Lo más asombroso de estas historias de la "cultura de la cancelación", del pensamiento "woke", del racismo "sistémico" y de que todo el mundo caiga en el saco de los oprimidos o de la "raza" es que aún se atrevan a reclamar para este fin las filosofías liberadoras, progresistas o deconstructivistas de la segunda mitad del siglo XX.
Sin embargo, es de una absurdez tremenda. Una malversación de la herencia recibida indigna a la par que ridícula. Una nueva ilustración de la inmunda incultura de esos subpensamientos que están causando estragos tanto en los campus estadounidenses como los franceses. Tres ejemplos.
Adorno escribió Minima Moralia, un texto que sirve como máquina de guerra contra lo que él llamaba "el insaciable principio de identidad". La identidad, decía Adorno, es la reducción a la especie o al género. Con su manera de clasificar y etiquetar a los seres humanos, es una máquina de sometimiento.
Y, por el bien de los seres humanos singulares, hay que liberarse de esa fascinación mórbida por lo idéntico y, sobre sus ruinas, sobre su cadáver ya limpio y, si acaso es posible, volatilizado, rehabilitar una práctica de lo no idéntico, de lo múltiple, de lo plural, de la desemejanza.
Esta idea servía para las obras, que Adorno pretendía que tuvieran fallos, lagunas, que estuvieran sembradas de vida, que estuvieran como en suspenso. Pero también me sirve a mí, a vosotros, a los sujetos dolientes o a las víctimas de violencia, a quienes han sufrido el agravio de que se les encierre, hoy en día, en los espacios seguros prohibidos a los blancos si uno es negro, con los negros si uno es blanco.
Es muy simple, concluía Adorno: no hay política antifascista, antitotalitaria o, simple y llanamente, emancipadora, que pueda fundarse en esa reducción a la identidad.
Segundo ejemplo: Sartre.
Ya conocemos sus reticencias frente a la idea de una subjetividad sustancial y plena, habitáculo de un carácter con rasgos recurrentes y estables, reservorio de fe en uno mismo y de interioridad. También sabemos que, para él, un sujeto se definía por la suma de sus proyectos, por la de sus hitos y gestos humildes que lleva a cabo e indexa con su nombre propio.
La identidad, para el autor de La náusea, pero también de otros grandes textos políticos de posguerra, era, en el mejor de los casos, un lugar vacío, un "ser de razón" —que decía Spinoza—, una corriente de aire, un flujo; en el peor de los casos, un principio de enrarecimiento y de liquidación de las singularidades.
El rechazo a ser idéntico, la rebelión contra ese idem, el corazón de la identidad, la convicción de que nacemos libres y, como decía el filósofo al final de sus días, aptos para desobedecer solamente en proporción a nuestra capacidad de volver la espalda a la ilusión de una identidad comunitaria o subjetiva, eran, para él, mandamientos sagrados.
La identidad, aunque la enarbole una minoría oprimida, al fin y al cabo se acaba resumiendo siempre en papeles con el mismo nombre. La filosofía de la identidad, tanto si es proletaria o si la celebran los oprimidos en el sentido de Frantz Fanon, se reduce a una ideología de agentes del Estado civil y de la policía.
Y luego, cuando veo, tanto en Estados Unidos como en Europa, estos "campamentos de verano descoloniales", esos espacios de militancia "no mixtos" donde solo hay personas iguales, o manifestaciones antirracistas en las que las personas "racializadas" se aseguran de que nadie represente la "blanquitud", no puedo sino pensar en lo que más reclaman esas personas: Michel Foucault.
Porque, antes que nada, ¡qué ignorancia! Si Foucault estaba convencido de algo sobre este tema es que la identidad no solo era una mentira, sino una prisión.
Y si, como autor y como militante, tenía algo claro, es que no podemos encerrarnos en una identidad sin contar con el riesgo de clausurar en uno mismo las operaciones de subjetividad más llenas de vida y sin enrarecer las prácticas de insumisión más fecundas.
¿Qué es un escritor, se preguntaba, sino alguien que se esfuerza por dejar de tener cara, nombre o, en todo caso, un rostro, pero, como al final de Las palabras y las cosas, ciego, borroso, con rasgos que poco a poco se van difuminando?
¿Por qué se escribe, siguiendo con el inicio de La arqueología del saber, sino para convertirse, al final de la escritura, en algo diferente a lo que éramos antes, para impedir, por tanto, que se me pregunten quién soy o que se me ordene seguir siendo el mismo?
La asignación de una residencia identitaria es otra manera de fichar, controlar y someter a los seres humanos.
La ley, en este caso, sirve para todo el mundo. No soy uno, decía Foucault, siguiendo a Nietzsche, soy muchos. Mi verdad, insistía, no está en el ego, aunque sea trascendental, que ocupa la filosofía desde Husserl, sino en la multiplicidad, esa pajarera, la pluralidad del no ego que me habita y es a la vez "puntos de contacto" o de "posibilidades estratégicas" en mi relación desafinada con el mundo.
¿Una conciencia? Prácticas subjetivas. ¿Uno mismo? ¡Ser otro! ¡Cada vez, de manera incesante, otro! ¡Un reencuentro de almas sin nombre, una legión en guerra contra sí misma!
Y Foucault sabía perfectamente, como Lacan, que no muy lejos de la pregunta "¿quién eres?" está la de "¿a quién matar?".
Recuerdo su sorpresa cuando veía a los activistas gais de California caer en la trampa tendida por una sociedad que empezaba a demandarles que se manifestaran, que se reivindicaran, que se identificaran.
Me imagino su risa filosófica y nietzscheana si hubiera visto a todos estos nuevos militantes encerrados en su identidad étnica, femenina, de discapacidad o de género.
El pensamiento "woke" es un ardid de la razón biopolítica.
Y la asignación de una residencia identitaria es otra manera de fichar, controlar y someter a los seres humanos. Pero, para entender todo eso, hace falta leer.