En primera línea de combate en Ucrania: Dombás, la última guerra de trincheras en Europa
Recorrido por todas las aristas del conflicto que enfrenta a los separatistas prorrusos y soldados ucranianos en el Dombás.
19 febrero, 2020 03:38Noticias relacionadas
Un gran helicóptero de transporte de tropas de la época soviética. Vuela bajo, casi a nivel del suelo, con el morro hacia abajo para evitar el radar ruso. Y después de dos horas, después de sobrevolar un paisaje de llanuras, lagos congelados y pueblos en ruinas que emergían gradualmente de la noche, llegamos a Mariúpol.
Fue allí donde el Estado Mayor ucraniano organizó nuestra primera reunión, en el Cuartel General de la Guardia Naval, con los comandantes que llevan cinco años enfrentándose a los separatistas prorrusos en el Dombás. Pero no esperé a su reunión informativa.
Casi ni me hicieron falta las imágenes de satélite donde se veían los tres buques rusos que, desafiando al derecho internacional, bloqueaban el paso entre el Mar de Azov y el Mar Negro para ver cómo estaban las cosas. El mercado de pescado en el centro de la ciudad, casi vacío... Las tiendas de la avenida Lenin, desabastecidas... Los enormes altos hornos de la fábrica Azovstal funcionan a medio gas y desprenden nubes de humo negro, sucio, pero sorprendentemente escaso... Es una de las ciudades más grandes de Ucrania. Antes de esta guerra, proporcionaba casi el 10 % del PIB del país. Pero los separatistas, al no poder someterla, la han bloqueado y, con su asedio, hacen que se ahogue.
Shyrokyne, a 11 kilómetros más al este, era la estación balnearia de Mariúpol. De los 2.000 residentes que tenía, hoy en día solo hay una pareja de expropietarios de hoteles que han ido, bajo la protección de una patrulla de la Guardia Nacional, a poner flores en la tumba de su padre, al que enterraron el año pasado, apresuradamente, en el jardín familiar.
Y de las elegantes casas de las calles Shapotika y Pushkin, solo quedan montones de escombros similares a los que se ven en Irak y en Siria por culpa de las bombas del Dáesh. "Shyrokyne", insiste Martha Shturma, la joven teniente que hará de intérprete a lo largo de todo el reportaje, "era un lugar de veraneo de lo más normal", recuerda. No hay más que caminar por el paseo marítimo, donde las aguas se han vuelto grises, para darse cuenta de que no tiene importancia estratégica. O esta iglesia, con el techo derruido, esta clínica en la que solo quedan los pilares de hormigón, esta escuela que fue reducida a escombros con armamento pesado y donde encontramos, como después de un terremoto, una pizarra rota, cuadernos medio quemados y una mochila que se ha salvado de milagro.
Estamos en pleno 2020, en Ucrania. Pero hay que imaginarse un ejército de vándalos que, incapaz de tomar un punto estratégico, se ensaña con una zona de recreo
Al ver todo esto, no cabe otra que decir que los separatistas han destruido todos estos sitios por placer. ¿La rabia de haber tenido que recorrer, durante meses, las puertas de Mariúpol? ¿La venganza urbicida de la soldadesca que, antes de retirarse, optó por quemarlo todo a su paso? ¿La sádica alegría de ver a los últimos habitantes huir, como Maxime y Tatiana, el matrimonio que ha vuelto esta mañana, bajo fuego de enfilada...? Estamos en pleno 2020, en Ucrania. Pero hay que imaginarse un ejército de vándalos que, incapaz de tomar un punto estratégico, se ensaña con una zona de recreo.
Pero la guerra aún no ha terminado. Y veré las pruebas a 30 kilómetros más al norte, en Novotroitsk, donde se ha posicionado el 10.º Batallón de la Brigada de Asalto de Montaña. Tardamos una hora en llegar, vamos por carreteruchas después de salir de la autopista; íbamos en una ambulancia blindada (medio de mentira, medio de verdad), con cruces rojas, para llegar a los puestos de avanzada. Y nos enteramos de que justo esta mañana, a las 7.15 a.m, han asesinado a un soldado y otro ha resultado herido.
Pasamos la mañana allí, con el general Viktor Ganushchak y una unidad de fuerzas especiales, recorremos una red interminable de trincheras, son como un laberinto, como las calles de una ciudad enterrada. Algunas son muy profundas, como túneles, con tablas y troncos. Otras están expuestas, escondidas detrás de una cortina de falsa hiedra gris, y solo te protegen si te agachas.
Alerta permanente
Cada 50 metros, un hombre vigila, a veces en una casamata con una estufa de carbón que hace que le escuezan los ojos; otras, detrás de una especie de aspillera forrada de paja vieja. El general está orgulloso de enseñarme esta línea tan bien formada de disciplinados centinelas que no se dejarán abatir nunca más, como sucedió durante las ofensivas relámpago de 2014 y 2015.
No me atrevo a decirle que, ante estos hombres que viven en perpetuo estado de alerta, con los ojos hinchados por el insomnio, a los que solo se releva cada seis meses y que, a fuerza de hacer su ronda por las entrañas de la tierra, ya no saben dónde están, tengo la impresión de que esto es un Verdún suspendido, congelado y terriblemente arcaico...
Krasnohorivka, a unos pocos kilómetros más al norte, está muy cerca de Donetsk, la capital de la autoproclamada República del mismo nombre. De hecho, es justo aquí donde abatieron a esos dos hombres que mencionábamos antes. Pasamos por Marienka, que se ha librado de los combates. Vamos a la iglesia del pueblo, intacta en lo alto de sus escaleras de piedra, cuyos fieles creen que los bulbos de oro de su cúpula los protegieron de los bombardeos. Hacemos los últimos kilómetros espaciando los vehículos de nuestra pequeña comitiva porque el enemigo está a unos pocos cientos de metros, nada más.
Jeudi, dans @ParisMatch , la suite de ma série : « Ces guerres où se joue notre destin ». Cette fois, la guerre oubliée du #Donbass, à l’est de l’#Ukraine, dont j’ai parcouru les 400 kilomètres de la ligne de front. Ici, l’Europe affronte #Poutine et son impérialisme. pic.twitter.com/JI2pkzkOiT
— Bernard-Henri Lévy (@BHL) February 11, 2020
Maxime Marchenko, el capitán del pelotón, dice “el adversario”. Nunca los oiré ni a él ni a sus homólogos decir “los separatistas” o “los prorrusos”. La causa se sobreentiende. Los que disparan son rusos, no prorrusos. “Mira”, me dice, señalando los restos de un misil Grad. Solo el Kremlin tiene armas de ese tipo.
“Y mira esto también…”. Subimos al séptimo piso de un edificio administrativo transformado en el cuartel general de la campaña, rematado por una torre de vigilancia. Allí, con prismáticos, a través de la rendija de la parte superior del muro, hecho de sacos de arena, podemos divisar los suburbios de Donetsk, esa inmensa ciudad que durante mucho tiempo se llamó Stalino y que, con sus edificios de hormigón, sus fábricas en el centro de la ciudad, sus montones de escombros y los cadáveres de metal de su aeropuerto destruido, parece, desde la distancia, un Parque Jurásico del sovietismo. Y luego, en primer plano, un convoy que detiene los tanques de Gvozdika como los que se veían en la segunda guerra de Chechenia y que, de hecho, resulta difícil imaginar que puedan provenir de cualquier otro lugar que no sean los arsenales de Moscú...
Ejército de ciudadanos
En la zona de Myroliubovka estamos aún más al norte, pero más lejos del frente. Y nos encontramos con un campo de tiro donde vemos posicionados tres cañones. “A modo de advertencia”, se apresura a decir el comandante de la plaza cuando vemos a unos 20 jóvenes artilleros ucranianos trabajando junto a los cañones.
Pero no puede evitar añadir (y resumo): “Miren estos monstruos de acero; miren a estos hombres hábiles que cargan y descargan la bestia calcular el ángulo de los misiles, retroceder, recargar, maniobrar; somos un ejército cívico; obedecemos las órdenes de nuestro comandante en jefe, el presidente Zelenski; y lo hacemos con honor, a diferencia de nuestro adversario, porque respetamos el alto el fuego previsto en los Acuerdos de Minsk; pero les diré una cosa, dejen que cambie la estrategia, dejen que el Estado Mayor decida una contraofensiva y nos ordene liberar los territorios perdidos de Lugansk y Donetsk, y entonces Europa verá que este ejército de ciudadanos es una fuerza de primera y capaz de poner fin de una vez a esta guerra”.
No puedo evitar pensar en ese batallón que vi hace cinco años, en los días de Poroshenko, en los suburbios de Kramatorsk, que acababan de ser destruidos por un bombardeo. Me pareció inerme. Muy vulnerable. Recuerdo a esos soldados con la palidez de la muerte en sus rostros, tan exhaustos que se dormían de pie, apoyados en la pared de la sala donde el presidente había improvisado una reunión de emergencia con sus comandantes —uno de ellos con muletas, haciendo equilibrios—.
Menudo camino hasta llegar a la imagen que tengo hoy ante mí: ¡una Ucrania en pie y que se levanta sobre los hombros de decenas de miles de soldados!
Pisky, aún más al norte del país, pero también cerca de Donetsk, está completamente destruido, bombardeado. Tuvimos que entrar caminando, siguiendo a la patrulla que vino a recogernos. No queda ni un edificio en pie.
Pabellones en ruinas cuyas ventanas, ahora ciegas, han sido tapiadas con tablones. Calles con aire de páramo donde la hierba muerta compite con la nieve fresca. No queda agua. No hay postes de electricidad o alcantarillas. De los pocos miles de almas que había en el pueblo antes de que sucediese toda esta catástrofe, solo quedarán tres familias escondidas en sus sótanos.
¡El cabecilla de la patrulla lleva semanas sin ver a nadie! ¡Y tal vez —exclamó riendo y fingiendo contar con los dedos— no queda nadie vivo en este paisaje del fin del mundo salvo él mismo; los francotiradores rusos infiltrados que, apenas cae la noche, disparan con infrarrojos; y sus escasas decenas de hombres, enterrados, con sus ametralladoras, ¡en la tierra y el hielo!
Pero en verdad hasta ellos seguirán siendo invisibles a nuestros ojos. Incluso él, el comandante que tiene tanto humor negro, nos parece que está atrapado en la irrealidad del lugar. Incluso Martha, la intérprete, tiene por primera vez un hilo de voz, un poco ahogada, cuyo eco parece vibrar, más tiempo del habitual, en el aire frío. Se oyen los ruidos del halcón a lo lejos. Nos encontramos con un perro flaco lamiendo el borde de un pozo de piedra. Otro, tirado sobre un montón de basura, con las patas tiesas. Pisky es un pueblo fantasma. Los hombres y los animales parecen espectros. Nada me aterroriza más que este paisaje destripado y sin vida, donde uno camina en medio de sombras pálidas y entumecidas.
Pisky es un pueblo fantasma. Los hombres y los animales parecen espectros. Nada me aterroriza más que este paisaje destripado y sin vida
No sé qué me pasa. Sobre todo, porque en esta guerra, que ya se ha cobrado 13.000 vidas, a las que se añaden una media de diez nuevas víctimas cada semana a pesar del alto al fuego oficial, un muerto se diluye entre los demás. Pero me he despertado esta mañana con un deseo irrefrenable de saber más sobre el fallecido y el herido de Krasnohorivka de anteayer, a las 7:15 de la mañana, antes de que llegáramos. Así que nos dirigimos al hospital de campaña de Pokrovsk, donde fueron trasladados.
El primero, Yevhen Shchurenko, está en la morgue, le volaron la cabeza, va vestido con un uniforme nuevo, tiene aire de mártir. El segundo está en una sala común con cinco víctimas más de los tiroteos de la semana, civiles y militares. Hay un adolescente en la cama de enfrente, gimiendo en silencio, como si tratara de racionarse el dolor. Otro, extrañamente alterado, con la saliva teñida de sangre, el médico jefe dice que un cañonazo lo ha vuelto loco. En cuanto al herido al que hemos venido a visitar, al principio no dice palabra.
Tiene la mirada febril y ausente de aquellos a los que ya no les importa nada salvo sentir algo menos de dolor. Luego cambia de opinión. Y, apoyado en un lateral de la cama, aparta con cuidado la sábana para mostrar sus vendajes en el abdomen y el muslo. Con un hilillo de voz, aunque con firmeza, nos cuenta dos cosas. La primera, cómo lo alcanzó la metralla justo cuando, después de las faenas matutinas, se metió en la trinchera para llegar a su puesto. La segunda, que confió demasiado en las patrullas europeas que se dice que están en la zona para garantizar el alto el fuego...
Recuerdo entonces que esa misma mañana, dos horas más tarde, vimos llegar dos coches blancos de la OSCE, la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa, a eso de las 10:30, cuando estábamos a punto de volver a la ambulancia, no muy lejos del lugar del tiroteo... Y recuerdo el comentario burlón de un oficial diciendo que estos “payasos”, que aparecían por allí como si fueran carabinieri, tendrían que haber estado en la zona desde el amanecer... ¿Acaso hay relación entre ambos hechos? ¿Entre el retraso y este drama? ¿Acaso estoy aquí para comprobarlo? Puede que sí.
Stanytsia Luganska es el puesto más septentrional de la línea del frente. Y es el último de los puntos de paso que los beligerantes han establecido para los ucranianos de ambos bandos. Formalmente, es un corredor cortado en dos por una valla de acero y controlado, en cada extremo, por una especie de aduana, separatista en el este, lealista en el oeste. Pero hay un detalle que llama mi atención. Casi no hay nadie a estas horas que quiera cruzar a la zona separatista.
Mientras que, en la dirección contraria, hay interminables filas de babushkas con bolsas de la compra, ancianos menudos empujados en sillas de ruedas o jóvenes que llevan desde antes del amanecer haciendo cola. Y, cuando pregunto, me dicen: Ucrania, que considera a los habitantes de Lugansk y Donetsk rehenes de los separatistas y de Putin, sigue reconociendo sus derechos y, por lo tanto, pagando sus pensiones. Las repúblicas separatistas, por otro lado, se consideran administraciones de humo, por lo que estos miles de personas pobres tienen que sacar su dinero de los cajeros automáticos de los bancos de la Ucrania leal.
El paraíso verde de Putin
Además, el paraíso verde de Putin se parece bastante a la imagen de Parque Jurásico que vi desde la torre de vigilancia de Krasnohorivka; las tiendas están vacías y esta gente tendrá que gastar el poco dinero que tiene para comprar las provisiones del mes que cubran sus necesidades básicas en la Ucrania libre... Apenas puedo entender, a decir verdad, cómo no deciden, de una vez por todas, ahorrarse estos estresantes viajes de ida y vuelta y establecerse en el lado correcto. Y se me ocurre que puede haber, en la aceptación de este calvario semanal, la versión putinizada de la antigua servidumbre voluntaria soviética. Pero, en esta guerra, preguntarnos quién es rehén de quién es un interrogante que ya no tenemos derecho a plantearnos cuando hemos visto estas columnas de migrantes del interior para quienes las puertas de su prisión “separatista” se abren en una hora y un día concretos…
En Zolote, muy cerca de Lugansk, volvemos a ver trincheras. Más precarias que en Novotroitske, con sencillas tablas hundidas en la tierra negra. Pero son más impresionantes por esos grandes perros que parecen vigilar las entradas como Cerberos a las puertas del infierno de la guerra. Y sobre todo por esos “Rambos” armados hasta los dientes, con sus caras color tierra, tatuadas o encapuchadas, que montan guardia cada diez metros y que parecen, esta vez sí, profesionales al acecho.
¿Serán los hombres de los batallones Azov y Aidar, conocidos por su valor y por haber dado cobijo, desde el 2014, a los ultranacionalistas e incluso a los neonazis? Ni siquiera eso. Porque vi al comandante primero, Denis Prokopenko, pero en Mariúpol, en formación. Vi al comandante segundo, Oleksander Yakovenko, pero en Kiev, donde sus 760 hombres estaban “en rotación”. Y a decir verdad, se me pasó por la cabeza la idea de que el nuevo ejército ucraniano, patriótico y mayoritariamente republicano, estaba en proceso de deshacerse poco a poco de sus elementos extremistas... No.
Estos hombres vestidos de camuflaje, con el pecho hinchado, más jóvenes que los que he visto hasta ahora y visiblemente más descansados, estos ases del combate cuerpo a cuerpo, algunos con el petate en el suelo, otros a la espalda, que me dicen que el presidente Zelensky ha venido a pasarles revista; estos comandos hipnotizados, cada uno detrás de su puesto de vigía de madera, por la línea de tierra marrón que indica la posición del enemigo, son una de las trincheras defensivas del Ejército Nacional. Pero está claro que, en cualquier momento, este lugar podría convertirse, como el campo de tiro de Myroliubovka, en una base de ataque. ¿Lo hará? ¿Optará Ucrania por recuperar por la fuerza su Alsacia y Lorena? ¿Las cambiará algún día por una Crimea, por la que —sospecho, como los europeos— a veces se ha llorado su duelo en secreto? No lo sé.
Con el 'comandante' Zelensky
Estamos en Kiev con el presidente Zelensky, en la misma oficina, todo muy kitsch. Es un lugar en el que he estado a menudo desde la época de Petró Poroshenko. El presidente ha elegido el lugar que su predecesor ocupaba antaño en la mesa redonda de mármol falso. Le indica su sitio a Andrei Yermak, su asesor, se sienta en la silla que siempre ocupaba el sherpa del momento. Y nos invita a sentarnos con Gilles Hertzog en nuestros asientos, ya casi habituales. Me invade la sensación de haber vuelto atrás en el tiempo, aunque todo haya cambiado.
A partir de ahí, mientras examina con atención las fotos que hemos hecho de su ejército, en mi mente se sobrepone la enorme silueta de Poroshenko y el cuerpo de un adolescente que se ha convertido en presidente. ¿Estaba hecho para el cargo? ¿Puede un humorista convertirse en el comandante en jefe de un ejército en plena guerra? ¿Es algo más que el cómico cuya elección le pareció a casi todo el mundo el culmen de la sociedad del espectáculo? Veo que reconoce, en cada una de las imágenes, el frente donde se tomó la instantánea y, a veces, hasta el oficial al cargo.
Lo escucho preocuparse por el debilitamiento de una Unión Europea socavada por su indulgencia hacia Putin y al mismo tiempo regocijarse por la fuerza del vínculo con la Francia de Emmanuel Macron. Observo sus frases estereotipadas con las que evoca las fricciones que ha tenido con Trump por un desencuentro telefónico, que fue el desencadenante involuntario de las asperezas entre ambos. Y me digo que, en realidad, no lo está haciendo tan mal...
Puede que, con el afán de disipar toda duda, me repite que se siente “normal” y que solo puede decir que se siente “normal” para responder a las preguntas sobre el estado mental actual del pequeño niño judío de Krivói Rog que se convirtió en una estrella de la televisión y que ahora es presidente de esta tierra de pogromos y de sangre. ¿Quiere decir que se ha vuelto normal al entrar en el club de jefes de Estado del mundo? ¿O, por el contrario, que no ha cambiado, que sigue siendo el hombre normal que era cuando nos conocimos, poco antes de su sorprendente elección?
En realidad, poco importa. Porque, en ambos casos, hace gala de una firmeza sarcástica y silenciosa que no esperaba y que hace que uno se diga a sí mismo: la historia universal podría haber elegido a un paladín mucho peor que este para oponerse a Putin y defender, frente a su imperialismo “euroasiático”, los colores y los valores de Europa. Por la parte que nos toca a nosotros, los occidentales despreocupados, esta guerra olvidada de Ucrania, su tragedia que crece gota a gota y, a este lado de los 500 kilómetros del frente, sus valientes hombres que, dos horas antes de la medianoche, siguen montando guardia, deberían ser la viva imagen de nuestro remordimiento.