¿Cómo es posible que, en la misma semana, los servicios de inteligencia norteamericanos hayan podido alarmarse por el activismo constante de los servicios rusos a favor de Donald Trump y alertar a Bernie Sanders de que es el candidato preferido de Putin? ¡“The destabilisation, stupid”, como habría dicho Bill Clinton!
Los dos son formas, perfectamente simétricas, de debilitar la patria de George Washington. Y los dos nombres que, tanto republicanos como demócratas, estarán más adaptados a la política de lo peor, ansiada y llevada a cabo por el Kremlin. La derecha más tonta, la más vulgar y la más mugrienta del mundo: un sueño para el antiguo agente del FSB, que nunca perdonó a Reagan la catástrofe que fue, en su opinión, la caída de la URSS.
La izquierda más boba, la más obtusa y la más prehistórica que pueda concebir un norteamericano; qué alegría para un enemigo que disimula mal su impaciencia por ver la insolente salud económica de Estados Unidos marcando finalmente el paso. Bernie Sanders o Donald Trump, es la elección del rey (Putin). El angry white man sospechoso de haber prendido fuego a Wall Street contra el político racista y sin escrúpulos que, ya, ha puesto al país al borde de la guerra civil: en cualquier caso, gana el estratega inmóvil del Kremlin.
Y sin mencionar esta obsesión que tienen los dos hombres por poner fin a las guerras donde estaría “atrapado” Estados Unidos. ¿Bloquear a los talibanes en Afganistán? ¿A los separatistas prorrusos del Donetsk? ¿Sacar del apuro en el que están actualmente los 900.000 civiles de Idlib? ¿Temer un Srebrenica? ¿O un Juicio Final? ¿Es ese, para nuestras generaciones, el equivalente a la mancha de sangre de la mano de lady Macbeth? No es mi problema, eso decía el lema de America First. "No es asunto mío", murmura, como un eco, el antimperialista elitista que ve en la fraternidad humana una trampa tendida a las fuerzas del progreso. Todo eso, sí, beneficia al Kremlin.
Y, hablando de esto, ¿acaso Putin no ha ganado ya, en cualquier caso, estas elecciones? Hace unas semanas nos imaginábamos que, frente a Trump, estaba el excelente Joe Biden, antiguo vicepresidente de Obama y la encarnación de la justa distancia entre los dos liberalismos, el político y el económico, que es el orgullo de los demócratas. Y hace unos días todavía decíamos: "Esperen a que aparezca en el debate el antiguo alcalde de Nueva York, gran administrador ante el inmortal, Michael Bloomberg ―esperen a que, un millonario como él, pero humanista, filántropo, distinguido, muestre a Trump cómo es un emprendedor de verdad, aquel que debe su enorme fortuna no a los rusos, sino al American dream”.
Por desgracia, el debate tuvo lugar. Y los vimos, a los dos, descomponerse en las pantallas y ante nuestros ojos. El primero, Joe Biden, envejecido y desaforadamente maquillado, cansado, simulando entusiasmo, hablando con frases hechas, y con el aspecto, a veces, de su propio fantasma deambulando por una época que ya no parecía la suya y, otras veces, el de antiguas estrellas que aguardan, en la mirada del otro, la señal de que todavía se les reconoce. El segundo, Michael Bloomberg, al principio parecía más seguro de sí mismo, con un toque de esa arrogancia de los mejores alumnos de la clase; pero cuando Elizabeth Warren, y luego los demás, lo acorralaron para preguntarle su opinión sobre las mujeres, los afroamericanos, e incluso respecto a los republicanos de los que se sospechaba que compartía su credo en secreto, adoptó el aspecto de estos niños demasiado consentidos, criados en una burbuja ajena a la sociedad y que, cuando llega el momento de escolarizarlos y dejarlos en el patio del colegio, los compañeros les dan palizas y, al igual que se descomponen las momias al aire libre, ven despedazarse toda su antigua seguridad.
Y, frente a ellos, Bernie, el duro, tranquilo con sus pasiones tristes, obcecado, malvado, un bloque de resentimiento y de ira por aquello que acabará por quebrar el partido pero que es por lo que el público, de momento, aplaude ruidosamente cuando él grita su desconfianza por los ricos y por el dinero. ¿Estados Unidos, país de pragmatismo, y donde se desconfía, como decía Tocqueville, de las ideologías? Se acabó.
Y al mismo tiempo... lucho por mis intereses. ¿Pero qué puedo hacer yo si el espíritu del mundo y su director invisible han querido este efecto de contraste? Al mismo tiempo, sí, casi el mismo día, tenía lugar en Yale (bajo el amparo de Justice for Kurds, o JFK, que fundamos con otro filántropo, Tom Kaplan, que resulta ser, dicho sea de paso, tan amante de Francia como lo soy yo de Estados Unidos) un simposio sobre la cuestión kurda. Estaba allí un general legendario: David Petraeus.
Y otro, británico y no menos prestigioso, como es sir Graeme Lamb. Y el embajador Crocker, que, a base de encadenar puestos de alto riesgo (Líbano, Kuwait, Siria, Pakistán, Irak, Afganistán), fue denominado “el Lawrence de Arabia norteamericano”. También el embajador Robert Ford, que confirmó a la gran reportera de guerra Janine di Giovanni que el desastre de Idlib era la peor catástrofe de Siria desde el 2011.
Y Brett McGurk, valiente diplomático que sirvió con Bush, Obama e incluso con Trump, pero que decidió dimitir tras el anuncio de la retirada de las tropas norteamericanas de Siria. O incluso los estudiantes del Jackson Institute for Global Affairs que vinieron a escuchar a Emma Sky, quien fuera la consejera de los generales británicos más valientes, o mi viejo amigo Staffan de Mistura, quintaesencia de que las Naciones Unidas también pueden crear nobleza y a quien conocí en Kurdistán hace treinta años.
Pues bien, durante esta jornada en la que vimos a expertos capaces de indignarse por las últimas noticias de Idlib al mismo tiempo que se dirigían a la proyección de la película de Caroline Fourest, Sisters in Arms, no pude evitar pensar que lo mejor de Norteamérica estaba ahí: su parte bendita, su resto bíblico ―el legado de esos pasajeros del Mayflower que, al leer a Virgilio, se veían como los nuevos Eneas de una vieja Europa arrasada por las llamas de las guerras religiosas, del mismo modo que lo fue la primera Troya por el fuego de los aqueos. Pero eso ya queda lejos.