Este miércoles, Daria Navalnaya agradecía emocionada ante el Parlamento Europeo el premio Sajarov concedido a su padre, Alexei Navalny, detenido el 17 de enero de 2021 por la policía rusa. La historia de Navalny, en cuyo honor se dejó vacío un asiento del hemiciclo, es una historia tristemente repetida en la política rusa. Llevarle la contraria a Vladimir Putin suele acabar mal. Normalmente, en presidio durante años que se convierten fácilmente en décadas. En ocasiones, como fue el caso de Navalny, en intentos de asesinato, a menudo culminados con éxito.
El de Alexei Navalny es, de momento, el último escándalo de una larga lista. Navalny, líder del Partido por la Rusia del Futuro, viajaba el 20 de agosto de 2020 en avión de Tomsk a Moscú cuando se dio cuenta de que iba a morir. Le habían inyectado un agente nervioso llamado Novichok, ya utilizado anteriormente contra el doble agente Sergei Skripal y su hija Yulia, causándoles la muerte en Reino Unido.
Los servicios secretos rusos no suelen equivocarse en estas cosas, pero, milagrosamente, Navalny se salvó. Tuvieron que juntarse varios factores: una dosis insuficiente, la valentía del piloto para aterrizar en Omsk —probablemente no supiera quién era ese pasajero que gritaba como loco hasta perder la conciencia— y la presión de la comunidad internacional.
Navalny ingresó en un hospital de Omsk en el que se le indujo el coma. Todo el mundo dio por hecho que la idea era rematarlo ahí, como si se tratara de una escena de El Padrino. Finalmente, y para calmar los ánimos, Putin dio el permiso para que lo trasladaran a Berlín. Tal vez pensó que no aguantaría el viaje, pero lo aguantó.
El 7 de septiembre, los médicos alemanes le sacaron del coma. El responsable del Hospital Charité afirmó en rueda de prensa que era imposible saber qué efectos secundarios arrastraría Navalny a corto y a largo plazo, dada la elevadísima cantidad de veneno que habían encontrado en su organismo.
El 22 de septiembre, el opositor fue dado de alta, pero permaneció en Berlín otros tres meses más, recuperándose. Cuando se vio con fuerzas suficientes, cogió otro avión hacia Moscú. Ahí le esperaba la policía para detenerle nada más bajar del aparato. En principio, y tal como se anunció, parecía un trámite por haber roto su libertad condicional —como buen activista, Navalny llevaba años entrando y saliendo de la cárcel—, pero acabó ante un juez que le condenó a tres años y medio en una colonia penitenciaria.
A los diez días, aproximadamente, de saberse la condena y con Navalny ya fuera del ojo público, el encargado jefe del hospital de Omsk que le atendió en primera instancia y autorizó su traslado a Berlín, moría repentinamente de un ataque al corazón. Tenía 55 años.
De Litvinenko a Nemtsov
Como decíamos antes, el caso de Navalny es el último, o, al menos, el último que ha conseguido saltar a los medios de comunicación occidentales. En su discurso ante la Eurocámara, Daria Navalnaya mencionaba el nombre de Boris Nemtsov como uno de los pioneros que pagaron con su vida la lucha contra Putin. Nemtsov, viceprimer ministro ruso en 1997 y 1998, es decir, bajo la presidencia de Boris Yeltsin y justo un año antes del nombramiento de Putin como primer ministro del país, fue acribillado en Moscú el 27 de febrero de 2015, a escasos metros del Kremlin.
En un principio, el primero en llevarse las manos a la cabeza por la trágica muerte del opositor fue el propio Gobierno ruso. Putin prometió una investigación y le salió que habían sido unos chechenos. Ya es casualidad. Se les juzgó y se les condenó por asesinato.
La familia insiste en que los responsables fueron mercenarios contratados por alguien muy poderoso. No se atreven a decir el nombre, pero todos lo intuimos. Con todo, al menos en el imaginario común occidental, el caso de Navalny remite más bien al de otro opositor envenenado hasta la muerte: Aleksandr Litvinenko.
Litvinenko, agente del FSB ruso —la antigua KGB— en los años noventa, llevaba años exiliado en Gran Bretaña, desde donde había denunciado la participación de Putin en diversos actos terroristas, incluido el asesinato de la periodista Anna Politkovskaya, el 7 de octubre de 2006, mientras subía o bajaba de su casa en ascensor. Precisamente, el 7 de octubre es el cumpleaños de Vladimir Putin, y los investigadores le regalaron otros tres chechenos como sospechosos del asesinato, aunque al final fueron absueltos.
El caso es que Litvinenko empezó a encontrarse mal —diarrea, vómitos e intensa debilidad— el 1 de noviembre en su domicilio. Hasta el día 3, no se decidió a llamar una ambulancia, que le trasladó al hospital Barnet, en Londres.
Las primeras pruebas descubrieron una cantidad abismal de Polonio-210 en su cuerpo, se cree que administrada por los ciudadanos rusos Andrey Lugovoy y Dmitri Kovtun, aunque nada se ha probado al respecto. Tres largas semanas se pasó Litvinenko muriéndose lentamente, hasta que un paro cardíaco alivió su sufrimiento el 22 de noviembre de 2006, hace poco más de 15 años.
Aleksandr Lukashenko, el aprendiz
La concesión del premio Sajarov —llamado así, precisamente, en honor al prestigioso disidente ruso que se enfrentó a la dictadura soviética— a Navalny llega la misma semana que se ha conocido la condena a 18 años de cárcel para el opositor bielorruso Sergei Tikhanovsky. Si algo hay que agradecerle a Aleksandr Lukashenko, el dictador de facto del país que separa Polonia de Rusia, es que él al menos no mata a sus rivales, se limita a mandarlos una buena temporada a la cárcel mientras, claro está, sigue ganando elecciones.
Tikhanovsky era su gran rival en los pasados comicios de 2020. Tanto que hubo que detenerlo por presunta alteración del orden público. Tikhanovsky tenía un canal de YouTube en el que denunciaba la represión de Lukashenko. En la actualidad, lo gestiona su esposa, Sviatlana Tsikhanouskaya, líder de la oposición en tanto que ella sí pudo presentarse a las elecciones y quedó segunda, con un 10% de los votos, una auténtica heroicidad dadas las circunstancias. Tsikhanouskaya hace tiempo que vive con sus hijos en Lituania. Teme acabar en la cárcel también o en cualquier cuneta.
De hecho, aunque la represión en Bielorrusia viene de lejos, parece que a Lukashenko se le han cruzado los cables especialmente este año: junto a Tikhanovsky fue condenado Nikolai Statkevich, candidato en las elecciones de 2010. En septiembre, a la activista Maria Kolesnikova le cayeron once años de cárcel. Unos meses antes, en julio, llegó la condena a Viktor Babariko, prestigioso banquero que también pretendió presentarse a las elecciones de 2020 y que fue detenido semanas antes de su celebración, aunque la junta electoral ya había anulado suficientes firmas de apoyo como para invalidar su candidatura.
La impunidad del totalitarismo
Otro de los candidatos de la oposición para esos comicios, Valery Tsepkalo, huyó a Moscú justo antes de su detención porque recibió un soplo a tiempo. Su mujer, Veronika, sí se quedó en Minsk, ayudando a Tikhanovsky en la campaña. En cuanto se supo del arrollador triunfo de Lukashenko, salió volando a Polonia y de ahí, junto a su esposo y sus hijos, se instaló en Ucrania.
Si Putin lleva 21 años en el poder en Rusia, Lukashenko va para 26 en Bielorrusia. Juntos han conseguido la cuadratura del círculo: convocar religiosamente elecciones según establece la constitución de turno para luego ganarlas por incomparecencia de los demás candidatos.
Por supuesto, el método no lo han inventado ellos, pero lo están perfeccionando de maravilla. Mientras Lukashenko sigue pagando viajes de kurdos iraquíes a la frontera con Polonia y Putin sigue desplegando tropas en la frontera con Ucrania, la represión interna no ceja ni por un segundo. Hace bien la Unión Europea en rescatar del olvido a todas estas figuras y reconocer su valentía. Al fin y al cabo, lo que tienen en común Rusia y Bielorrusia ahora mismo es la declarada guerra híbrida contra Europa y, sobre todo, contra la OTAN. El asunto es cuánto puede defenderse uno entregando premios y qué hambre de conquista tienen los enemigos.
Este mismo miércoles se conocían detalles de la reunión por videoconferencia entre Vladimir Putin y su homólogo chino Xi Jinping. Al parecer, fue un encuentro virtual cálido y productivo. Lo que puede significar eso para Taiwan y Ucrania, lo descubriremos en breve. Las amenazas internas de la democracia liberal en forma de populismos quedan en nada si se las compara con lo que puede suponer un eje organizado de países totalitaristas. Una amenaza que no conviene tomarse a la ligera.