Él también ha muerto por el coronavirus.
Pero, como la Historia está en huelga, el acontecimiento ha pasado sin pena ni gloria (o con poca notoriedad).
Y sin embargo…
Lo veo ante mis ojos, en el Palacio del Elíseo, con Alí Zeidan y otro rebelde libio, frente al presidente Sarkozy. Le cuenta la historia de los tanques que atacan Bengasi. Los ríos de sangre que ya han empezado a correr por sus calles. Y de los Gadafi —padre e hijo—, a quienes conoce bien (¿no fue uno de los que, cuatro años antes, confió en ellos por una aparente, y efímera, “liberalización”?), que no retrocederán ante una matanza. Fue él quien, aquel día, el 11 de marzo de 2011, encontró las palabras que consiguieron llegarle al corazón al presidente francés. Es a él a quien el presidente le dijo: “Francia los considera, de ahora en adelante, los representantes legítimos del pueblo libio”. Recuerdo su expresión casi incrédula cuando el presidente añadió que el derecho internacional, en un caso como aquel, imponía la “responsabilidad de proteger” y que no hay duda de que Francia, con él como presidente, la asumiría.
Recuerdo, ocho días después, su segunda visita a París, para una reunión con Hillary Clinton que yo mismo organicé en el Hotel Westin. En mi libro La Guerre sans l'aimer conté cómo salió Jibril de aquel encuentro, enfadado, con las cejas enarcadas, gritando por los pasillos que necesitaba salir por una puerta trasera porque pensaba que no había logrado convencer a la secretaria Estado y no quería cruzarse con la prensa. Pero Hillary Clinton también dio su versión de los hechos en sus propias memorias, decía que formábamos una “curiosa pareja”, que mi ensombrecido amigo la dejó estremecida y que, mientras buscábamos la salida, llamó a Barack Obama para resumirle la reunión: “Como madre, como americana, pero también como jefa de la diplomacia de la mayor democracia del mundo, he de decir que este hombre me ha convencido. Debemos hacer todo lo posible, junto con los franceses y los británicos, para detener la masacre que me ha dicho que tendrá lugar”. Pequeños malentendidos y grandes consecuencias... La Historia la forjan las personas, incluso cuando no se dan cuenta…
Recuerdo aquella conversación telefónica que mantuvimos más adelante, el 25 de marzo, que no fue menos surrealista. Me dice que quiere agradecer su labor a Francia, cuyos aviones destruyeron los primeros tanques que entraron en la indefensa Bengasi. Sugiero que la declaración que estamos elaborando destaque la gran novedad de esta coalición creada por Francia, en la que árabes, europeos y estadounidenses se han unido para acabar con una dictadura. Viene que ni pintada aquella frase de Churchill en reconocimiento a los aviadores, tan manida después de que tanta gente la haya usado, pero que nunca me ha parecido tan acertada como para aquel momento: “Nunca tantas personas le han debido tanto a tan pocas”. El texto final, un poco pomposo, se titulará: “La Libia libre reconoce el papel preeminente de Francia”. Se lo envié por fax a Nicolas Sarkozy. Luego a Étienne Mougeotte, que lo publicó en Le Figaro al día siguiente. Es el primer documento oficial que sale de la sede del Consejo Nacional de Transición. Emoción.
Recuerdo otra llamada. Estamos a 12 de agosto, aún en 2011. Estoy celebrando, en un pueblecito de la Provenza, el cumpleaños de mi amigo Jean Nouvel. Me suena el teléfono. Otra vez él, Jibril, me ruega que informe a quien corresponda de que el momento del levantamiento final en Trípoli está cerca, me asegura. Pero a los gadafistas todavía les quedan unas veinte posiciones ofensivas, añade, desde las que están en posición de lanzar un “viva la muerte” que solo pueden neutralizar los aviones emiratíes y franceses. Esa noche lo noto preocupado. Pero no tanto, extrañamente, por la fuerza del ataque del enemigo como sí de los movimientos que siente, entre su propia gente, de fuerzas oscuras que ya no está tan seguro de controlar. ¿Islamismo radical? ¿Sharía? ¿La mano que cree ver tras el asesinato del general de su Ejército, Abdul Fatah Younes, y que no es necesariamente la de Gadafi? Esa ha sido su mayor preocupación desde el primer día. La mía también.
Y luego, el 25 de octubre de ese mismo año, nuestro último encuentro en persona. El día de la victoria. Hace un calor tórrido. Estoy, con Gilles Hertzog, a los pies de una rampa por la que se sube a Urgencias del hospital de Trípoli. Llegan los cinco helicópteros, los últimos de esta guerra, un rugido de rotores; traen a Sarkozy y a Cameron. Al aterrizar levantan una nube de polvo y arena sucia. Jibril, como todos los demás, agacha la cabeza. Pero es la última vez que lo hará. Atisbo en sus ojos que nunca volverá a agachar la cabeza. Estampida. Una multitud que se funde. Barullo, ruidos, adiós al protocolo. Vi a Jibril sonreír. Vi a Jibril feliz. El tiempo que duró aquella sonrisa, lo que dura aquel suspiro que es ese primer día de libertad, vi a Jibril el Terrible metamorfoseado en un alegre camarada, empujando, siendo empujado, recolocándose las gafas, que a punto están de caérsele, bromeando, olvidándose de sus airadas expresiones de tecnócrata y, por un instante, haciendo como si ya no viera los nubarrones que se cernían sobre él.
Y luego, el 25 de octubre de ese mismo año, nuestro último encuentro en persona. El día de la victoria.
En estos tiempos de cólera planetaria, no sé quién tendrá cuerpo para interesarse por ese fallecido que tan lejos nos queda, testigo de una primavera aún más lejana y cuyo nombre no le dice nada a nadie.
Pero sé que, hasta su último aliento, ha sido fiel al juramento que hicieron, de Tubruk a Misurata y Kufra, los defensores de una Libia libre, democrática y en paz.
Cuando volvamos al mundo de antes, al verdadero, a ese donde mi pobre Libia seguirá siendo uno de sus epicentros, cuando se dispersen los perniciosos vientos de la desunión, de los ajustes de cuentas entre facciones, del retroceso, cuando por fin se haga honor —¡porque no me cabe duda de que acabaremos por hacerle honor!— a ese juramento que pronto cumplirá diez años, me entristece la idea de que Mahmud Jibril no estará presente para saborear su triunfo con sus amigos.