Informaciones que han caído en el olvido por la locura del coronavirus: una revuelta de trabajadores precarios en el barrio pobre de Tláhuac, una de las zonas “secas” de México, donde no hay agua para lavarse las manos.
Dos muertos y varias decenas de heridos en el barrio de chabolas de Kibera (Nairobi) durante un reparto de harina y aceite para cocinar que genera un tumulto y obliga a la policía a intervenir.
Los habitantes de una zona de Ciudad del Cabo (Sudáfrica) bloquean las calles y gritan que han entendido perfectamente la orden de “meterse en casa”, pero no tienen casa en la que meterse ni nada que llevarse a la boca.
Un millón de personas, quizá en previsión, se marchan de ciudades indias del inmenso estado de Uttar Pradesh, pero también de Pendjab, de Haryana, de Maharashtra o de Gujerat por falta de alimentos; así, en largas hileras, lentamente, se van de sus ciudades natales, perseguidos por las bandadas de aves carroñeras.
En Venezuela, que el día que escribo esto ha dado parte de diez decesos por coronavirus y donde ya no hay lugar para curarse, ya que los hospitales han sido objeto de saqueo y de pillaje, y no les queda material médico, ahora sufre los saqueos en grandes superficies y pequeños comercios en los estados de Bolívar y Portuguesa.
Se informa de hambrunas terribles en Tailandia, en el Congo, en Kinshasa y en Zimbabue, antaño granero de África. Se habla de revueltas por el hambre en Ecuador; en el campo de Kabasa en Somalia; en la zona periférica sur de Beirut, en el barrio de Hay el Sellom, donde azotan los levantamientos: “No nos confinéis, alimentadnos”.
Y, en Francia incluso, los prefectos, sobre todo los de Seine-Saint-Denis, en una correspondencia que ha publicado Le Canard enchaîné, dicen que esperan penurias que afectarán a decenas de miles de personas y que pueden provocar disturbios.
Basta pasar un sábado por la tarde, poco después de las siete, por la plaza de la République de París, para ver los repartos de comida caliente de los voluntarios de las organizaciones benéficas: nunca se había visto a tanta gente.
Basta, también a esas horas, con acercarse a los barrios del norte de París, a Porte d’Aubervilliers, donde cientos de personas sin papeles, veteranos de la “colina del crack” desmantelada el pasado febrero, se han instalado en un jardín pelado frente a la zona industrial de Cap 18: afganos, somalíes, unos cuantos libios, un bangladesí, algunos sudaneses… Parecen perdidos, desconcertados, tirados sobre trozos de colchón, sin moverse, como si estuvieran durmiendo; personas hambrientas que ya ni encuentran restos en las papeleras de las calles de los alrededores y a las que ya no les llega la cobertura de las ONG, desbordadas de trabajo.
¿Por qué estoy hablando de todo esto?
Porque, a lo largo de mi vida, he cubierto suficientes situaciones de emergencia para saber que, si la humanidad tuviera una escala para sus desgracias, el hambre no estaría lejos de la cima; con sus cuerpos vivos pero deshidratados, sus criaturas muertas o envejecidas prematuramente, los ojos enfermos, el dolor de cabeza, las úlceras que salen enseguida, los accesos de rabia, Coupeau gritándole a Gervaise en La taberna, de Zola: “Si tienes hambre, te comes un puño y el otro te lo guardas para mañana”, y luego el desapego final, las últimas apneas, la muerte súbita…
Personas hambrientas que ya ni encuentran restos en las papeleras las calles de los alrededores y a las que ya no les llega la cobertura de las ONG
Porque desde aquel 1979, cuando con Françoise Giroud, Alfred Kastler, Jacques Attali, los radicales italianos Emma Bonino y Marco Pannella, Marek Halter o el doctor Robert Sebbag fundamos Acción contra el Hambre, nuestra pequeña organización se ha vuelto grande; ahora tiene recursos y medios de acción considerables, pero ni ella ni otra han impedido que esta plaga siga matando, incluso hoy en día, a 25.000 personas al día.
Y como el coronavirus, al poner freno a la economía, al darle al botón de pausa a una globalización acusada de todos los males y de la que pronto se nos olvida que ha sacado de la más honda miseria a un tercio de la humanidad en los últimos treinta años; al congelar los flujos de intercambio que, para los más hambrientos, eran sus últimos salvavidas, necesariamente hará que esta cifra aumente.
Pronto hablaré, con más profundidad, de cómo analizo el estupor y el miedo que, con el coronavirus, se han cernido sobre el mundo.
Pero por qué no empezar a darnos cuenta de que, frente a estos telegramas que parecen venidos de otro mundo, todo lo abstracto, absurdo que es, dadas las circunstancia, el infame debate teórico que pone a los gobernantes en la tesitura de elegir entre “la vida” y la “economía”, es decir, en realidad, entre los muertos del COVID-19 u otros.
¿Cómo no quedarnos pasmados ante la desproporción de medios desplegados para acorralar, diagnosticar y, huelga decir, curar una infección tan nueva y trágica mientras hemos asistido a la indiferencia más absoluta ante las víctimas condenadas a la pandemia más antigua de la humanidad?
En ese sentido, otra primera plana (de la prensa estadounidense) de la que nos hemos escapado.
La del Washington Post del pasado 29 de abril.
Mientras que Estados Unidos despliega, como nosotros, ingentes esfuerzos para tapar todos esos cuerpos hambrientos que parece que nadie ve, se anuncia el lanzamiento de dos programas colosales de investigación dirigidos por la Universidad de Pensilvania y la London School of Hygiene and Tropical Medicine.
¿Su objetivo? Amaestrar a los perros labradores “de poderoso olfato” a detectar el olor del COVID-19 en humanos.
Aún no se nos ha dicho a qué (o a quién) podría parecerse ese olor.
Pero cuánto nos alegra saber que los ocho perros ya formados serán capaces de detectar, a velocidad de crucero, hasta 250 casos por hora.
Parece una locura demasiado grande para ser cierta. Y sin embargo… Volveré a hablar del tema.