“Gato negro o gato blanco, lo importante es que cace ratones”. La expresión de Deng Xiaoping, pronunciada en 1962 ante el comité central del Partido Comunista Chino, presidido por entonces por Mao Zedong, resume a la perfección la filosofía política del pragmático líder revolucionario.
A los veinticinco años exactos de su muerte, es difícil aún hacer un balance de su figura, tan llena de contradicciones: fue amigo y aliado de Mao en la guerra civil y supo colocarse a su vera en la Larga Marcha de 1934-35, cuando el ejército nacionalista de Chiang Kai-Shek puso contra las cuerdas a los guerrilleros y cometió el error fatal de dejarles reagruparse en el vasto interior del país.
Durante los años cincuenta y sesenta, fue prácticamente el número dos del país junto a Liu Shaoqi, pero, sin embargo, ambos fueron purgados en la llamada “Revolución Cultural” de 1966. Deng fue enviado cuatro años a un centro de reeducación en una provincia perdida. Cuando volvió, su pragmatismo se había visto multiplicado: aprendió que el culto al líder podía llevar al horror, que la masa descontrolada era capaz de los peores actos y que la versión maoísta del comunismo estrangulaba por completo la iniciativa económica.
Por todo ello, tras su rehabilitación y la muerte de Mao en 1976, Deng se lanzó a una lucha a brazo partido por el poder contra el sector encabezado por Hua Guofeng, el sucesor elegido por el propio Mao. Poco a poco fue arrinconando a sus rivales, hasta acabar ocupando sus puestos: en 1978, recibió el título de Líder Supremo, aunque sin cargo ejecutivo derivado; en 1980, fue nombrado primer ministro del país y, en 1981, secretario general del Partido Comunista Chino. Acumulaba así el mismo poder que había acumulado Mao durante sus tres décadas como “gran timonel” del gigante dormido.
Deng tenía por entonces 77 años y mucha prisa. Su objetivo era abrir el país al exterior, tanto en lo político como en lo económico. Había que buscar un carril hacia el capitalismo que a su vez no destruyera al estado socialista. Cuadrar el círculo, vaya. Gracias a su buena relación con Estados Unidos (primero con Carter, luego con Reagan), el comercio entre ambos países fue creciendo mientras negociaba con Margaret Thatcher la devolución a China de la colonia británica de Hong Kong, tal vez su mayor éxito político. Curiosamente, la muerte le llegó apenas unos meses antes del cambio de poderes.
Tiananmen, punto de inflexión
Con todo, el legado de Deng Xiaoping siempre se verá ensombrecido por la matanza de la plaza de Tiananmén y la represión posterior. Sí, abrió China al exterior. Sí, “inventó” el capitalismo de estado y, sí, recuperó Hong Kong para su país… pero el pragmatismo se convirtió en inhumanidad durante aquellos días de junio de 1989 en los que murieron alrededor de mil personas. Apenas cinco meses después, ya con 85 años, Deng renunciaba a su cargo y nombraba sucesor a su protegido Jiang Zemin.
Tanto el propio Jiang Zemin como Hu Jintao y Xi Jinping, secretarios generales del Partido Comunista Chino durante estas tres últimas décadas, se han limitado en realidad a continuar la senda de Deng. La China actual que conocemos apenas se parece a la que dejó en 1989 o a la que ya vislumbraba su esplendor en 1997, año de su muerte. ¿De qué manera ha cambiado el país asiático en estos veinticinco años? Analicemos algunos parámetros para ver los progresos de este período.
Población. A pesar de una cierta relajación en las restricciones a la natalidad, China ha sabido controlar su mayor problema: el exceso de población. Si en 1997, era el país más poblado con muchísima diferencia (1.230 millones de habitantes por los 1.001 millones de India), en la actualidad esa distancia se ha reducido considerablemente (1.402 por 1.380, según datos censales de 2020) y se considera que este mismo año podría ceder el trono. En estos veinticinco años, China ha crecido en 172 millones de habitantes. Para hacerse una idea, en los veinticinco anteriores el crecimiento había sido de 368 millones.
Un crecimiento más controlado permite más margen a la hora de establecer medidas económicas y evita las hambrunas por falta de recursos. También aporta más flexibilidad a las familias a la hora de establecer proyectos propios y mitiga la emigración. Si hay para todos, los jóvenes no tienen por qué huir del país en busca de un futuro mejor, lo pueden encontrar en casa.
PIB. En relación con lo anterior, una mayor libertad individual y familiar, una mejor organización estatal de los recursos y la consolidación del camino hacia el capitalismo, ha hecho que el PIB de China haya pasado de 961.600 millones de dólares en 1997 a los 14,72 billones actuales. En otras palabras, se ha multiplicado por quince. De nuevo, la comparación es inevitable: en los veinticinco años anteriores, coincidiendo con las grandes hambrunas y los disparatados proyectos de Mao, el PIB de China había crecido solo en 748.000 millones.
Si en 1972, el poder económico de China era diez veces inferior al de Estados Unidos, una proporción similar a la que veíamos en 1997, en la actualidad la diferencia es de “apenas” seis billones de dólares, es decir, un 30%. Según las estimaciones de las Naciones Unidas, China es la segunda mayor potencia económica del mundo, triplicando a Japón en números totales. Su renta per cápita ha pasado de ser una de las más bajas del planeta a colocarse justo por encima de la media mundial, con 18.931 dólares, según estimaciones del FMI, muy por encima de otros países emergentes como Brasil o la propia India.
Iniciativa empresarial. Hasta 248 empresas chinas cotizaban a 5 de mayo de 2021 en el NASDAQ de la Bolsa de Nueva York. En 1997, eran seis. Tres de las cinco empresas con mayores ingresos de 2020 son chinas, todas ellas, eso sí, con participación estatal. En total, según la lista de la revista Fortune, doce de las cincuenta empresas con mayores ingresos aquel año fueron chinas; dos de ellas, enteramente privadas (el gigante de las telecomunicaciones Huawei y la aseguradora Ping An).
Siguiendo la comparación, en 1997, la lista de Fortune estaba prácticamente copada en sus primeros puestos por empresas japonesas y estadounidenses. De hecho, para encontrar la primera empresa china en beneficios de ese año había que bajar hasta el 164º lugar, donde aparecía el Banco Nacional de China. Del sector privado, mejor ni hablar. Apenas existía como tal.
Organización de eventos internacionales. Una señal indiscutible de la voluntad de apertura de un régimen es su decisión de organizar eventos que acerquen su cultura a la de otros países. Desde 1997, China ha organizado dos Juegos Olímpicos (los de verano de 2008 y los de invierno de 2022, ambos en Beijing), Nanjing organizó los Juegos de la Juventud de 2014 y Wuhan, los Juegos Militares de 2019, uno de los posibles focos de expansión del coronavirus por el resto del planeta.
La exposición universal de Shanghai en 2010, con 73 millones de visitantes, o la organización de la cumbre de líderes del G20 en Hangzhou en 2016 son ejemplos de globalismo inimaginables antes de la década de los noventa. En 2019, el año inmediatamente anterior a la pandemia, China recibió en torno a 145 millones de visitantes y registró 155 millones de salidas al extranjero. En 1997, el país recibió 57.588.000 visitantes y las salidas al extranjero estaban limitadas a ciertos países del sudeste asiático y bajo autorización estatal.
Fuerza militar. La evolución económica de China, principal obsesión de Deng Xiaoping queda clara… pero todo ello se ha logrado sin descuidar la inversión militar. En 1997, el ejército chino estaba compuesto por unas 2.500.000 unidades y se calculaba que poseía unas 233 cabezas nucleares. En 2021, esos números habían subido a 3.355.000 unidades (incluyendo a 1.170.000 reservistas) y 350 cabezas nucleares, la mayoría para uso submarino, amenaza suficiente como para que Occidente y especialmente Estados Unidos siempre tengan un ojo puesto a cualquier veleidad imperialista sobre el Sudeste Asiático, en especial, la reivindicada isla de Taiwán.
China ocupa en la actualidad una posición de privilegio en el mundo que solo se entiende gracias a la voluntad y las medidas de Deng Xiaoping a lo largo de los años ochenta, desarrolladas por sus sucesores en los años posteriores. Con todo, sigue siendo un régimen totalitario, controlado por una élite poderosa y con escaso respeto a los derechos humanos. Pragmático, como Deng, incluso en la crueldad. El sucesor de Mao temía la disidencia tanto como la teme Xi en la actualidad. La doctrina está clara: por el orden hacia el imperio. Y si por el camino se puede ganar un dinero, bienvenido sea.