La anomalía que supone Emmanuel Macron en la política francesa, una anomalía quizá solo comparable a la del general De Gaulle, cuando en 1958 decidió crear un partido alrededor de su persona y arrasar en las presidenciales, se entiende perfectamente si repasamos las encuestas previas a su elección en 2017. Tras cinco años de presidencia de François Hollande, una presidencia marcada por la inestabilidad interna y externa, nadie dudaba del triunfo de la derecha tradicional en Francia ni del regreso a la senda de diecisiete años que se interrumpió en 2012.
El asunto era saber quién iba a encabezar la candidatura conjunta de Los Republicanos (la UMP gaullista de toda la vida) y, ante la oportunidad dorada, allí se dieron cita los nombres más potentes del espectro conservador francés: el expresidente Nicolas Sarkozy, el ex primer ministro Alain Juppé y otro ex primer ministro, precisamente en la época Sarkozy, François Fillon, quizá menos conocido internacionalmente, pero con gran predicamento interno y defensor de lo que en España se llamaría “una derecha sin complejos” con ciertos toques populistas que incluían el acercamiento a Rusia y un equivalente alejamiento de la Unión Europea.
Fillon encabezó todos los sondeos junto a Marine Le Pen hasta que cayó en desgracia. El candidato tenía la fea manía de contratar ilegalmente a allegados y pagarles nóminas por trabajos que a menudo ni siquiera cumplían. Entre los beneficiados, para mayor escándalo, estaba su mujer. A Fillon le pidieron que renunciara a la candidatura y diera paso a Juppé, pero ficha en la mesa, presa: el candidato se empeñó en presentarse a la primera vuelta y ahí solo pudo ser tercero, apenas unos pocos votos por detrás de la lideresa del Frente Nacional… pero a su vez tan solo unos pocos votos por delante del radical Jean-Luc Melenchon.
Y es que era 2017 un tiempo de radicalismos. El año de esplendor de los Steve Bannons del mundo tras el éxito consecutivo del Brexit y de Donald Trump en la segunda mitad de 2016. Tiempo de antiglobalismo en forma de un Frente Nacional que había ganado las elecciones europeas en 2015, el primer gran triunfo para la ultraderecha en el país revolucionario por excelencia. Un tiempo de populismos, también, o, por ser más exactos, de personalismos. El gran líder que se presenta como solución a los problemas, como alternativa a una casta incompetente. El personaje resolutivo que no conoce la impureza de la política. El candidato que no es Fillon ni nada de lo que Fillon representa.
En otras palabras, Emmanuel Macron. Macron suponía estabilidad frente a los extremos de Melenchon y Le Pen, arruinado como había quedado el Partido Socialista tras el mandato de Hollande. Macron era también savia nueva para los conservadores cansados de las condenas a sus líderes por distintos y variados asuntos de corrupción. El problema de Macron, como De Gaulle en 1958, es que no tenía partido que lo sostuviera. Macron era Macron, el líder carismático sin estructura de apoyo. De alguna manera, su atractivo, como en aquella película de Richard Pryor, consistía en no ser “ninguno de los anteriores”.
El desastre de las departamentales
El resto es historia. El derrumbe de Fillon y la tradicional alianza de los partidos tradicionales contra el Frente Nacional le otorgó una victoria cómoda en segunda vuelta con el 66,1% de los votos. Macron venía de la banca, había militado en un partido llamado “de los Ciudadanos” y se presentaba como el centro necesario para equilibrar el país. Supongo que entienden ahora el entusiasmo de Albert Rivera. Su bagaje político era escaso: había formado parte del Partido Socialista, fue asesor directo de Hollande y acabó de ministro de economía durante la presidencia del consejo de Manuel Valls, otro nombre ubicuo, pero en ningún caso se podía considerar un candidato “de izquierdas”.
El éxito de Macron, en definitiva, partía de una mezcla de hastío y de entusiasmo. El problema con el hastío y el entusiasmo en un mundo tan veloz es que no son una base demasiado sólida. Sin ser un presidente demasiado impopular, ya no es la joven esperanza que viene a cambiar Francia o al menos a preservar sus valores republicanos de siempre. Es el presidente de la República y esa no es poca responsabilidad. Su partido -un partido, insisto, salido de la nada para aprovechar la inercia en el mismo 2017 y que apela desde su propio nombre y sus exclamaciones a la exaltación- lleva cuatro años gobernando con mayoría absoluta en el parlamento.
Las elecciones departamentales del fin de semana pasado han supuesto un auténtico golpe de realidad para todo el sistema político francés, pero especialmente para su máximo representante. El intento mediático de presentarlo como un batacazo de la ultraderecha solo tiene sentido si se tienen en cuenta las enormes expectativas que la Agrupación Nacional -nuevo nombre del partido lepenista- había puesto en esta primera vuelta. Es cierto que, a falta de los resultados del domingo, donde es de esperar un nuevo cordón sanitario contra sus candidatos, las perspectivas de la extrema derecha se han venido abajo… pero en el fondo lo que se ha derrumbado es todo el sistema como tal, con la participación de solo un 33,28% del electorado.
Macron había llegado para vertebrar la unión entre ciudadanía y política y de momento lo que sabemos es que la ciudadanía prefiere quedarse en casa. Salvo milagro, el partido del gobierno, La Republique En Marche! (LREM) no tiene opción alguna de imponerse en ninguno de los diecisiete grandes departamentos salvo en el de la Isla de Guadalupe, una provincia de ultramar situada en el Caribe. A eso hay que unir el desastre de las municipales del año pasado, en las que la LREM no consiguió la alcaldía de ninguna ciudad con más de cien mil habitantes.
Un duelo a tres
Aunque si juntamos votos por ideología, los partidos de izquierda tuvieron algo más de apoyo que los de derecha en estas últimas elecciones, el gran vencedor fue sin duda el partido de Los Republicanos, a falta, insisto de confirmación este domingo en las respectivas segundas vueltas. Macron, que creció a rebufo del desastre de Fillon, tiene motivos para la inquietud: no solo su movimiento no avanza sino que el rival se va reforzando o al menos no sigue perdiendo votos.
Cuando hablamos de Francia, hay que entender que hablamos de un país tremendamente conservador. De ahí lo anómalo de Macron, precisamente. Desde la refundación gaullista de 1959 y el advenimiento de la V República, el centroderecha había ganado todas las elecciones presidenciales menos tres: las dos que ganó la versión más moderada de François Mitterrand (1981 y 1988), a muchos efectos, un gaullista más, y la que sirvió para que François Hollande llegara al Eliseo (2012). Lo normal, en Francia, es que ganen los conservadores.
Quizá por eso, a falta de menos de un año para las presidenciales de 2022, estamos en una lucha a tres bandas entre tres partidos que en España consideraríamos “de derechas”: el centro regeneracionista de Macron, la derecha explícita de Los Republicanos, encabezados en la actualidad por Christian Jacob, antiguo hombre de confianza del difunto Jacques Chirac, y la ultraderecha del Agrupamiento Nacional. No hay rastro de los socialistas ni de los verdes, salvo que el reparto de votos sea tan equitativo que un candidato ilusionante consiga meterse en segunda vuelta con un porcentaje relativamente bajo. No parece que Olivier Faure, del Partido Socialista, sea la persona indicada, pero diez meses dan para mucho.
Desprovisto de poder local alguno, Macron deberá tirar de nuevo de carisma y confiar en que sus rivales se enreden entre sí. Esa es otra tradición de la derecha francesa, por otro lado: lo vimos en 1981 con el enfrentamiento entre Giscard y Chirac y lo vimos en 2012 cuando Bayrou le dio la espalda a Sarkozy. Aunque aún no sabemos los candidatos que presentarán socialistas y republicanos, de momento las encuestas dan un empate entre Macron y Le Pen que se prolongaría a la segunda vuelta. Una repetición de 2017.
El candidato de los youtubers
Ahora bien, si Los Republicanos eligieran a Xavier Bertrand en sus primarias, la cosa podría cambiar. Aparte, hay que averiguar si ese electorado que dice que va a votar a Macron luego no se va a quedar en casa o va a volver a su origen político. Solo el 10% de los poquísimos electores que se acercaron a las urnas la pasada semana votaron a un candidato de LREM. Hay que medir el desafecto y cómo ese desafecto se puede traducir en un mayor apoyo a los extremos -Melenchon vuelve a la carga a sus 70 años- o en un ataque de nostalgia de tiempos mejores, más tranquilos, sarkozianos.
Mientras tanto, Marine Le Pen observa expectante: efectivamente, su partido no cumplió con los pronósticos el pasado domingo… pero a la vez ella, como candidata presidencial, necesita este clima político si quiere ganar una segunda vuelta. Un clima de desidia que abra la puerta a las posiciones más radicales de los más convencidos. Enfrente, la popularidad de Macron se sitúa en torno al 40-45%, un porcentaje muy afectado por el casi 65% de jóvenes que aprueba su gestión. Macron, que recientemente se reunió con un grupo de youtubers para mejorar aún más su imagen en esa franja de edad, tiene el reto de convencerles para que voten, siendo tradicionalmente los más abstencionistas. En ello le puede ir la renovación de mandato.
Ahora bien, aunque puede haber Macron cinco años más, para un total de diez, parece claro que no habrá “macronismo”, solo un lento pasar del tiempo sin demasiados altibajos. No hay un movimiento político claro que pueda mantenerse sin la figura de su líder, lo que invita a pensar que una derrota en las presidenciales supondría una inmediata derrota en las legislativas, que siempre se celebran un mes después. El movimiento de Macron se ha encallado, pero Macron sigue en pie. Le queda aguantar el empuje gaullista durante un año que será duro. Los resultados del domingo de las departamentales nos darán la primera fotografía fiable de la magnitud del reto. En Francia, nadie se rinde sin dar batalla y nadie se libra del fuego amigo. Quizá por eso Macron ha elegido la soledad.