Bueno, epidemia.
Menos mortal, de momento, que una gripe estacional.
Pero potencialmente devastadora, pues no se conoce su método de propagación.
Y ningún científico, comentarista o gobernante es capaz de decirnos, ahora mismo, hacia qué lado vamos a inclinarnos.
Pero, por el contrario, hay algo que todo el mundo sabe.
Y es que este asunto ratifica, confirma y, en el fondo, se ajusta a algunas de las fobias más lúgubres de la época.
Y los manuales de precauciones que se difunden, también, de una punta a otra del planeta se asemejan a espejos donde se ven nuestros peores miedos y, a menudo, nuestra cobardía.
Tememos a China y a los chinos: ¡qué alegría poder transformar las rutas imperiales de la seda en corredores de contaminación y en zonas no-go de turismo! ¡Qué alivio es verlos encerrarse dentro de una barrera contra el Pacífico de forma mucho más eficaz que las baladronadas del señor Trump!
Ningún científico, comentarista o gobernante es capaz de decirnos, ahora mismo, hacia qué lado vamos a inclinarnos.
Renegamos de la globalización: he aquí que la vuelta al redil de nuestras industrias, fábricas y capitales, de los que el presidente norteamericano fue bufonesco heraldo, se está convirtiendo en tendencia y surge como el remedio, la vacuna y expiación de una enfermedad globalizada y sin fronteras.
Sucede desde los aviones. La huella de carbono se convertía en la balanza de las almas y el número de nuestras millas desvelaba la cantidad de crímenes cometidos por cada uno contra el planeta. Pues bien, ¡es la victoria de los malos profetas de esta ecología punitiva e inmóvil! ¡El triunfo de un straussismo para negados que simula odiar realmente los viajes y los exploradores en los tristes trópicos moralizados!
Europa es un colador, eso decía Marine Le Pen. Cerremos nuestras puertas a los condenados del vasto mundo y, de ahora en adelante, a los inmigrantes de Turquía, eso voceaban los demagogos y los populistas. Bueno, petición concedida. Vivan los racistas, los xenófobos y los soberanistas, que se alegran de que el coronavirus legitime sus sospechas por todo lo que transita, se expatría, se traslada y circula.
Viva Matteo Salvini, que ya no necesita hacer campaña para ver cómo el norte de Italia se encierra a sí mismo como ya sucedió en Fort Álamo. Adelante los neofascistas griegos que juegan a ser guardacostas y a levantar, a base de golpes con varas de hierro, los puentes levadizos del continente. ¿Y que es, en el fondo, el brexit sino una enorme cuarentena política y comercial a escala de un país entero?
Estábamos ebrios y enfermos de nuestro deseo de parecer jóvenes. ¡Ensañamiento contra las “personas mayores”! Bienvenidos a una sociedad donde, mientras que Eneas llevaba a su padre Anquises a la espalda, nosotros no tardaremos, si continúa esta locura, en encerrar en sus residencias a los ancianos demasiado frágiles como para soportar el cariño de una mirada o de una visita.
Y esta búsqueda obsesiva del “paciente cero”, aquel por el que llegó este mal: ¿un turista que volvía de Afganistán? ¿Un miembro imprudente de una ONG? ¿Un hombre de negocios irresponsable que pasó por Milán? La verdad es que este frenesí no se aleja, en espíritu, de nuestro gusto reavivado por la caza del hombre y el efecto manada; un poco más y nuestros medios, arrojados a esta caza virtuosa e higienista, parecerán zoológicos de chivos expiatorios.
¿Y las llamadas a la reclusión? ¿Y esas ciudades enteras en cuarentena? ¿Vamos hacia un mundo donde estar solo en casa, quizá tras un ordenador, bastará para lograr la felicidad de cada uno? ¿El comercio de almas y cuerpos, acudir a bancos y colegios, la vida urbana, el espíritu mismo de la ciudad serán pronto vestigios del pasado? ¿Es este el golpe de gracia, por cierto, del cine en la era de Netflix, de los festivales en la época de YouTube y de las elecciones municipales cuando basta con votar en Twitter?
¿Vamos hacia un mundo donde estar solo en casa, quizá tras un ordenador, bastará para lograr la felicidad de cada uno?
Y luego está esta costumbre, que se ha impuesto tan rápidamente, de no estrechar la mano: se trata de un gesto de igualdad y civismo que se ha visto proscrito; es un signo de solidaridad republicana promovido por la Revolución Francesa y el espíritu de 1789 que se ha marginado y demonizado; y es en este momento cuando la violencia y el nihilismo hacen que apedreemos la permanencia de los electos, que agredamos a los representantes de la nación y que la guerra del todos contra todos busque cualquier motivo para prosperar.
Camus empleó la peste de Orán para crear su metafísica de la fraternidad.
Malaparte usó un Nápoles arrasado por el cólera para expresar su horror ante la miseria y la carroña de la guerra.
Y el mismo Giono supo hacer de su Luberon de 1832, intoxicado, febril, diarreico, el paisaje suntuoso de un amor imposible.
Lo menos que podemos decir es que estamos lejos de todo eso. Como si el coronavirus fuera un hogar infeccioso donde fermentan también las pasiones tristes y las mitologías dañinas de la época.
Y como si esta nueva epidemia (que quizá no sea más mortal que otras, pero que se esfuerza por serlo, con nuestra insistencia casi maniática por recitar el ritmo de contagios y por aguardar el paso de su “estadio 2” a su “estadio 3”, para darle la importancia de la peste de Atenas o de Venecia), fuera una prueba de una humanidad melancólica, suicida, embrujada por el impulso de la muerte y que habría encontrado, en este virus, la razón definitiva para la desesperación.
Sobre este planeta globalizado, pero acechado por su caída, flota el aire de la Tebas de Edipo donde las autocracias victoriosas congeniarían con democracias agotadas, relativistas y paranoicas para hundirse en otra contaminación: la que convierte a cada uno en el húsar apostado en el tejado de su odio hacia sí mismo y hacia los demás.