El pasado domingo 8 de noviembre, tras el anuncio oficial de la victoria de Joe Biden, se compartieron muchas cosas.
Por una parte, cómo no, la alegría.
El pueblo de New York se echó a las calles, lleno de alborozo.
Filadelfia, la cuna de la democracia, en el filo del acontecimiento.
La República reparada.
La estatua de la Libertad restaurada.
La gran América, la verdadera, la de los padres fundadores que buscaban en el "nuevo mundo" una Europa reinventada y revitalizada, la América pionera y virgiliana; esa América cuyos primeros colonos se sintieron como nuevos Eneas huyendo de las diferentes Troyas europeas en llamas que al término de una nueva odisea, emprendían una refundación. Esta América acaba de volver.
¡Ay, cuánto se han burlado de Joe Biden!
Anda si no se lo han pasado de lo lindo fustigando sus gazapos, sus lapsus, su falta de carisma, su sumisión a Obama. ¿Acaso no decía Trump, con ese verbo tan extrañamente pueril que tiene, que aquel a quien llamaba "el zombi" era su adversario más deplorable?
¡Y qué me dicen de la manera de llevar a cabo el escrutinio! ¡Ese sistema que tiene fama de incomprensible! ¡Todas esas leyes electorales diferentes según el estado! ¡Los votos por correo que nos parecían indescifrables y absurdos!
Pues bien, ha quedado claro que Biden tenía razón.
La gran América, la verdadera, la de los padres fundadores que buscaban en el "nuevo mundo" una Europa reinventada y revitalizada, la América pionera y virgiliana. Esta América acaba de volver.
El escrúpulo, el respeto por la joven historia de cada uno de los estados federados, la paciencia en los recuentos y rerecuentos que han dignificado esta democracia; todo ha valido la pena. Esta partida, que se pensaba que sería "ajustada", esa batalla sobre la que se nos repetía que el ganador vencería “por los pelos” ha tenido un vencedor por todo lo alto, con un resultado muy por encima del mínimo de los 270 delegados requeridos; una coalición —que aglutinaba a personajes que iban desde la exmarxista Angela Davis al neoconservador Bill Kristol, la ultrademócrata Elizabeth Warren o la viuda de John McCain; de caciques republicanos desencantados por aquello en lo que se había convertido el Grand Old Party al proyecto New Georgia, fundado por Stacey Abrams, para animar a las personas afroamericanas de Atlanta a inscribirse para votar—, esa coalición ha conseguido cerrar uno de los paréntesis más trágicos y degradantes de la historia del país.
Toda una lección americana.
Un revés para los antiamericanos pavlovizados que pensaban que el país estaba perdido.
Alivio entre todas aquellas personas que veían a la democracia de George Washington, Thomas Jefferson y John Fitzgerald Kennedy enfrentarse a una amenaza propiamente existencial; para todas aquellas personas de países aliados de Estados Unidos que no se resignaban a que el mundo se convirtiera en chino, ruso u otomano.
El presidente más anciano de la historia de Estados Unidos y Kamala Harris, su joven compañera de carrera presidencial, que será la primera mujer (además de negra) en llegar a la vicepresidencia: una nueva oportunidad para el excepcionalismo estadounidense.
En esas estamos.
Sin embargo, en este retablo también hay sombras.
Esta mañana, es difícil no estremecerse de inquietud.
Hay una hermosa costumbre en la práctica democrática estadounidense que ya me sorprendió en su día cuando seguía la campaña de John Kerry y escribía mi libro American Vertigo: Un viaje por Estados Unidos tras los pasos de Tocqueville (Ariel). Al contrario de lo que sucede en Francia, quien proclama el resultado electoral no es el secretario de Interior. Además, no hay ningún texto ni documento que prevea explícitamente este anuncio. La costumbre, en realidad, siempre es la misma: cuando las agencias de prensa y diferentes medios de comunicación coinciden sobre el resultado, la llamada del vencido al vencedor reconoce la derrota de manera decente, noble y con deportividad. Sin embargo, ese gesto, a la vez prosaico y sagrado, parece que no ha tenido lugar. El presidente saliente parece decidido, redoblando sus esfuerzos, a privar a su país de ese instante de unidad y de juego limpio. Eso por una parte.
El presidente más anciano de la historia y Kamala Harris, que será la primera mujer (además de negra) en llegar a la vicepresidencia: una nueva oportunidad para el excepcionalismo estadounidense.
Por otra parte, y más grave, hay que decir que el expresidente Trump no se conformará con ser un mal perdedor. Ni con arrojar a sus partisanos a asaltar los tribunales que, en su mayoría, desestimarán sus recursos. Trump se encargará de destilar el peor veneno de todos: el del rumor. Papeletas amañadas… Recuentos falseados… Silenciamiento de los electores… Pirateo del proceso electoral por parte de la CIA… ¿Acaso no os habéis dado cuenta de que el "socialista" Biden ha escogido, como por azar, el aniversario de la revolución bolchevique para robarle la victoria?
Una vez más, poco importa que sus alegaciones no hayan prosperado, ni que las 37 000 papeletas que se ponen en duda, por ejemplo, en Pensilvania, no vayan a cambiar ni un ápice el resultado. El rumor crea la sospecha. La sospecha genera dudas. Y las dudas son un ácido que deshace los pilares de una sociedad. La virtud de la democracia americana, decía Tocqueville, es la confianza. Pues bien, es justo esa confianza lo que el descerebrado de la Casa Blanca intenta socavar. A su sucesor le hará falta mucha sangre fría para exorcizar el espectro de esa "ilegitimidad" originaria que se le pretende endilgar.
Por último, nadie puede predecir qué le sucederá a Donald Trump. ¿Lo abandonará su partido? ¿Fundará él otro? ¿Se valdrá del apoyo de la cantidad de seguidores que tiene en redes sociales para crear un medio de comunicación? ¿O lo hundirán las acusaciones de fraude o de acoso sexual que lo esperan en el momento en el que abandone el despacho oval?
El verdadero problema es que 70 millones de estadounidenses han votado por un hombre que piensa que los demócratas son pedófilos, que hay una vinculación directa entre vacuna y autismo, que todos los mexicanos son violadores o que una "estrella" tiene "derecho a todo", incluso a "agarrar" a las mujeres "por el chocho". ¡70 millones! ¡La mitad del electorado! El equivalente de una Le Pen que, frente a Macron, perdería casi por los pelos. Da vértigo, sí. Ahora mismo, sigue habiendo una bomba con el contador en marcha que, si no la desactiva un new deal político, puede que haga saltar por los aires el tejido social estadounidense. Joe Biden no tiene elección. Tiene que elevarse por encima de sí mismo y volver a conjurar el hechizo del sueño americano.