En un principio fue Suecia y su empeño en la convivencia con el virus cuando el resto del planeta se cerraba a cal y canto. Apoyado en las extrañas tesis de Anders Tegnell, el país escandinavo sirvió de algún modo de cobaya para los demás estados, especialmente los europeos. ¿Se podía mantener un nivel limitado de normalidad dentro del horror? ¿Había alternativa a los cierres masivos y los confinamientos?
Tegnell pensaba que, tarde o temprano, todos tendrían que abrir y que no tenía sentido lastrar la economía y la salud mental de la población solo por retrasar lo que era inevitable.
¿Se equivocaba Tegnell? Rotundamente, sí. En un mundo sin vacunas, la convivencia con el virus se demostró demasiado peligrosa. Suecia tuvo unas incidencias de casos, hospitalizados y fallecidos varias veces superior a la de sus vecinos del norte, como se puede ver en el gráfico inferior. Ganar tiempo era salvar vidas, sobre todo teniendo en cuenta que, económicamente, los resultados de Suecia tampoco fueron mucho mejores que los de los países circundantes: una bajada anual del PIB del 2,8% por el 0,8% de Noruega o el 2,9% de Finlandia. Solo Islandia vio un grave retroceso en su economía, con un descenso del 6,5%, del que no parece recuperarse siquiera en 2021.
En cualquier caso, el ejemplo sueco fue ampliándose por todo el mundo occidental, de manera velada y sin apenas admitirlo. Se acabaron los confinamientos estrictos y empezó el juego de las sillas de las restricciones parciales. Tras el fin de la ola de invierno, común prácticamente a todos los países del hemisferio norte, y el inicio de las distintas campañas de vacunación, el objetivo de la convivencia con el coronavirus dejó de ser una excentricidad y se convirtió en la norma. Prácticamente todos los países han vivido un verano similar al menos al de 2019 y, aunque Reino Unido y España han vivido una ola importante de casos, las vacunas han impedido que los hospitales se llenaran al extremo (con excepciones puntuales como Cataluña) y el número de muertes ha sido muy inferior al de otras olas, aunque en España supere ya los 4.000 desde principios de julio.
¿Mitigar la enfermedad o erradicar el virus?
Lo raro ha pasado a ser el enfoque contrario, es decir, la insistencia en los confinamientos. Mientras en buena parte del primer mundo se debate la necesidad de una tercera dosis, en otros países no se han dado especial prisa en poner la primera: en España, celebrábamos esta misma semana haber superado la barrera psicológica del 70% de ciudadanos totalmente vacunados.
No es que con la variante delta ese 70% sirva para algo demasiado especial, pero siempre es bueno cumplir objetivos y alegrarse por ello. Otros países, sin embargo, ni siquiera han llegado al 50%.
Es el caso de Japón y Corea del Sur en el sudeste asiático, y, sobre todo, de Australia y Nueva Zelanda en el continente oceánico. Obviamente, cualquiera de estos cuatro países podría haber comprado más dosis de cualquier vacuna y haber optado por una estrategia de protección similar a la de Europa y Estados Unidos. Simplemente, eligieron no hacerlo. Su idea no era protegerse del contagio sino evitarlo. No tanto mitigar los efectos de la reproducción y transmisión del virus sino acabar con el virus como tal. El llamado Covid Cero al que aspiraron durante un año y medio y al que al final todos van renunciando poco a poco.
El último en anunciar la renuncia a este objetivo ha sido uno de los países que más empeño puso en su consecución: Australia. Aunque el país solo tiene un 28,92% de vacunados y sus dos ciudades más pobladas, Melbourne y Sydney, están ahora mismo bajo un confinamiento que en el primer caso se alargará al menos hasta el 23 de septiembre, el primer ministro Scott Morrison ha anunciado ya la necesidad de convivir con el virus.
Morrison ha citado, de nuevo, la cifra del 70% de vacunados como marca de seguridad ante la enfermedad, cifra que ya sabemos en el resto del mundo que no ofrece inmunidad de rebaño contra la variante Delta, pero que ha quedado en el imaginario colectivo.
Cómo la variante Delta lo ha cambiado todo
¿A qué se ha debido este cambio de paradigma? Pues precisamente a la irrupción de esta variante, los importantes brotes que ha provocado y la constatación de que todo empeño por erradicar el virus por completo está condenado a ser baldío. Ahora bien, hay que reconocer que la estrategia funcionó bastante bien hasta este mes de julio. Como se puede ver en el gráfico inferior, Australia se pasó quince meses con dos picos puntuales de más de setecientos casos diarios… en un país con más de veinticinco millones de habitantes. En total, se han notificado 1.032 defunciones desde el inicio de la pandemia, muy lejos, por ejemplo, de las casi doscientas mil de Perú, un país con un número similar de habitantes.
Sin embargo, coincidiendo con el invierno austral, la situación se ha descontrolado en todo el país sin que ninguna medida haya sido suficiente para aplacar la transmisión del virus. Son ya dos meses batiendo récords día a día pese a tener las grandes ciudades a medio funcionamiento.
El pasado jueves, se notificaron 1.472 nuevos casos, una cifra ridícula en cualquier otro país occidental de ese tamaño, pero que supone un aumento de cien veces la cifra con la que Australia empezó su invierno, cuando los casos se contaban por unidades y rara vez superaban la decena.
Aunque la rendición no es inmediata -Australia necesita medidas fuertes hasta, como mínimo, mediados de octubre, si no quiere que la variante Delta arrase entre una población con escasísima seroprevalencia- sí es sintomática y tiene más que ver con el cansancio psicológico que con otra cosa. Australia, afortunadamente, ha esquivado el debate salud-economía. A los excelentes datos sanitarios, hay que unir unas cifras económicas prácticamente clavadas a las del resto de países capitalistas, en torno al -2,5% del PIB para 2020. El problema no parece estar ahí.
Capaces de todo menos de aburrirnos
No, esa no es la razón de la rendición australiana sino el propio hartazgo de ver que no hay salida. Que te has quedado solo defendiendo una postura que te aísla cada vez más, dificulta muchísimo la relación con los demás países y no garantiza nada. Australia se había convertido en una sucesión de cuarentenas y burocracias difícil de soportar para el ciudadano medio. Las protestas en Sydney y Melbourne han sido constantes a lo largo del mes de agosto. A menudo se ha dicho que “Australia es una isla” para justificar su aislamiento, pero en un mundo tan interconectado, las casualidades geográficas son malas excusas.
Al final, en una batalla que parece tan técnica, tan científica, el principal enemigo es el aburrimiento: no hay país que resista dos años enteros sin ocio, más allá de las consideraciones económicas. Queda aún Nueva Zelanda como portadora del estandarte del Covid Cero. Aunque allí también han repuntado los casos este invierno, la primera ministra Jacinta Ardem se niega a tirar la toalla. Siguen los confinamientos, las restricciones y las cuarentenas. Confían en despertar un día y que el virus haya desaparecido. No ya del país sino del resto del mundo.
No parece algo viable a corto plazo, y a medio se encuentran con el mismo problema que sus vecinos australianos: cómo cambiar de estrategia con solo un 26,02% de población totalmente vacunada. Es un porcentaje demasiado bajo al que se le une de nuevo la baja protección serológica en un país donde el virus apenas ha circulado. El cuidado habrá de ser extremo si es que se decide dar marcha atrás. La rendición de sus grandes aliados hasta ahora no ayuda en absoluto a mantenerse en sus trece.
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