Recuerdo a Jean Daniel, en la calle Aboukir, en 1969, la primera vez que lo vi. Iba a proponerle que tomase la palabra en la Escuela Normal Superior, que por entonces se hallaba en estado de insurrección permanente. He olvidado por qué no se hizo, pero sí recuerdo que era una persona memorable. Muy prestigiosa. El único de su especie en inspirar tal deseo a la promoción más intransigente y más sectaria que ha llegado jamás a la calle Ulm. Y ya, a pesar de su juventud, tenía la misma voz gutural, sorda, un poco cenicienta, que parecía surgir de un dolor secreto.
Recuerdo mi preocupación ante la idea de que este hombre tan soberbio y que se convertiría en uno de mis maestros de energía y de vida, resultase ser el gemelo astral de mi padre: mismo año de nacimiento y mismo día; uno en Blida y el otro en Muaskar, ambas en Argelia; y, todavía más extraño, con un gran parecido, tanto en sus gestos como en la forma de dirigirse a ti, muy despacio, con mucha calma, como si no tuvieras nada mejor que hacer que escucharlos pensar.
Recuerdo sentirme demasiado intimidado como para atreverme a informarle, ese día, de esta sorprendente similitud. Ni, aún menos, de la coincidencia, asombrosa sin duda, que quiso que unos años antes, estos dos gemelos idénticos estuvieran hospitalizados al mismo tiempo en dos habitaciones casi contiguas de la misma clínica Hartmann en Neuilly. Yo tenía 11 años.
Observaba, a hurtadillas, cuando su puerta se quedaba entreabierta y la hora del aseo en la que me obligaban a salir de la habitación de mi padre, a este vecino de quien las enfermeras de la planta murmuraban que era periodista y que le habían herido con un disparo del ejército francés en Bizerta. A base de espiarle y observar el desfile constante de visitantes, llegué a la conclusión de que un periodista es un señor a cuya cabecera acuden ministros, aventureros, un futuro presidente de la República, premios Nobel de Literatura, actrices y actores, así como ―last but not least― un surtido de mujeres hermosas preocupadas.
Recuerdo cómo, más tarde, tras la conferencia fallida de calle de Ulm, veía su Le Nouvel Observateur como un El mundo de Guermantes digno de imantar, entre los supervivientes de la facción izquierdista, las nobles ambiciones y el resto de la esperanza. ¿No se hallaban allí mezclados el gusto por las palabras y el peso de las ideas? ¿Un toque de radicalismo ligado a la voluntad de actuar y de crear un periódico que ayudase a cambiar el mundo? ¿Las políticas más honradas? ¿Los escritores más distinguidos? Y, luego, esta química de la que nadie después ha encontrado realmente la fórmula, y que hacía que tu prosa estuviera, si te aceptaban, al lado de la de Gilles Deleuze y de Michel Foucault, de Maurice Clavel y de Jean-Louis Bory, de Castor y de Castro, de Pierre Mendès France y de Jean-Paul Sartre, de Roland Barthes y de Michel Cournot…
Pues recuerdo también cuando se llevaba su copia a los locales vetustos, en color, de la calle Aboukir, un recorrido iniciático donde cada una de sus etapas se asemejaba a las grandes escenas de La educación sentimental o Las ilusiones perdidas. Había que obtener los favores de Guy Dumur, el caballero crítico que, en sus días buenos, te daba la sensación de que Ionesco y Beckett eran íntimos.
Los de Jacques-Laurent Bost, ese sartriano afligido, pilar de la tendencia izquierdista Nausée, que te advertía de lo que tal coma, colocada de forma extraña, decía de tu relación con lo práctico-inerte o con lo serial. Había que convencer a Serge Lafaurie, Hector de Galard y Pierre Bénichou, estos genios del mundo de la recitación de versos de Apollinaire y de Aragon que ponían a prueba tus títulos a incluir, o no, en esta familia eminentemente literaria que era también Le Nouvel Observateur.
Pero esto no era nada y quedaba todavía, una vez franqueados estos muros, el último examen, la ordalía, donde Alain Chouffan me había advertido que se decidía todo ―el rey Jean, este Gaston Gallimard del periodismo que, altanero y desidioso, te hacía pasar un interrogatorio de afinidad: ¿habías leído a Herbart? ¿Cómo llevabas la lectura de Stendhal y Gide? ¿Qué pensabas de Frantz Fanon? ¿Te sabías de memoria las etapas de Chateaubriand en su viaje a Jerusalén? ¿Preferías equivocarte con Sartre o tener razón con Aron? ¿Y estabas de su parte, de la de Jean Daniel, en la discusión entre Edmond Maire y Georges Séguy, Louis Aragon y André Breton o, en Portugal, con el mayor Antunes y el comunista Álvaro Cunhal?
Recuerdo que aquellos que triunfaban en esta serie de pruebas eran cooptados definitivamente y entraban, envueltos en su murmullo narcisista y generoso, en la afortunada categoría de los "amigos de L’Observateur". Y recuerdo que los otros, rechazados y desconocidos, se quedaban a las puertas de este imperio, como Virgilio abandonado por Dante en el umbral del paraíso.
Recuerdo a un Jean Daniel que, más allá de Portugal, alimentaba el hermoso proyecto de crear también la Historia que comentaba
Recuerdo Portugal y su Revolución de los Claveles que estuve cubriendo para Le Monde Diplomatique, pero de la que contaba a Jean, por teléfono: huelga general, sin periódicos, pocas radios, y los capitanes de abril más francófonos que, en la atmósfera de pólvora y de pistilos secos que flotaba en las orillas del Tajo, leían, también ellos, Le Nouvel Observateur y esperaban, cada lunes, como los de Fabrice de su propio Austerlitz, el editorial de Jean.
¿Quién sería el Mao y quién el Chiang Kai-shek de la noche? ¿Hacia dónde iba esta insurrección paradójica que parecía estar guiada, unas veces por unos Gisors de ideas gélidas; otras veces por unos Mathieu salidos de la "era de la razón" y que venían a combatir, para bien, en España; y otras veces por unos Rieux que acudían en auxilio de un país enfermo de peste salazarista? ¿Y qué debía hacer para consolidar la democracia naciente y acercarse a Europa este Willy Brandt lusófono, este Olof Palme jovial y rollizo, este Mitterrand mediterráneo que cambiaba los platos de las Landas por las uvas y la miel de Sintra, que era "el amigo de Le Nouvel Observateur" Mario Soares? Jean Daniel lo sabía.
Jean Daniel era, para ellos, la persona que debía saberlo. Jean Daniel ―nadie lo ignoraba en Lisboa― debatía airado en París con los falsos amigos que querían que esta feliz revolución diera lugar a una república de habanos y metralletas. Y yo veía la satisfacción que el ex gran reportero en Argelia favorable al diálogo entre Francia y el FLN, el emisario oficial de John Fitzgerald Kennedy ante Fidel Castro, extraía de este papel sin medida que se le había ofrecido en el escenario de un drama en el que llegaba a pensar que era, también él, director.
Recuerdo a un Jean Daniel que, más allá de Portugal, alimentaba el hermoso proyecto de crear también la Historia que comentaba. Y recuerdo una Historia que, generosa, a veces le devolvía la pelota. ¿Cómo, sin todo eso, habría tenido el poder de hacer coexistir, en las mismas columnas, a aquellos que habían llegado a la política por las vías del anticolonialismo y aquellos que provenían del antitotalitarismo? ¿A los partidarios de la primera izquierda y a los de la segunda? ¿A los amigos de François Mitterrand y a los nostálgicos de Pierre Mendès France? ¿Y a qué otro director de un periódico Mitterrand, ya convertido en presidente, le habría hecho jamás tantas confidencias?
Recuerdo los desayunos del sábado, en la avenida Suchet, donde los intelectuales y políticos entablaban una conversación que duraba, como antaño, en Louveciennes, en la residencia de los Lazareff, hasta bien entrada la tarde. Jean estaba, de repente, más callado; se aprovisionaba de información y de sabiduría; y era a menudo Michèle, su mujer, quien asignaba los papeles y la palabra.
Me acuerdo de Jean, en Italia, en casa de Claude Perdriel, el hombre de su vida: desorden y belleza, embriaguez de luz y de placer; la piel tostada, como Rieux; los largos recorridos a nado, como en Tipasa; las consideraciones, deslumbrantes o melancólicas, sobre el dulzor de las cosas; Michèle, preciosa, hace fotos; la pequeña Sarah aparece; él es solar y radiante; es el triunfo del verano; y es, junto a Edgar Morin, Josette Alia, François Furet, Jean Lacouture, Mona Ozouf, y otros, la ceremonia de la amistad.
Recuerdo que cuando Jean Daniel volvía de las vacaciones, tenía tendencia a titular su editorial: "Francia se despierta". Y era cierto que a algunos de nosotros nos despertaba.
Recuerdo que todos sus editoriales estaban siempre escritos como si hubiera visto, cada semana, el espíritu del mundo. Pero nos equivocábamos al ser irónicos. ¿Pues acaso el espíritu serio que le daba vida, la puesta en escena de sus dudas y sus tormentos, su forma de decir "Nosotros, L’Observateur" como si hablase de un partido o de un país, no fueron premonición de la excepción francesa que era, en efecto, su periódico contra el mal de este siglo que es el espíritu de nimiedad burlona?
Recuerdo que cuando Jean Daniel volvía de las vacaciones, tenía tendencia a titular su editorial: "Francia se despierta"
Recuerdo el momento en el que, al haberse banalizado poco a poco la vida política, Le Nouvel Observateur dejó de ser, para hablar como Sainte-Beuve, esta Kamchatka periodística, este kiosco, y se convirtió en un semanal como los demás, a veces mejor, otras no tan bueno ―y Jean Daniel en una especie de Borbón de una izquierda convertida en orleanista y, definitivamente, prosaica. Y recuerdo el estilo con el que él, que fue en su primera vida este periodista modelo, este profesional ejemplar, este "patrón", se inventó una segunda vida de intelectual a tiempo completo, autor de libros serios acerca de la laicidad y la nación; y, luego, en paralelo, una obra autobiográfica donde lo íntimo pelea con lo público, la confidencia con la Historia, y donde se entrelazan su infancia en Blida y la herida en Bizerta, la fundación de Caliban y la pasión por Michèle, los recuerdos de la 2ª División Blindada y la correspondencia con Octavio Paz.
Recuerdo, cuando salió Archipiélago Gulag, una discusión, una de verdad, sobre los comunistas y la guerra que declararon a Solzhenitsyn: ¿no era inevitable que, puesto que vivía esa idea (una ilusión, a mi parecer), la izquierda fuera un hogar donde pudiera conservar las dos alas?
Recuerdo un debate sobre el judaísmo que surgió, hace tres años, en este "Obs" que será, hasta el final, su periódico: un honor para mí; un regalo inestimable que me hizo; pero creo que una parte de él se apoderó de las circunstancias para aclararse con esta parte atormentada de sí mismo y, al sentir acercarse el futuro, liberarse de su obra La prison juive.
Lo recuerdo en el funeral de nuestra amiga Florence Malraux. Fue una de sus últimas apariciones. Estaba muy pálido. Muy frágil. Llevaba una manta sobre los hombros. Sus pasos eran inseguros. Pero estaba ahí. Extraordinariamente concentrado. Por nada del mundo se habría perdido este encuentro entre la muerte y la vida.
Y luego, recuerdo nuestro último encuentro, esa tarde de invierno hace unas semanas, en su casa: se endereza en su sillón y recobra su postura de luchador, conserva las ideas lúcidas, tiene proyectos editoriales, habla de la compañía de los árboles y del desierto, en Marruecos, que le gustaría volver a ver; bromea, hace reproches, vuelve a antiguos malentendidos que simula solucionar; pregunta, como cada vez, por ese gemelo que no conoce más que por el retrato que yo le he hecho de él, pero cuya existencia ha creado entre nosotros, tras medio siglo, un vínculo muy especial; se acuerda de su hermano mayor, Sydney, que vivió más de cien años; murmura que lo peor de la muerte será no poder estar ahí para cuidar de Michèle. Pero observo que el telón ha caído. De repente, parece flotar en su memoria viva. ¿Este ser inmortal está entendiendo que al final, contra todo pronóstico, acabará marchándose?