La escena transcurre en el Donbás.
Una escena terrible de una guerra terrible que lleva seis años en marcha y que enfrenta, a las puertas de Europa, al Ejército ucraniano contra los separatistas prorrusos de la autoproclamada República de Donetsk y, a menudo, también contra los propios rusos.
Sé un par de cosas de esta guerra.
Este pasado invierno, para Match, recorrí los 450 kilómetros de la línea del frente.
Pero la escena de estos días, por la fuerza de su simbolismo, tal vez sea una de las más significativas.
Es 13 de julio y estamos en Zaitseve, entre Hórlivka y el punto de control de Mayorsk, al oeste de Lugansk, donde estuve en febrero.
Un soldado ucraniano, miembro de una unidad de reconocimiento encargada de investigar a los infiltrados rusos en territorio ucraniano, pisa una mina y muere.
Sus comandantes negocian con el bando ruso una tregua de cuatro horas que permitirá a una segunda unidad recuperar el cadáver; unas conversaciones que tienen lugar con la mediación de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (la OSCE), en principio, encargada de velar por el respeto del alto al fuego que se firmó en 2014 en los acuerdos de Minsk.
Pero, en cuanto los tres miembros de este segundo equipo, con su casco blanco y enarbolando el emblema de la Cruz Roja, llegan a unos metros del lugar donde se encuentra el cadáver, los prorrusos abren fuego; un sargento acaba herido y, cuando un médico de la unidad acude a socorrerlo, se desata un fuego infernal sobre ellos; les cae una tormenta de granadas y de tiros de ametralladoras pesadas; los prorrusos acaban con la vida del médico y el sargento acaba muriendo por las heridas.
En un sentido, no es más que un incidente.
Y estos muertos son muertos entre muchos muertos de esta absurda guerra que ya suma 13.000 víctimas y que, solamente en la última semana, ha sumado cuarenta más entre fallecidos y heridos.
Pero no deja de ser una violación de las leyes castrenses que, desde la Ilíada, protegen un poco a los hombres de su violencia supuestamente legítima.
Es la transgresión de un principio tan antiguo como la batalla de Solferino en la que nació la Cruz Roja; un principio que aspira a que nunca se apunte, en las líneas de combate, a las batas blancas y a la Cruz Roja.
Es la prueba de una indiferencia absoluta ante esa obra del espíritu que, incluso en tiempos de guerra, sigue siendo el derecho internacional. Es el espectáculo de una gran potencia, miembro permanente del Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas, que considera que el derecho internacional es una de esas “viejas enormidades muertas” de las que hablaba Arthur Rimbaud.
Lo más sorprendente es que, en la prensa europea y anglosajona a la que tengo acceso, no he encontrado ni la más mínima noticia de este acontecimiento
El momento en el que un tirano turco comete un crimen contra la concordia universal en la basílica de Santa Sofía de Estambul o un tirano ruso a perpetuidad muestra que sus sicarios disponen de la vida de los hombres como si fueran juguetes y que, en cuanto ven a un médico aparecer para salvar a un agonizante, son capaces de ordenar, sin despeinarse, desde Moscú o desde donde corresponda: “¡Matadlo!”.
Lo más sorprendente es que, en la prensa europea y anglosajona a la que tengo acceso, no he encontrado ni la más mínima noticia de este acontecimiento que es a la vez minúsculo y, desgraciadamente, todo un escaparate de señales.
En Europa no hacemos más que hablar de los médicos.
Solamente tenemos ojos y oídos, desde hace meses, para su heroísmo cotidiano.
En Francia seguimos a pies juntillas lo que dicen Delfraissy y Véran para saber cuántas capas quieren que les pongamos a las mascarillas.
Pero ahí tenemos a Putin a quien, a semejanza de sus clones, Trump y Bolsonaro, le importa un bledo la epidemia.
Ahí tenemos a ese enemigo declarado de Europa y de sus principios que, con el cinismo más absoluto y siguiendo aquella gran tradición, que en el fondo, se parece a la del Holodomor estalinista y su “exterminación por hambruna” entre 1932 y 1933, y deja que el virus cause estragos.
Comete, o deja que se cometa, un crimen de guerra que también es un crimen de Estado contra uno de esos médicos que no paramos de santificar.
Y esta abominación tiene lugar ante la indiferencia generalizada. Planteo aquí varias hipótesis.
El confinamiento, sin duda alguna, nos ha anestesiado. Sigue sin haber sitio, ni en nuestros medios de comunicación ni en nuestro corazón, para noticias tan determinantes como el avance ruso en Ucrania.
La hipocresía.
El hecho es que, por mucho que se finja, el imperativo de salvar vidas “cueste lo que cueste” no es tan categórico, por mucho que lo hayamos escuchado a lo largo del confinamiento, el desconfinamiento y de la mano de esa obsesión profiláctica e higienista.
El confinamiento nos ha anestesiado. Sigue sin haber sitio para noticias tan determinantes como el avance ruso en Ucrania
O, tal vez, habría que creer —y esta es por desgracia la hipótesis más plausible— que hemos entrado en una época extraña, una poshistoria definitiva donde ya no tenemos en cuenta la política, la historia y sus muertos, sino solamente las estadísticas, las curvas y los datos de una humanidad amalgamada a la que se trata de ciega, a granel.
Al mundo no le importan nada esos tres muertos que no pueden sumarse al recuento de víctimas del coronavirus.
Al replegarnos sobre nosotros mismos, al enterrarnos, aterrorizados, en nuestros terrarios, demostramos que solamente tenemos un miedo: el de las cifras y las estadísticas.
Las cifras de contagio.
Las estadísticas de la epidemia.
El recuento cotidiano de los casos de una región u otra.
Pero un hombre asesinado por la bala que sale del fusil de otro hombre; un hombre, médico además, apuntado y herido por un tiro criminal que, en principio, debería obligarnos a pensar en represalias dignas de la parte de la historia que está ahí en juego. Sin embargo decimos: “No gracias, ya no nos interesa”.
Humanidad 2.0, buenos días.
Bienvenidos al mundo de después.