Inmediatamente pensé en Daniel Pearl.
Él fue el primero, hace 18 años, de esta lúgubre serie de decapitados de Al Qaeda y luego del Daesh.
Pero también porque, en aquella época, reflexioné muchísimo sobre su suplicio y llevé a cabo, en Pakistán, un minucioso trabajo de reconstrucción de sus últimos instantes, por lo que tengo la sensación de saber, aunque sea un poco, lo singular que es ese tipo de crimen.
Los ojos febriles del verdugo…
Su mano, cogiendo con fuerza el mango del cuchillo…
La hoja, con su ruido de aire lastimado cuando se acerca al rostro…
Y luego el esfuerzo inhumano que requiere cortar, tajar, triturar, atravesar y, finalmente, separar la cabeza del resto del cuerpo…
Ese instante me persigue obsesivamente.
Aunque un asesinato siempre será un asesinato, no estoy seguro de si existe algo tan metódicamente bárbaro como degollar a alguien.
Ni que haya otra manera de matar que requiera un encarnizamiento tan feroz y consciente.
Ni que un hombre sin historial violento pueda, de repente, convertirse en un degollador. ¿El asesino de Samuel Paty, como el de Pearl, repitió la escena de su crimen?
¿Acaso habrá ensayado, como los argelinos del Grupo Islámico Armado (GIA) o, antes que ellos, como los más temibles asesinos serbios en Bosnia, con animales del matadero?
Solo lo sabremos cuando concluya la investigación.
Entonces se determinará la responsabilidad de aquel padre de un estudiante que fue quien lanzó la primera piedra.
O de aquel imán que puso sobre la cabeza de la víctima una suerte de fetua.
Pero también se verá, tras la investigación, quiénes han sido los maestros de la crueldad, que saben que uno no degüella igual que apuñala, que uno no se levanta de buena mañana y, de golpe y porrazo, decide decapitar a un hombre inocente.
También he pensado en otra cosa.
El objetivo, en este caso, fue el profesor, como persona.
Pagó con su vida su voluntad de llevar hasta sus últimas consecuencias su noble oficio de maestro.
Unos dicen que “él mismo lo provocó”.
O que “jugó con fuego”.
O que “ofendió” la fe de los jóvenes creyentes.
Y parece que, en su propio centro de enseñanza, se encontró con cobardes que consideraron que, usando caricaturas de Mahoma como material pedagógico les faltó al respeto a sus estudiantes.
Y un carajo.
Primero, porque ya está bien de esa retórica de la ofensa que se suma a la cultura de la excusa para restar culpabilidad a los crímenes. Segundo, porque el señor Paty, cuando se tomó la molestia de avisar a los niños de que las caricaturas podían ser impactantes fue, en todo caso, más escrupuloso que ofensivo.
Y, por último, sobre todo porque el asunto de las caricaturas fue un pretexto y la verdad es que hay, no solo en Conflans, sino en toda Francia, una secta de asesinos dispuesta a cualquier cosa para, con Charlie Hebdo o sin Charlie Hebdo, imposibilitar el acto mismo de enseñar.
La libertad de pensamiento…
Iniciación a la Ilustración…
Aprendizaje de los saberes y la memoria…
Decimos que el personal sanitario son héroes cotidianos.
Hoy también es menester decirlo de los profesores.
La lógica del terrorismo es, como sabemos desde Ravachol, una lógica de la “sugestión” y el “mimetismo”. Hay que ser conscientes de que muchos estarán en peligro cuando se retomen las clases después de Todos los Santos. A esos otros héroes que son, por ende, héroes trágicos, no solo hay que aplaudirlos, sino dar con la manera de protegerlos.
Luego queda la cuestión de lo que conviene hacer, más allá de lo más urgente, ante esta guerra interminable en la que vemos abrirse un nuevo frente.
Hay una falta moral de la que hay que cuidarse más que nada: ceder a la monstruosa lógica de la amalgama del “todos son iguales” que mete a todos los musulmanes en el mismo saco.
También hay otro pensamiento erróneo que hay que ahuyentar con la misma fuerza: para evitar ese mismo “todos son iguales”, la idea de que el islamismo del asesino de Samuel Paty no tiene “nada que ver” con el islam.
Hay dos maneras de escapar a esta doble trampa.
Desde la República, sancionar a culpables y cómplices; perseguir a los predicadores del odio; cerrar los lugares de culto donde se hagan llamamientos a cometer crímenes; disolver las asociaciones que, como el Colectivo contra la Islamofobia, siembran la discordia y avivan el fuego; hay que aplicar la ley, la ley y nada más que la ley, que caiga con todo su peso.
Pero también, como ciudadanos franceses, cuando uno se encuentra a sí mismo en el Corán, también hay que marcar distancias con los fundamentalistas y gentes como el colectivo Indígenas de la República; hay que decir alto y claro “mi islam no es su islam” y explicar por qué. Dicho de otro modo, hay que gritar un estruendoso “no en nuestro nombre”. Pero ¡no porque lo contrario haga que uno sea sospechoso! ¡Tampoco porque haya que ofrecer “garantías”! Sino porque estamos en la primera línea de un combate ideológico cuyo escenario es el islam.
¿Quién sino los musulmanes de Francia son los más adecuados para dirigirse a la cantidad de jóvenes que los sondeos dicen que no sienten ni el más mínimo asco cuando se ejecuta a un caricaturista?
¿Quién sino para recordarles a esos adolescentes obscurantistas que hay un islam hermoso, amigo del pensamiento libre y del derecho, un islam que ennoblece los corazones y que es el que ha prevalecido en muchos lugares?
¿Quién sino para asumir la tarea —¡decisiva, en tiempos de guerra!— de aislar al enemigo y dejarlo sin su retaguardia?
A mis hermanos por la línea de Abraham es a quienes incumbe esta tarea, lo queramos o no.
Y quienes emprendan esta tarea necesitan de la protección de la República merecen oír: “A los grandes hombres, a las mujeres admirables, todo el reconocimiento de la patria”.