El caso de Sarah Halimi, bajo sus visos de suceso trágico, es un acontecimiento de gran envergadura. Recapitulemos. Tenemos un asesinato de una brutalidad insoportable.
Tenemos a una mujer que estaba sola, a la que golpearon en la cara y que fue torturada durante unos minutos que se hicieron eternos, que fue defenestrada y asesinada.
Tenemos un acto que nadie, empezando por los jueces, considera de carácter antisemita.
Tenemos a un asesino, insisto, del que sabemos que era islamista, que frecuentaba una mezquita salafista y que se vio presa de un delirio mortífero por el simple hecho de ver a esa anciana dulce y sencilla, de pelo corto, que se esforzaba por servir a Dios y ponía en práctica sus mandamientos.
Y tenemos la máquina judicial que, al concluir la instrucción, tras un recurso de apelación y otro de casación, y que, al término de un largo proceso judicial que se lo jugó todo a un único acto de justicia, ha concluido que el asesino es culpable pero irresponsable, por lo que no se le puede juzgar por su crimen.
No aparto los ojos de la violencia, la crueldad y lo inhumano de este fallo judicial.
No aparto los ojos de la pena de los seres queridos a quienes los jueces, por este fallo erróneo e injusto, han decidido abandonar con su fantasmita errante en el limbo de una justicia muda, como suspendida en el vacío.
No aparto los ojos de la indecente hipocresía de los comentaristas que nos dicen: "¡No, hombre, no! ¡Si le han condenado a una pena no privativa de libertad de veinte años!”, al tiempo que tienen claro que el culpable, como bien dicen los jueces, no estaba "loco", sino que fue presa de un "delirio" y que la institución psiquiátrica donde está hoy internado no tardará en argüir que un hospital no es una prisión y, por ende, no tendrá otra opción más que volverlo a poner en libertad.
La verdad es que, despleguemos como despleguemos la escena, es incomprensible. Es absurda. Para los propios juristas es incomprensible y escandalosa.
Da la atroz sensación de que tenemos una ley ahogada en sus argucias, perdida en los arcanos de una realidad que es incapaz de medir, una ley que ha enloquecido.
La ley —eso tan bueno y hermoso, esa extraordinaria máquina construida a lo largo de los siglos, calibrada al gramo, al milímetro, para sopesar la realidad de los hechos y la de las intenciones, para observar lo que dice la víctima y el acusado, y, tras una sabia deliberación que ha permitido que todas las partes se expresen— toma una decisión y arbitra. Pues esa hermosa máquina parece que se ha detenido aquí, ha confesado su derrota ante el horror y nos hace saber que estaba rota.
Los Kobili Traoré de mañana, lo queramos o no, lo tienen claro: un delirio, confirmado por una caterva de psiquiatras aproximativos, puede ser sinónimo de impunidad.
Las demás Sarah Halimi, sus semejantes, sus hermanas, todas las mujeres que viven en un barrio hostil y que, judías o no, en París, Rambouillet o en otros lares, también pueden hacer esta lectura: el derecho francés, tal y como está redactado ahora, no las protege en modo alguno y, si alguien las asesina, tampoco habrá medios para proteger su memoria y dignidad.
Y, más allá del derecho, las palabras mismas que hablan del crimen y del dolor, las que pueden distinguir entre razón y sinrazón, entre la humanidad y su reverso, o de la responsabilidad, la inocencia; las que se supone que pueden designar, o que al menos se pueden usar para designar, lo verdadero, lo justo, lo bueno, y, de ese modo, solazarnos (un poco) sobre nuestro lugar en el mundo, todas esas palabras parecen haber perdido su sentido.
Y cuando las palabras ya no significan nada, es como si el sol desapareciese.
Cuando desaparece el sol, ese sol en particular, es como si el mundo, que gira alrededor sí mismo, estuviese desorbitado y se desmoronase.
Y en una época, la más inquietante de todas, en la que tantos lugares emblemáticos parecen desvanecerse, se trata de un clavo en el ataúd del que Francia podría haber prescindido.
Este caso habrá servido como una terrible y desastrosa revelación del estado del derecho francés.
Así pues, ante esta debacle del derecho y del lenguaje, ¿qué hay que hacer?
¿Cómo reparar semejante desgarro en el corazón de aquello que sirve de vínculo entre las personas?
La semana pasada propuse en esta columna que la nueva ley que ha anunciado el presidente de la República llevara el nombre de Sarah Halimi; estoy convencido de que ese gesto sería una forma de reparación.
Sus familiares, en Trocadero, apuntaron que podrían surgir nuevas pistas que permitieran reabrir el caso y revisar la condena. En el siglo XX hubo revisiones similares que, aunque suelen ser la excepción, no dejan de ser un consuelo.
Por el momento, hay una cosa que está clara. Los jueces se equivocan al ofenderse por el ruido que ha generado la cosa juzgada o, en este caso, no juzgada, porque este caso habrá servido como una terrible y desastrosa revelación del estado del derecho francés.
En estos momentos hay un verdadero elemento de convulsión que se instala en el orden público y que resulta, en una nación, del espíritu de sus leyes y de su lenguaje.
Le corresponde a toda la nación debatir y remediar conjuntamente esa convulsión, ese agujero en el ser, ese malestar en la civilización republicana y democrática.