¿Qué sentido tiene conmemorar el final de la Primera Guerra Mundial? ¿Para qué traer al recuerdo a los poilus sepultados por el barro y la sangre si un siglo más tarde la contienda nos vuelve a pillar aturdidos?
Porque en el momento en el que Maurice Genevoix entraba en el Panteón, hace ahora unos días, lo que se volvía a encender no era la llama del soldado anónimo, sino la de un desastre de sobra conocido que volvía a avivarse en los confines de Europa. El Alto Karabaj armenio vive en la gehena, en el infierno.
Parece que todo el polvo del mundo se haya acumulado en este minúsculo enclave cristiano de larga historia; una historia destilada en un día de angustia y persecución.
Susha, su humilde Jericó, caía no por la fuerza del sonar de las trompetas, sino por la de los despiadados soldados sirios a sueldo de Azerbaiyán.
¡No es algo que podamos ignorar!
Como si el presidente azerí no hubiese gritado, por las ondas de su radio nacional, como si fueran las "Mil Colinas": ¡Los armenios del Alto Karabaj son infrahumanos y los "cazamos como a perros"!
En verdad, unos domadores con manos de cuero se han arrogado el derecho de matar a todo un pueblo, de aplastarlo bajo una lluvia de drones y poner, a quienes no han podido ni querido huir, una mordaza de tanques, puntos de control y ruinas.
La geopolítica se convertía en amaestramiento y, para todos los armenios del mundo, volvía aquella terrible música del pasado genocida.
En la simiente de este desastre hay dos imperialismos.
En primer lugar, cómo no, Turquía. Con un Erdogan embriagado de sí mismo con una idea fija en la mente: convertirse en el califa del islam sunita y extender su Lebensraum por el Mediterráneo, los Balcanes, el Cáucaso y todavía más allá.
¿Será menester, para que la gente abra los ojos, que sus lobos grises, amaestrados para masacrar al resto de los animales de la granja orwelliana en la que se ha convertido nuestra morada común infestada de coronavirus, remonten el Mississippi, hablen sobre Pensilvania y continúen, como en las dos Vienas (la francesa y la austriaca), poniendo en marcha el chantaje terrorista explícitamente formulado por el propio neosultán?
En segundo lugar, Rusia. Moscú, bendiciendo el alto al fuego final, ha obtenido lo que quería: reforzar a un autócrata en Azerbaiyán; debilitar a un joven primer ministro liberal en Armenia y, mientras el mundo miraba hacia otro lado, rediseñar el mapa de la región a partir de un viejo conflicto congelado.
Ya de paso, reparamos en que hay, siguiendo la buena estrategia putiniana, dos tipos de conflictos congelados.
El que se reaviva con un gran incendio, por sorpresa, como un petardo que se lanza a las patas de una Europa confundida: el escenario ucraniano.
Y luego tenemos aquellos que se llevan a ebullición a paso lento pero seguro, evitando golpes de calor intempestivos para, un día, servir la sopa en su punto: ese fue el escenario georgiano.
Erdogan y Putin son dos gemelos pirómanos que prenden fuego con sus antorchas uno a las catedrales de Susha y otro a las iglesias de Mariúpol
Ahora bien, con el Alto Karabaj tenemos un tercer tipo de conflicto: se congela, se sepulta el conflicto bajo un manto de nieve y guijarros, y se espera el momento adecuado para soplar sobre los rescoldos y sacar provecho.
Estos dos imperios caminan a compás.
Erdogan y Putin —esa era la tesis que planteaba en mi libro El Imperio y los cinco reyes— son dos gemelos pirómanos que prenden fuego con sus antorchas uno a las catedrales de Susha y otro a las iglesias de Mariúpol, y, cogiditos de la mano, a esta gran basílica del derecho y la justicia que es la Unión Europea.
De manera que aquí estamos presenciando la construcción de un mundo en el que estos dos compadres se han dividido los papeles: a Erdogan le corresponden los colmillos y la sangre; a Putin, el deus ex machina que, con sus "Osos", acaba de prometerle protegerlo. Entre ambos, una Armenia exangüe que vive la escena de su salida de la civilización.
Así, ante dos posibles situaciones hay que quedarse con una.
O bien abandonamos a nuestros amigos del Cáucaso en manos de perros, antracitas de ferralla y cañones. Los abandonamos dejando que Erdogan y Putin los atrapen; permitimos que Susha se convierta en un Sarajevo cristiano cuya caída significará, como en 1994, la pérdida de una mónada del espíritu europeo.
Nos volvemos a convertir, como en 1914, en sonámbulos cuya gran torpeza incrédula desprotegerá no solo a Susha, sino a Nicosia, Riga, Varsovia o Atenas.
¿Acaso no es propio del amaestrador que trata a sus enemigos como perros impedir que sus enemigos descansen hasta que muerdan el polvo en sus perreras?
La otra opción es despertar.
Recordemos que las convulsiones reptilianas de monstruos fríos imperiales fueron capaces, antaño, de poner en movimiento las bielas de una maquinaria infernal. Hay un país valiente, al menos uno, capaz de reconocer la República de Artsaj, bendecida, mutilada y llena de sangre.
La Sociedad de Naciones, hace un siglo, inventó, para Dantzig, el estatuto de "ciudad libre". Las Naciones Unidas, después de la Segunda Guerra Mundial, resucitaron este estatus para concedérselo a Trieste.
Así nacería un derecho adicional (...) el derecho de legítima defensa por parte de un pueblo en minoría que se ha visto reducido a un estado cánido
¿Por qué no se hace lo mismo con el Alto Karabaj? ¿Por qué Francia no decreta que Stepanakert y Susha son ciudades libres? ¿No podemos ni imaginarnos esta libertad garantizada por una potencia internacional?
Sería un hermoso gesto.
Si el ejemplo de Francia lo siguen otros países, sería el acto de una Unión Europea ratificando la primacía de sus valores sobre sus intereses.
Así nacería un derecho adicional que se sumaría a la carta de las naciones civilizadas: el derecho de legítima defensa por parte de un pueblo en minoría que se ha visto reducido a un estado cánido. Esto es un llamamiento.