Dejemos a un lado las aberraciones sociales y culturales porque las aberraciones sociales y culturales no van a hacer que nadie mueva un dedo. El gobierno talibán del mulá Mohammed Omar pasó cinco años llenando las calles afganas de burkas, lapidaciones y ejecuciones públicas sin levantar más que tímidas sanciones. Cuando en marzo de 2001, tras veinticinco días de explosiones controladas, los fundamentalistas consiguieron hacer añicos las milenarias estatuas de los Budas de Bamiyán, la opinión pública occidental se echó las manos a la cabeza cinco minutos e inmediatamente cambió de tema. Los talibán eran una mezcla entre amenaza global y curiosidad antropológica. Todo cambió el 11 de septiembre de 2001.
En rigor, el mulá podría haber seguido veinte años más en el poder si una de sus funciones no fuera albergar al terrorismo yihadista internacional y esconder a sus líderes, entre ellos, al perseguidísimo Osama Bin Laden. Los talibán, un invento del sur de Pakistán financiado por la poderosa oligarquía de Arabia Saudí y los emiratos árabes, pasaron de la potencia al acto demasiado bruscamente. Nadie midió las consecuencias porque, en un país en la ruina económica y moral, devastado por décadas de guerras civiles, la perspectiva era imposible. Bin Laden organizó en Afganistán los ataques a Estados Unidos y, de repente, los cinco años de recelo se convirtieron en una invasión relámpago que acabó con Omar subido a una moto y huyendo del país.
Por todo esto, el debate sobre derechos humanos no viene al caso ahora. La caída de Afganistán es una tragedia en tantos sentidos que es imposible detenerse en uno solo. Mucha gente está comparando esto con Vietnam, pero Saigón cayó tras muchos años de lucha y unos cinco millones de muertos, 60.000 de ellos estadounidenses. Nixon retiró las tropas del sur de Vietnam cuando la victoria hacía tiempo que era imposible.
Trump, Biden y en general las potencias occidentales han retirado las suyas cuando han considerado la victoria como algo poco útil y fatigoso. Punto. Los riesgos de seguir ocupando el país sobrepasaban con mucho, desde su punto de vista, los beneficios a corto plazo. Pero ¿y a medio? ¿Qué posibilidades hay de que Afganistán vuelva a convertirse en un paraíso terrorista?
Error de cálculo
Una de las cuestiones que nos hace ser pesimistas en ese sentido es el pésimo trabajo de la inteligencia estadounidense. No hace ni un mes, con las tropas internacionales ya retiradas y las milicias talibán paseándose por el país, se filtró a la opinión pública un informe por el cual Kabul y el resto del país estaban condenados a caer en noventa días. Preguntado en rueda de prensa, el presidente Joe Biden negó tales conclusiones e hizo un encendido elogio de los 300.000 bien armados soldados afganos que contendrían a los 75.000 talibán sin excesivo problema. El error de cálculo fue tremendo. Los noventa días van camino de convertirse en treinta, quizá cuarenta si se respeta algo parecido a una transición de poder y una salida ordenada de los extranjeros.
Parece que hay un intento sincero por parte de los talibán, encabezados por su líder Haibatullah Akhundzada, de intentar borrar de la comunidad internacional el recuerdo de 2001. Saben que les conviene y que conviene aún más a esa parte de la comunidad internacional que ha salido corriendo del país. Aunque la propaganda integrista repite desde hace días que se ha impuesto al mayor ejército del mundo, lo cierto es que el mayor ejército del mundo hace tiempo que estaba en Afganistán de forma muy testimonial, como una especie de tutela al gobierno de Ashraf Ahmadzai. De las más de 110.000 tropas que servían en el país asiático en 2011, justo el año de la muerte de Bin Laden, se pasó a menos de 10.000 en 2015. En 2020, apenas superaban las 4.000. Ahora mismo, se calcula que habrá unas 650 unidades destinadas a proteger la Embajada y el cuerpo diplomático.
El gasto de estos veinte años de ocupación se cifra en unos novecientos mil millones de dólares, según la Secretaría de Tesoro estadounidense. Eso, solo en mantenimiento militar. Hasta cierto punto, hay que tener muy claro que ese gasto compensa para mantenerlo. Donald Trump entendía que no y Joe Biden no ha cambiado una coma del acuerdo de Doha entre Estados Unidos y los líderes de la insurgencia. Asumen el riesgo. Ahora, en términos internacionales quedan dos opciones: A) Que China y Rusia ejerzan una especie de control económico-político sobre los nuevos gobernantes o B) Que los propios talibán se lo guisen y se lo coman, como en los años noventa, y vuelvan a enviar al país a la miseria absoluta.
El ejemplo de ISIS, preocupante
Ninguno de los dos escenarios parece esperanzador para los países occidentales. El apoyo de China y Rusia vendrá condicionado por cesiones políticas que podrían resumirse en “elegid bien vuestro enemigo” y una mezcla de ayudas y trato preferencial en la venta de armas. La pobreza absoluta y el control despótico talibán no pueden acabar en nada que no se parezca a lo que culminó en la masacre del 11 de septiembre de 2001.
El ejemplo de Irak y la aparición del ISIS es lo primero que viene a la mente: las fuerzas islámicas vinculadas a Al Qaeda encontraron a partir de 2011, cuando Barack Obama ordenó la salida de buena parte del contingente militar, un vacío del que aprovecharse. La ocupación de Faluya o Mosul y la expansión a Siria aprovechando la guerra civil, hicieron que, en 2014, Abu Bakr Al-Baghdadi proclamara el Califato Islámico y llamara a los fieles de todo el planeta a seguir su autoridad.
El crecimiento del Daesh fue tan espectacular que pronto se desligó de la matriz aún liderada por Ayman al-Zawahiri. Con una fuerte campaña de propaganda en redes, el Califato se fue expandiendo gracias a sus matanzas por Asia y partes de África. A su vez, los atentados callejeros causaron el pánico por toda Europa y Estados Unidos. En París, 130 personas murieron el 13 de noviembre de 2015. En los siguientes meses, se produjeron matanzas similares en Bruselas, Orlando, Niza, Berlín o incluso Barcelona. En algunos casos, como los tiroteos sincronizados en la capital francesa, la organización estaba clara y recordaba en cierta forma la de grupos yihadistas anteriores. En otros, no sabemos hasta qué punto se trataba de acciones individuales reivindicadas posteriormente por el ISIS para aumentar su leyenda.
Vivimos en una cultura en la que todo es tan fugaz que hemos aprendido incluso a olvidar el pánico, pero durante aquellos años vivimos en un estado continuo de incertidumbre. En la actualidad, el Estado Islámico parece más centrado en su guerra particular con Boko Haram en Nigeria y el Chad, tras haber sido expulsado de casi todos sus dominios en Irak y Siria, pero pensar que esta 'victoria' islámica sobre el invasor occidental no va a revigorizar sus ánimos más radicales es un poco inocente. De hecho, sin la labor de cepa y terror continuo del Daesh durante estos años en el propio Afganistán, los talibán lo habrían tenido mucho más complicado.
Por si esto fuera poco, sectores importantes del Pentágono llevan tiempo intentando convencer a Joe Biden de que rectifique el acuerdo firmado por Donald Trump en Doha. Muestran cierto convencimiento de que una nueva red yihadista puede estar activa en tres-cuatro años. No solo activa, sino descontrolada. Hasta donde sabemos, todo ha ido tan rápido que no hay un plan concreto de contraterrorismo para cuando todos los aviones estadounidenses hayan abandonado el aeropuerto de Kabul. La situación, al menos para los mandos militares, es inquietante. No todo puede solucionarse a base de drones. En lo que va de año, el terrorismo islámico ha matado al menos a 539 personas, casi todas repartidas entre Irak, Afganistán, Nigeria y Burkina Faso. La 'tregua' con occidente puede romperse en cualquier momento.
Miseria local
También puede ser que los talibán hayan aprendido la lección y prefieran el poder local a la gloria islámica. Puede que les parezca que Afganistán es suficiente y que no vuelvan a jugar a la del ratón que se empeña en tirar al gato de la cola. El comercio de heroína bastará a las élites para mantener el elevado nivel de vida que muchos han llevado durante estos años en su refugio de Doha, la capital catarí. Al fin y al cabo, hablamos de un país cuyo PIB se ha multiplicado por cuatro en estos veinte años. Los que no forman parte de esas élites probablemente sufrirán un nuevo retroceso a tiempos y costumbres medievales. Quizá no al principio, cuando el mundo aún mire, pero, inevitablemente, en cuanto cualquier otra cosa nos distraiga.
Hay que tener en cuenta, con todo, que el problema no es solo Afganistán sino lo que Afganistán implica. En algún lado, puede aparecer otro multimillonario eufórico por esta victoria que, en vez de comprarse un club de fútbol, decida financiar una milicia o un grupo terrorista que lleve la palabra del Profeta a cualquier rincón del mundo en forma de ira y fuego. A corto plazo, y en medio de la euforia, las unidades de contraterrorismo harán bien en elevar su nivel de alerta. Veinte años sobre el terreno tienen que haber servido para algo.
Ahora bien, el problema lo tenemos a medio y largo plazo. Nos hemos metido en un lío que ahora mismo es una incógnita... y en temas de terrorismo y seguridad, las incógnitas no son buenas compañeras de viaje. Abandonar Irak salió mal, abandonar Afganistán puede salir aún peor. Cuanto más poder tenga la gente más peligrosa, más en riesgo estamos todos y eso no hay dinero que lo cubra. O sí. Quizá la lección que hemos aprendido en este último año y medio, y que parece que estamos dispuestos a aplicar también en este campo, es la de convivir con el mal, considerarlo algo inevitable, y seguir con nuestras vidas.
La cuestión es que incluso esa convivencia depende de cálculos que, en general, no acaban demasiado bien. Básicamente, porque la otra parte no calcula. Se limita a odiar y a imponer. Y huele las debilidades. Cuando el mensaje que se manda es “venga, podéis hacer lo que os dé la gana, no nos podemos permitir ser la policía del planeta”, el resultado suele ser terrible. No sé cuántos puntos medios puede haber entre quedarse indefinidamente en Afganistán y salir corriendo de esta manera, pero es posible que algún día echemos la vista atrás y recordemos estos días de agosto de 2021 con sensación de haber hecho el idiota. Dejamos crecer al cocodrilo y el cocodrilo nos devoró. Menuda sorpresa.
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