Vayamos a los hechos.
La epidemia, como las de 1958 y 1969, ha salido de China.
China, al tardar en alertar a la OMS y sancionando a los “ciudadanos médicos y periodistas” que pretendían hacerlo, retrasó la toma de conciencia mundial y ha contribuido a ese pánico planetario del que no acabamos de salir.
Y ha sido este país, China, el que, al poner a Wuhan en cuarentena, ha reinventado esa forma arcaica de reacción que el mundo, como si fuera una sola alma, una sola voz, en todas sus lenguas ha llamado confinamiento.
Afirmar que China se ha desconfinado y se ha liberado de su propio modelo en el preciso instante en que el resto del mundo —y en particular el occidental— lo ha adoptado no es ceder ante el demonio de la sobreinterpretación.
Tampoco es ceder ante la paranoia apuntar que los “lobos guerreros” de su diplomacia nunca han estado tan activos en el mar de China, en el pulso con Taiwán o incluso en el mercado mundial como estas semanas en las que el resto del universo vive en apnea.
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Podemos extraer unas cuantas lecciones de estos hechos.
Tenemos una China a la ofensiva.
Una China que ya no es esa gran China inmóvil, reacia a la “imperialidad” y contenida, como durante siglos.
Una China militarizada que está a punto de romper con el legado de Zheng He, aquel almirante tan singular que, en el siglo XV, la dotó de la flota más grande jamás vista por el hombre, pero que ordenaba a sus capitanes, so pena de muerte, no pasar nunca de Mozambique.
Una China que, por resumir, se reconcilia no solo con el mercado, sino con la Historia.
Y, por doquier, en Asia, en África, pero también en Italia o en Grecia, surge la misma pregunta: si EEUU sigue retirándose y Europa no ceja en su empeño de cerrarse a cal y canto y aislarse, vamos, si Occidente, bajo el imperio del Covid-19, acaba por renunciar al mensaje universalista que ha articulado desde sus orígenes romanos, acaso no llegará el momento en el que diga: “Más vale el dinero chino que un Occidente autoconfinado que ya solo ve el mundo en términos de vías de contaminación y se horroriza ante todo lo que viaja, se expatria y circula… ¡Más vale la ruta de la seda que el imperio de cada cual a lo suyo! Vivir al estilo chino o morir…”.
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¿Ya se ha acabado la partida?
¿Será esta extraña crisis el último acto de un gran cambio en el que veremos, como en la época de Tucídides, a la antigua potencia imperial ceder el trono a la nueva?
No creo.
Primero, porque a seis meses de las elecciones presidenciales estadounidenses, Occidente no ha dicho su última palabra.
Pero también porque a esta China le falta, gracias a Dios, algo que toda potencia necesita para tener el control de verdad.
Los barcos de acero están bien.
Las aplicaciones, los tests, las mascarillas a gogó, todo estupendo.
Pero de nada sirven si no van respaldados de personas capaces de formular, ante todo el mundo, proposiciones no solo comerciales, financieras, económicas o sanitarias, sino también metafísicas.
Conozco un poco a China.
Le dediqué una gran parte —hace dos años— de mi investigación destinada a mi libro El imperio y los cinco reyes.
Observé allí ese deseo descontrolado con el que no para de construir, por ejemplo, museos de arte contemporáneo.
O la manera —muy ingeniosa, pero sin verdadero genio detrás— con la que sus eruditos canibalizan los títulos de la high-tech estadounidense para radicalizarlos.
O la relación que tienen con su propia cultura milenaria (cartón piedra, decorados cutres, recreaciones de lugares y de épocas célebres como si fueran objetos muertos, vacíos, sin sustancia, donde no hay posibilidad de conmoverse ni de sentir la energía que antaño emanaban; los miles de millones destinados a reconstruir, en el corazón del parque temático de “Chinawood”, el mítico Palacio de Verano, testimonio del último coletazo glorioso de la dinastía Qing…).
China es una potencia terrestre que, mañana, podría sembrar la muerte y la desolación
China es fuerte, sin duda.
Una potencia terrestre que, mañana, podría sembrar la muerte y la desolación.
Sin duda, es la reina de nuestras aplicaciones móviles y de los medios técnicos para formular “el nuevo contrato vital” con el que algunos sueñan remplazar al “contrato social de antaño”.
Pero no tiene la fuerza para legislar sobre el espíritu de los hombres, no.
Ese gran gesto del alma que permite, para esclavizarla o salvarla, apoderarse de todo el ser humano: en su inmensidad descongelada no hay nada que le sirva para ese propósito.
Sigue siendo una potencia zombi.
Es un reino, un imperio fantasma.
Llamo predicación a esa palabra que busca elevarse al nivel de lo universal.
Llamo universales a esas palabras capaces de ser escuchadas, no por una u otra nación, sino, como si fueran postulados de la razón política, por pueblos de lo más diferentes. Y llamo imperio, según los teóricos de su creación y decadencia, a un espacio metapolítico capaz de conmoverse, cuando sobrevenga, ante la predicación de ese universal.
Y China, hoy en día, ni sabe ni quiere formular la pregunta de lo universal.
Es incapaz de articular una predicación que, para bien o para mal, absorba todas las palabras humanas y las sume a una aventura común.
Esta es nuestra oportunidad.
Pero ¿hasta cuándo podremos aprovecharla?