¿Tenía razón Emmanuel Macron en su discurso en Les Mureaux cuando defendió el derecho a la caricatura y a la crítica de las religiones? Sin lugar a duda.

¿Hizo bien, justo después, ante la oleada de desinformación lanzada en el mundo árabe musulmán por los predicadores del odio y los incendiarios de espíritus como Erdogan, acudiendo a Al Jazeera para recordar que no había “ni atacado el islam” ni “insultado a los musulmanes”? Evidentemente, sí. La cadena qatarí se las ingenió, en las siguientes horas, para multiplicar las tertulias en los platós intentando emborronar el mensaje. Es cierto que quizá no haya sido el mejor canal, pero, al no ceder ni un ápice ni recular ni un palmo en el frente de la laicidad, hizo bien en dirigirse a la opinión pública árabe para completar frases truncadas o, a veces, completamente inventadas. Estoy profundamente convencido de ello.

La verdad es que estaba defendiendo, y que nosotros defendemos con él, una cresta, la más estrecha que haya, sin duda la más peligrosa, pero no por ello más difícil de trazar: hace falta valentía, sangre fría, así como un mínimo de rigor y de precisión en el análisis sin el cual jamás se gana una batalla política de estas dimensiones.

Un grupo de pakistaníes quemando imágenes de Macron en Karachi, Pakistán.

Un grupo de pakistaníes quemando imágenes de Macron en Karachi, Pakistán. Efe

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Analicemos ahora el concepto de “guerra de civilizaciones”.

Hay que decirlo y volverlo a decir. Esta idea, que propuso hace 25 años un ensayista spengleriano [De Oswald Spengler, autor de La decadencia de Occidente (1918)] que describe una guerra metafísica que opone Occidente al islam es un concepto mal construido que no sirve para pensar ni las cartas que están en juego en este asunto ni —lo que casi es peor— las relaciones de poder que hay que establecer si queremos acabar de una vez por todas con la ola criminal que invade el mundo.

¿Qué “civilización” común hay, por ejemplo, entre las personalidades musulmanas que firmaron en Le Monde una declaración en la que se criticaba el boicot a los productos franceses y los bárbaros que, el mismo día, sembraron el terror en Viena?

¿Qué “guerra” hay entre una Francia que combate la voluntad “separatista” de los islamistas y los musulmanes kurdos, afganos antitalibanes o árabes que han elegido bando y que condenan los llamamientos al asesinato contra su presidente y luchan con nosotros, codo con codo, contra el enemigo común yihadista?

¿Cómo no entender que esta lectura de la historia en términos de “civilizaciones” concebidas ellas mismas como bloques estancos, sin puertas ni ventanas, como entidades monolíticas es un error filosófico gravísimo que impide reparar las grietas que, en cada uno de estos dos conjuntos, resquebrajan la fachada?

La guerra de civilizaciones, si es que acaso existe, es la que, en el seno mismo del islam, opone a los nostálgicos de Averroes, Avicena o Al-Kindi, pensadores árabes llenos de sabiduría y racionalidad griega, y los herederos separatistas, o de otras ramas, de los fundamentalistas que empezaron, en el siglo XII, a extinguir las luces de Bagdad.

Otra guerra, si acaso queremos conservar el nombre, es la que, fuera del islam, opone, con cada nuevo ataque terrorista, a aquellas personas cuyo primer reflejo es lanzar por los aires las reglas del derecho, las leyes de asilo y los valores fundadores de Europa, y quienes, fieles al heroísmo de la razón de los filósofos, reaccionan con firmeza, no ceden ni un palmo ante la cultura de la excusa y la ofensa, y tampoco ceden al espíritu de venganza ni al vértigo del estado de excepción.

El concepto "guerra de civilizaciones" es operador de confusión, de ceguera y de ignorancia que mezcla lo que se debe separar y que separa lo que en la realidad se mezcla.

La realidad más real, la que recubre el estereotipo neospengleriano, es un juego de acercamientos, alianzas felices y solidaridades bien acogidas que dislocan los dos bloques supuestamente heterogéneos y, que frente a un adversario sobre el que nunca habremos recalcado bastante que mata a escala mundial más musulmanes que no musulmanes se unen los republicanos de todos los rincones, los resistentes de cualquier horizonte, las almas libres de toda confesión.

Y luego están, a veces, otras afinidades, extrañas, vergonzosas, aparentemente contra natura, pero que no por ello dejan de hacer volar en pedazos las líneas del frente de la guerra de la “civilización”: aquí, “defensores de la laicidad” que querían reinstaurar, bajo la presión de los “decoloniales” el delito de blasfemia; ahí tenemos una extrema izquierda que liquida su herencia anticlerical para desfilar contra “la islamofobia” junto a los locos de Dios en versión islámica. Ahí tenemos también a los dos responsables de la Agrupación Nacional, los señores Loustau y Chatillon, que se encomiendan a la defensa de Occidente, pero a quienes vemos, en un vídeo que ha rescatado la web de La Horde, manifestándose al lado de Abdelhakim Sefrioui, el fundador del colectivo Cheikh Yassine, que será, unos años más tarde, el caldo de cultivo del hombre que acabó degollando a Samuel Paty.

El concepto, lo cojamos por donde lo cojamos, no funciona.

Es un operador de confusión, de ceguera y de ignorancia que mezcla lo que se debe separar y que separa lo que en la realidad se mezcla.

Cuando un concepto es tan pobre, cuando, obsesionado por lo Uno, se vuelve ciego ante lo Múltiple, cuando lo que nos deja ver es menos tangible que lo que oscurece, cuando, dicho de manera resumida, no nos sirve para orientar ni el pensamiento ni la acción, no ha lugar a rescatarlo, lo tiramos a la basura. 

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Un concepto que sí que es interesante es el de fascislamismo.

Vemos ahí islam —un momento, ahora lo desarrollo—. Pero también fascismo: esa es una noción fecunda para quienes deciden pensar los crímenes en serie que se perpetraron en la basílica de Nuestra Señora de la Asunción, en Niza, al mismo tiempo que en el campus universitario de Kabul o en las inmediaciones de una sinagoga en Viena.

Un par de notas sobre Historia.

El mundo árabe-musulmán alberga, desde hace tres cuartos de siglo, la ilusión de que un huracán fascista se habría abatido sobre el mundo, pero que, como el nubarrón de Chernóbil en Estrasburgo, en los años treinta del siglo XX, milagrosamente se había detenido a las puertas de sus fronteras.

Olvida o pretende olvidar que hay formaciones ideológico-políticas —como las del partido Baas iraquí y sirio o los Hermanos Musulmanes egipcios de Hassan Al-Banna— que fueron explícitamente concebidas, en su momento, como copias árabes a ese seísmo europeo y no tanto como organizaciones de combate contra los imperios coloniales.

Ahora bien, hay una ley que las democracias occidentales conocen a la perfección: ese tipo de amnesia siempre se acaba pagando, tarde o temprano, cuando regresa lo reprimido; es una de las explicaciones comúnmente admitidas de la emergencia, los años 70, en Italia y en Alemania, de las Brigadas Rojas y de la banda Baader-Meinhof. De esta manera, no es irracional formular la hipótesis de que las mismas causas producen los mismos efectos; el culto a la muerte y a la sangre, el desprecio de las mujeres y de la libertad, el odio a los judíos, a los cristianos y a los musulmanes laicos, en definitiva, que los rasgos que nos parecen propios del yihadismo contemporáneo encuentran una de sus fuentes originales en los fuegos mal apagados de aquellos tiempos sombríos…

Pero esto no es más que una hipótesis, naturalmente.

Una que deja abierta la cuestión de saber cuál fue, en aquellos tiempos pasados, la relación de fuerza real entre el islam pietista y el islam conquistador.

Pero al menos esta hipótesis tiene el mérito de no estigmatizar a los musulmanes en su conjunto, ya que los coloca en la línea histórico-mundial.

Plantea la ventaja de no “esencializar” el islam porque en su encuentro histórico —y, en parte, por definición, contingente— con la ideología más mortífera del siglo XX está una de las fuertes de lo que el escritor especialista en sufismo que falleció en 2014 Abdelwahab Meddeb tildaba de su “enfermedad”.

Pero este concepto sobre todo tiene por virtud mostrarnos un camino: el que han acabado por adoptar las mejores democracias de Europa cuando, con los hijos presionando a los padres y los historiadores intempestivos rompiendo el silencio culpable en el que cada uno se acomodaba, emprendieron, casi poniendo el cuerpo, la labor de memoria y de duelo.

Hay que librarse del sectarismo de los Hermanos Musulmanes a quienes, repito, los llevaron a las fuentes bautismales auténticos fascistas desfilando con camisa parda en 1928 en las calles de El Cairo

Hay que exorcizar el fantasma del Gran Muftí de Jerusalén, Muhammad Amin al-Husayni, que sigue inspirando a los dirigentes palestinos más radicales y sobre el que valdría la pena enseñar, en los libros de Historia, que fue un fanático hitleriano.

Hay que librarse del sectarismo de los Hermanos Musulmanes a quienes los llevaron a las fuentes bautismales auténticos fascistas desfilando con camisa parda en 1928 en las calles de El Cairo…

Cabe recordar que los grandes relatos —panturiano, neohitita—, con los que Erdogan nutre la quimera neootomana que hoy siembra el terror en el Alto Karabaj, la Rojava y las calles de la Vienne francesa, vivieron su momento dorado en el momento en que Turquía, en plena Segunda Guerra Mundial, dudaba entre las potencias del Eje y los Aliados…

O bien a la inversa: Historia frente a Historia, hacer la crónica de los momentos de luz como contrapunto de aquellos instantes de oscuridad, oponer a estas figuras los nombres de un antifascismo que, también en el mundo musulmán, tiene figuras nobles: el rey de Marruecos Mohamed V, justo entre las naciones; los goumiers y otros soldados de infantería de la libertad que se ilustraron en los batallones gaullistas de Levante y luego de Montecasino; por no hablar de los peshmergas, que organizan, 30 años después de la Shoá, la repatriación de los últimos judíos de Irak…

Ya se ve que no son solamente viejos debates que solo sirven para que los especialistas conversen.

En medio de la tempestad, es este el material mismo del que están hechos los sueños, las pesadillas y el reposo de los hombres.

No es que el trabajo de memoria y de verdad pueda convencer a las masas, encendidas al rojo vivo por predicadores asesinos del gran imán de la mezquita de al-Azhar en Egipto, de que respeten el imprescriptible derecho de la República francesa de burlarse de las religiones.

Pero, hoy en día, las mujeres y hombres de buena voluntad no tienen tantos recursos a su disposición —y, a condición de ser sincero y, como decía al final de su vida Volney, el filósofo y orientalista de la Ilustración, perseguir en uno mismo el espíritu de malicia e hipocresía— el gesto de llevar lo impensado al pensamiento y ajustar cuentas con un pasado que no pasa siempre es una buena vía de actuación cuando se elige abandonar, para siempre, el bando de los asesinos.

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Igual que en fascislamismo también oímos islam.

Este compuesto teológico-político nos recuerda así que tenemos el islam y el islam; verbaliza la urgencia de elegir —en lenguaje filosófico, la crítica—  entre lo que, en los mismos textos, puede justificar el crimen y lo que puede prohibirlo; verbalizar la doble obligación de no confundir islam e islamismo (el célebre “no meterlo todo en el mismo saco” repetido, y menos mal, después de cada atentado) y de no fomentar la ilusión de un islam inmunizado contra lo peor (el no menos famoso “nada que ver con el islam” que tanto se nos repite cada vez, pero que, por desgracia, no tiene sentido).

Europa y, en particular, Alemania se han encontrado con situaciones estructuralmente parecidas después de la guerra, salvando todas las distancias.

El presidente de Francia, Emmanuel Macron, en Les Mureaux.

El presidente de Francia, Emmanuel Macron, en Les Mureaux. Reuters

Había pensadores como Adorno, que consideraban que la gran lengua alemana, la de los metafísicos y los poetas a los que tanto quería Heidegger, se había comprometido de manera irremediable con el mal.

Y recuerdo, en Francia, al filósofo germanista Vladimir Jankélévitch que llegó muy lejos para ocultar que había hecho la promesa —que mantuvo hasta el final— de no volver a hablar ni pensar en la lengua de Goethe y Hölderlin.

A lo que se opuso Paul Celan, que escapó de los campos pero se pasó la vida sosteniendo que, si el alemán fue la lengua de los asesinos, también fue la de las víctimas y que por esa razón y solamente por esa, en homenaje a quienes, hasta su último aliento, intentaron cavarse una tumba en las nubes de la palabra, un auténtico poeta debía ocuparse de vendar, reparar, revivir una lengua cuya última palabra jamás debe hacer eco a la muerte.

El islam debe apostar por los sabios de la religión lo suficientemente audaces para desradicalizar la lengua de las suras igual que hizo Celan al desnazificar el alemán.

La amplitud del crimen, huelga decir, no es comparable. Puede que lo reprimido que está volviendo en el imaginario de la Umma sea, al contrario, más antiguo y esté más enraizado de lo que estoy diciendo.

Pero el mundo ahí tampoco tiene alternativa.

Debe apostar por los sabios de la religión lo suficientemente audaces para desradicalizar la lengua de las suras igual que hizo Celan al desnazificar el alemán.

Aunque tengamos claro que en el islam no existe un régimen autoritario análogo al que rige la Iglesia católica, cabe esperar, a pesar de los procesos de “ilegitimidad” que se instruyen de manera incansable contra ellos por los idiotas útiles del radicalismo, que se levanten imanes tan valientes como el de Drancy, Hassen Chalghoumi, o el de Burdeos, Tareq Oubrou.

Y, a menos que nos resignemos al desastre, es decir, una y otra vez, al separatismo y a sus confines perdidos del pensamiento, debemos intentar imaginar el tipo de nudos textuales que ciñen el vínculo social, que se interponen en el camino de la fraternidad republicana; algo que podría desanudar un retorno al ijtihad, es decir, a la libre interpretación, o a la glosa, una corriente que la Historia demuestra que ha sido, al menos hasta que Ibn Jaldún, una vía posible en el islam.

La yihad, por ejemplo, ¿es un llamamiento a la guerra o al ascetismo?

¿El derecho islámico es compatible, y a qué precio, con los derechos humanos?

Y, como se niegan, y con todo el derecho del mundo, a ser esencializados, ¿por qué no harán los musulmanes de Europa el esfuerzo de ser verdaderamente existencialistas y fundar filosóficamente su inscripción en la Ciudad?

Lo repito: responder a estas preguntas corresponde a los musulmanes y nada más que a ellos.

Pero nada impide a otras personas, conocedoras de su singular Historia, animarlos a que lo hagan.

Nada impide a un presidente de la República francesa plantear una pregunta; como hizo un emperador hace ya más de 200 años al plantearles a los judíos del Gran Sanedrín la cuestión de saber si su ley era, y ateniéndose a qué razones, compatible con el contrato social.

Una cosa está clara: el trabajo del texto sobre sí mismo, el esfuerzo de pensar y, en el fondo, de deconstrucción y reconstrucción es una condición necesaria para que la tercera religión del Libro encuentre su lugar en la economía —para unos— de la redención o —para otros— de la nación.

Respeto la sabiduría del islam.

Me he pasado la vida defendiendo la causa de los pueblos musulmanes oprimidos, de Bangladés a Bosnia, de Argelia al Kurdistán, de las montañas del Panshir a los desiertos de Somalia.

Pero cuando Agar e Ismael vuelven al desierto, cuando las cantimploras están vacías y se adentran en la noche les corresponde a ellos y nada más que a ellos neutralizar la mala lengua que los devora.

Una reforma intelectual y moral.

Islam ilustrado, penúltima llamada.

Para mis hermanos de Abraham están tocando las últimas campanadas del siglo.