, allí abajo, muy lejos, un país curioso donde la mitad gritaba su odio por un capitán judío inocente pero donde la otra mitad luchaba por su rehabilitación como si se tratase, para cada uno de ellos, de su propia salud. Pues, bueno, eso es lo que muestra El oficial y el espía y por eso, en contra de todos los partidarios de Sainte-Beuve y todos los casos cesantes, debemos ir a verla.