“Solo circulan los intendentes, los sindicalistas, los soldados de la guardia”. O: “Cada uno se aferra a su casa, se mueve lo menos posible, viaja poco”. O: “Un espacio cerrado, delimitado, vigilado en todos sus lados, donde los individuos están insertados en un lugar fijo y donde se controla hasta el menor de los movimientos”. O: una sociedad “donde cada individuo está constantemente observado, examinado y distribuido entre los vivos, los enfermos y los muertos”. O incluso: “tras los dispositivos disciplinarios se esconde la fobia a los contagios”.
Estas líneas, que describen una sociedad en creciente “confinamiento” y donde la “cuarentena” se convierte en un modo de gobierno, son de 1975. Las escribió Michel Foucault. Pero, ¡cuidado! No aparecen en El nacimiento de la clínica, sino en Vigilar y castigar. Quien quiera entender que entienda.
La desaparición de Jean Daniel. Ya narré mi dolor, mi deuda con él y mis recuerdos en el que era su periódico y donde algunos pensamos que devolverle su buen nombre de Le Nouvel Observateur sería, a la hora de rendirle homenaje, lo mejor que podríamos hacer. Soñé con él, en la noche de Los Inválidos, con una corona en la cabeza, adornos en el pecho, con las ganas de vivir restablecidas y la voz de sus últimos días perfectamente comprensible de nuevo. Murmuraba a sus vecinos congelados que él, no, “no tenía frío” y, a un antiguo compañero que se acercaba a él, que estaba “por fin en tierra firme” y “con pleno conocimiento”, de repente, sobre el joven que había sido. ¿Tiene sentido?
Salida, casi 50 años después, de mi querido Bangladesh. Y conmemoración conjunta de su cincuentenario y del centenario del nacimiento de Mujibur Rahman, el padre de esta nación y el cabeza de esta cordada de oro de grandes musulmanes ilustrados (como Masud, Izetbegovic y otros) que yo habría, a partir de su llegada, pasado mi vida defendiendo y, quizá, sirviendo.
La prensa bangladesí anuncia “el regreso del veterano”. Y yo vuelvo a ver, si cierro los ojos un instante, a los combatientes Mukti Bahini como estrellas sosegadas; al fantasma de Mohammad Toha en los pantanos de Chittagong; también, aunque menos nítido, al de Akim Mukherjee de quien Mofidul Hoque, director del Bangladesh Liberation War Museum, me escribió que se había vuelto a encontrar el rastro; y a mi propia juventud como un círculo renovado en los serpenteos de un delta del Ganges del color de los posos de café.
Entregar decenas de miles de enmiendas que paralizan la Asamblea Nacional con el único objetivo de poder gritar por la ofensa a sus derechos... Llevar a un gobierno a utilizar el Artículo 49.3 para, inmediatamente después, denunciar un abuso de autoridad… La estratagema es tal que, si el reto no fuera tan grande, se prestaría a sonreír.
De momento, el debate continúa (con los sindicatos). El trabajo parlamentario sigue adelante (en el Senado después, y dentro de poco de nuevo en la Asamblea). La opinión pública sopesa los pros y los contras (mientras se suceden incesantes y necesarios debates televisados). Y, a pesar de aquellos que juegan a la política de lo peor y con la estrategia de las tinieblas, de que no disguste a los bobos que prefieren no tener ninguna reforma a conseguir una reforma debatida democráticamente, pese a los irresponsables cuyo sueño es obligar al régimen a restaurar lo anterior antes que asegurar el futuro de sus hijos, el proceso democrático continúa según las normas constitucionales.
¿Las entrevistas de Valérie Pécresse con Marion Van Renterghem (en Et c’est cela qui changea tout, Y eso fue lo que cambió todo en español, publicado en la editorial Laffont) tuvieron la buena suerte que merecían? No está claro. Se trata de un libro interesante. Y, sobre todo, en la categoría de “derecha liberal”, la autora bien podría surgir, un día de estos, como la persona mejor situada.
Se puede, por supuesto, al igual que los habitantes de Nínive, pensar que ya no ha lugar a “distinguir la derecha de la izquierda”. Pero, en el caso contrario, en la libertad de movimiento de esta mujer, en lo novelesco de su itinerario, en la forma en la que se ha empeñado en sacar de su cabeza a los malos tutores, en la audacia serena, finalmente, con la que asume el honor que puede haber en portar los valores de una familia que no siempre se ha desmerecido, hay algo que obliga al respeto.
Excepto en lo que, obviamente, el espíritu de los tiempos deje a la política de lo peor. Y excepto en lo que aportan aquellos a los que la complicación de sus laberintos interiores (y, dentro de estos laberintos, en esa rayuela infernal a la que juegan) lleva directos a la casilla de Le Pen.
¿Acaso en los premios César no había, para denunciar los abusos sexuales, otros nombres que poner en ridículo aparte del trío Weinstein-Epstein-DSK? ¿Hacía falta añadir a este otro actor acusado de conducta inapropiada por una masajista y que lo reconoció, aunque no fue nombrado, que es Patrick Bruel? ¿Y qué decir del innombrado por excelencia, del sin nombre ―qué decir de aquel a quien un actor, Jean-Pierre Darroussin, eligió devolver el nombre estrictamente impronunciable, me refiero a Roman Polanski? Se ha aprovechado su ausencia para burlarse del autor de El oficial y el espía, humillarlo, exagerar la aversión que se supone que debe inspirar y que, por desgracia, muestra a la perfección quiénes eran los miserables esa noche.
Y durante todo este tiempo, Idlib. Sí, durante los César y mientras los noticiarios televisados giran en círculos alrededor del coronavirus, se bombardean los hospitales de Idlib; atacan a las mujeres y niños de Idlib; cientos de miles de civiles están, en Idlib, atrapados en un Srebrenica multiplicado por mil. No hay ninguna Florence Foresti que se rebele. Ningún chaleco amarillo, preparado para detectar la dictadura, que se indigne. Los insumisos, que ven en el Artículo 49.3 y en la propia reforma de las pensiones de jubilación un golpe de Estado que no revela su nombre, de repente están callados. Y no se oye a ningún “artista ruso” decirle a Putin que se comporta como un carnicero. Sí, es una época miserable.