El exceso de las imágenes —la presentadora del informativo llorando sin lágrimas mientras iba soltando, palabra a palabra, teátricamente, la noticia de la muerte de Kim Jong-Il, la gente caminando por Pyongyang con las manos en la cara, mismo gesto compungido, mismo romperse sin mojarse las mejillas— dio paso a los primeros rumores: en Corea del Norte estaban deteniendo y castigando a todos aquellos que no dieran muestras suficientes de dolor ante la muerte del “Amado Líder”, fallecido el 17 de septiembre de hace diez años de un ataque al corazón.
Si la noticia era verdad o no, resulta imposible saberlo. De Corea del Norte se dice a menudo una cosa y la contraria y, así, se repite entre los distintos medios de comunicación. Algunos aseguran que cada año se establece un período de luto de diez días —este año serían once por marcar el número redondo de su aniversario— en el cual los coreanos no pueden reír, beber ni celebrar cumpleaños.
Otros dicen que ese luto terminó en realidad hace siete años y que, hoy en día, el recuerdo al expresidente de Corea del Norte apenas interfiere con el funcionamiento normal del país.
De hecho, una de las características del mandato de Kim Jong-Un como sucesor de su temido padre ha sido la rebaja considerable en la dramatización del país. Corea del Norte era antes una dictadura en la que el exceso y la sobreactuación lo llenaba todo.
Ahora, es una dictadura, sin más. Sí, al principio, la figura de Kim Jong-Un provocaba burlas en Corea del Sur y los países occidentales por su sobrepeso, una expresión algo bovina en su rostro y ese horrible peinado con los lados afeitados que no sabemos si quería recordar a su abuelo, Kim Il-Sung. Ahora, esa burla es más desconfianza o incluso miedo. El país que parecía un enorme escenario donde la vida o la muerte dependían de la representación es en la actualidad otra cosa. El qué exactamente, aún estamos intentando averiguarlo.
De perros a rumores
Pocos imaginaban que Kim Jong-Un fuera capaz de traer algo aparte de afirmarse en su cargo desde la firmeza y la seriedad. Lo que se nos decía de él era que tenía poco carácter, que se había educado entre los excesos de Occidente, que su destino le daba algo de pereza y que era, en definitiva, poco más que un títere en manos de las élites militares y políticas de Pyongyang.
Esto se comentaba fuera del país y se rumoreaba dentro. Uno de los que presumía de tener a Kim Jong-Un comiendo de su mano era su tío, Jang Song Thaek. Poco duró el pavoneo: el 12 de diciembre de 2013 se anunciaba su ejecución por contrarrevolucionario e ideólogo de un posible golpe de estado.
Con esa decisión, Kim Jong-Un, que, probablemente, sí que estuviera cuestionado por parte del antiguo régimen más allá de las filtraciones interesadas, daba un golpe de efecto singular tanto de cara al exterior como delante de su propio pueblo. Se acabaron las bromas. Se acabó el joven impresionable. Se acabaron los partidos con Dennis Rodman y Vin Baker para celebrar cumpleaños. Kim mató a su tío y con esa muerte estableció definitivamente su propio régimen de terror, herencia directa de sus antecesores.
Kim mató a su tío y con esa muerte estableció definitivamente su propio régimen de terror
En la prensa occidental, tan dada a la exageración, se publicó alegremente que lo había desnudado y se lo había dado de comida a una jauría de perros hambrientos. Obviamente, era falso. Nadie se preocupó de rectificar lo que era un invento de una publicación satírica china.
Al intentar analizar la figura de Kim Jong-Un y sus diez años de mandato —que, en rigor, se cumplirán el 24 de diciembre, cuando fue elegido jefe de las Fuerzas Armadas, el único cargo dentro de tanta burocracia que realmente importa—, nos encontramos a menudo este problema: ¿cuánto de lo que nos llega es cierto? ¿Cuánto ha pasado por el teléfono escacharrado desde Hong Kong o Seúl y nos ha llegado de cualquier manera?
Hay que filtrar según credibilidad, y el hecho de que tantos medios se tragaran lo de los perros habla a las claras de la imagen esperpéntica que tenía Kim por entonces. Un loco. Un Calígula. Un incapaz.
Un "vicio cancerígeno"
Y, sin embargo, es imposible que un incapaz aguante todo el ruido de sables que aguantó Kim Jong-Un, más aún teniendo en cuenta la evidencia de su frágil salud. Cada dos o tres años, Kim desaparece y se rumorea su muerte. Luego vuelve, más pálido o más delgado, y el rumor acaba como empezó, basado un poco en nada.
Sabemos de él que su obsesión es culminar el proyecto nuclear de su padre y que, en principio, tiene más mano izquierda. Sabemos también que creció como un enamorado de la cultura popular estadounidense de los años noventa, lo que entronca precisamente con la figura de Dennis Rodman y los Chicago Bulls de Michael Jordan.
Sabemos, sin embargo, que mira con una gran desconfianza el estallido cultural surcoreano y en concreto el fenómeno mundial de la música K-Pop. Según el grupo de Derechos Humanos, Transitional Justice Working Group, con sede en Seúl y suficiente prestigio como para que sus informes aparezcan en el New York Times, hasta 23 personas habrían sido ejecutadas en el norte de la isla por haber distribuido vídeos de música K-Pop, un “vicio cancerígeno”, en palabras del dictador.
La verdad es que el castigo es tan exagerado que resulta difícil de creer, pero a menudo las guerras culturales son las más sangrientas y el K-Pop vende a los jóvenes de todo el mundo algo que en Corea del Norte aún no se ha sabido normalizar: la alegría.
Para guerra cultural, la que mantuvo durante meses con Donald Trump. Ambos líderes se las tuvieron tiesas, en inglés y por Twitter, durante varios meses. El origen de todo probablemente hubiera que buscarlo en el paternalismo con el que Trump trataba a Kim, un continuo intento de burla —“Rocketman”, le llamaba, como la canción de Elton John, para reírse de sus afanes militaristas— que acabó en algo parecido al respeto, porque, sí, mucho tuit y mucha historia, pero aquel tipo no se bajaba de la burra y no había amenaza que retrasara el proyecto nuclear norcoreano, ya sin marcha atrás posible.
Un dictador que llora
La percepción internacional de Kim Jong-Un ha cambiado por completo en estos diez años y en eso tiene mucho que ver el miedo. Kim mató a su tío, pero también mató a su hermano en una maniobra propia de películas de espías en el aeropuerto internacional de Kuala Lumpur, en Malasia.
Kim Jong-Nam estaba acusado por las fuerzas del régimen de colaborar con agentes estadounidenses y puede que esta vez no fueran mal encaminados. Lo que sorprendió al mundo fue la facilidad con la que Corea del Norte se saltó toda convención diplomática y mandó a dos sicarias a matar al disidente en terreno internacional.
No hace tanto que, aún con Trump en el poder y aún con algo parecido a una amistad, porque nunca quedó claro cómo acabó la cosa después de las distintas reuniones que mantuvieron, se volvió a rumorear no ya que Kim estaba enfermo, sino que estaba moribundo.
Según muchos, debidamente replicados en los medios internacionales, directamente, muerto. Todo esto coincidió con la expansión de la pandemia por todo el mundo… excepto por Corea del Norte. Sus números oficiales fueron fantásticos: durante meses no anunciaron ni un caso. El coronavirus llegaba a la frontera y rebotaba; algo fantástico.
De hecho, seguimos sin tener datos fiables de cómo ha afectado la pandemia al país liderado por Kim Jong-Un, pero parecen creíbles los informes que hablan de un incremento de la pobreza y de serios problemas de abastecimiento. A diferencia de su padre y su abuelo, Kim puede mostrarse humano cuando quiere, signo de fortaleza en un régimen totalitario.
El 12 de octubre de 2020, en un discurso ante la cúpula militar, se echó a llorar y pidió perdón a su pueblo por no poder ofrecerles un nivel de vida mejor. No se sabe si esto fue antes o después de ejecutar a los aficionados de BTS. Este mismo año 2021, ha reconocido en público el fracaso del último plan quinquenal puesto en marcha.
Si Kim Jong-Un hubiera hecho esto en 2011 o en 2012… si lo hubiera hecho antes de la parafernalia de los perros hambrientos o el asesinato en el aeropuerto o las cumbres con Donald Trump, se entendería como un gesto de debilidad imperdonable. Si ya no se entiende así es porque Kim ya no provoca burla sino miedo. Un asesino que llora es un asesino que aún no está saciado, igual que un asesino que ríe es un asesino que prepara algo.
No hay nada en Kim Jong-Un, a diferencia de su padre, que invite a pensar que se mueve por motivaciones ideológicas. Tal vez por eso China le mire con cierta cautela. Del chico de veintiocho años que parecía no saber dónde meterse en el funeral de su padre no queda ya nada.
La brutalidad y un tremendo sentido práctico han dejado la burla internacional suspendida, una risa helada. Solo la salud y los antecedentes cardiovasculares de su familia se interponen ahora mismo en su camino. De lo contrario, Corea del Norte tiene líder para rato.
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