Conocí a Jean-Luc Marion tras el Mayo del 68 en la Escuela Normal Superior de la rue d’Ulm. Había por allí literatos de pura cepa como Olivier Rolin o Philippe Roger. Políticos en ciernes como Laurent Fabius.
Eruditos como Alexandre Adler o Jean-Michel Déprats, mi compañero de habitación, convertido luego en traductor al francés de Shakespeare. Nuestros dos vecinos: el fundador del FAHR (Frente Homosexual de Acción Revolucionaria) Guy Hocquenghem y, en la puerta del lado, en el mismo pasillo, un futuro gran empresario, Jean-Charles Naouri.
Había jóvenes fulgurantes que hacían gala del síndrome del genio precoz y que, como François Rivenc, desaparecieron del panorama tan rápido como habían surgido.
Estaban los maoístas con Jacques-Alain Miller, Jean-Claude Milner o Benny Lévy que nos imponían su insolente y terrible radicalidad.
Y luego a los que, en la jerga de la Escuela Normal Superior, llamamos los «talas», literalmente, los "vont-tala-messe" o los que van a misa: Jean Robert Armogathe, futuro capellán de Notre-Dame de París, del que se decía entre murmullos que acabaría siendo Papa; Rémi Brague, que consumaba su voluntad de saber con el aprendizaje ascético de un latín y un hebreo perfectos, y Jean-Luc Marion, el más original del grupo, con quien acabé juntándome, no sé muy bien por qué, para empollar para la oposición de la agregación y quien, 50 años y casi tantos libros después, publica ahora À vrai dire (Cerf), un texto corto, surgido de una entrevista con el periodista del Figaro Paul-François Paoli, pero que no por ello deja de ser apasionante.
Son unas memorias sin el ser.
O, mejor dicho, a partir del formato de conversación, una serie de saltos y zancadas en una región de la historia intelectual que, con la atención puesta, de manera habitual, en los avatares épicos de la izquierda, suele quedar eclipsada.
Encontramos en este texto una evocación de primera mano de Juan Pablo II como artífice del concepto y de Jean-Marie Lustiger como atleta de Dios. Un retrato de Joseph Ratzinger como gran intelectual hablando de tú a tú con Jürgen Habermas.
También un autorretrato del autor como cristiano fervoroso e inquieto a quien Descartes le enseñó que, en cuanto nos invade el demonio de la incredulidad, uno no duda de Dios, sino de uno mismo.
También encontramos reflexiones sobre el acontecimiento colosal para el pensamiento que supuso para el mundo el Segundo Concilio Vaticano.
Pero sobre todo recordamos revistas que se llaman Résurrection o Communio, medios en los que las grandes disputas que se dieron en la linde de los años setenta fueron tan intensas como las de La Cause du peuple o, más tarde, Tel Quel y l’Infini.
Y libros cuya apuesta fue pensar conjuntamente no el marxismo new-look y el estructuralismo de moda, sino el agustinismo y el tomismo, los planteamientos de las Confesiones y la tentación metafísica de la Summa Theologiae.
También vemos la manifestación (¿el manifiesto?) de un tipo de hombre cuya gran empresa no fue la revolución, sino la revelación, que no consideró más estimulante que lo invistieran caballero Jacques Derrida o Louis Althusser que medirse con «peces gordos» de la talla del teólogo Gaston Fessard o "medir lanzas" con hegelianos del lado de Jesús como Michel de Certeau o "anotarse un tanto" con maestros menos visibles, pero de una potencia especulativa fuera de serie, como Ferdinand Alquié, Henri Gouhier o Étienne Gilson.
Althusser, por lo demás, también aparece, pero a través una foto suya, desconocida, al lado de Pío XII.
Derrida también, cuya deconstrucción se juzga con la vara de medir del cardenal Henri de Lubac, que le confía a Marion la relectura de su casi talmúdica Nota sobre una nota de Ser y tiempo.
Y también Deleuze, tomándose el tiempo, cuando solo le queda un cuarto de pulmón, de compartir un arroz con leche (el único alimento que puede ingerir) y preocuparse, poco antes de su suicidio, de lo que tiene que decir su discípulo de ese enigmático Dios sin el ser con el que ha titulado una de sus obras.
Y Emmanuel Levinas, del que se desconoce bastante que fue redescubierto gracias a esa juventud cristiana poco antes de que Benny Lévy y yo mismo señalásemos su importancia.
Es como una nueva visión de la Europa del último medio siglo, cuyos contornos, que creíamos conocer, se iluminan con una nueva luz
Y Maurice Clavel, ese prosista de capa y espada que fue uno de mis padrinos en el mundo de la Filosofía, compañero de pensamiento de Guy Lardreau, Christian Jambet y André Glucksmann, pero que ha tenido que esperar a la publicación de este libro para ser calificado de "pequeño profeta" y, quizás, encontrar el lugar que le corresponde.
Por no hablar de todos los debates clave (el sindicato polaco Solidarność y la revolución antitotalitaria... El declinismo como vástago del nihilismo... El destino virgiliano de los Estados Unidos... El coronavirus... La colapsología...) que, contrariamente a la idea comúnmente aceptada de que las religiones históricas están condenadas a extinguirse a medida que crece la democratización de las mentes, nunca han dejado de alimentarse de ese potente pensamiento católico encarnado por Jean-Luc Marion y los suyos.
En resumidas cuentas, este libro es un suplemento de esa gran historia que es "nuestra juventud" y que algunos hemos empezado a escribir, pero a la que le faltaba un capítulo clave.
Es como una nueva visión de la Europa del último medio siglo, cuyos contornos, que creíamos conocer, se iluminan con una nueva luz bajo el foco de un pensamiento que hace dialogar a Heidegger y a Urs von Balthazar, o a la cuestión del ser y a la de la fe tal como la enunciaban los Padres de la Iglesia.
Este libro tiene el encanto de esos discretísimos cambios de perspectiva que sugieren que lo que ha cambiado es precisamente el eje de las cosas y que su rostro es el que se ha transformado.
Y por ello, por este efecto óptico, pero también de descubrimiento, por esta contribución al conocimiento de nuestro siglo, del anterior y, en consecuencia, del malestar que se cierne en la civilización, le digo a mi "joven compañero", del que no queda ni rastro, convertido ahora en un hombre de noble voluntad: felicidades, bravo y bienvenido al reino de Noé.