Decía recientemente el senador estadounidense Marco Rubio, en declaraciones a la CNN, que “tenemos que entender que este Vladimir Putin no es el mismo que hace cinco o diez años” y que, ahora, su cálculo de los riesgos es mucho más temerario. Es una opinión bastante extendida entre expertos de todo el mundo y obliga a preguntarse exactamente dónde ha estado esa gente durante los últimos 25 años. Desde luego no en Rusia. Desde luego, no preocupada por lo que hacía Putin.
Hace 22 años, Vladimir Putin manifestaba satisfecho ante las cámaras la solución final del conflicto con Chechenia. Sus tropas habían acabado con la resistencia del último distrito rebelde de Grozni. La capital chechena quedaba, en palabras del corresponsal del diario El País, “reducida a un paisaje lunar”. Ruinas de edificios en llamas y decenas de miles de personas fallecidas en el camino. Un ataque sin piedad no ya para vencer sino para humillar y destruir. El ataque de un psicópata.
Hace veinte años, Vladimir Putin autorizaba la entrada de sus fuerzas especiales en el Teatro Dubrovka de Moscú, donde 40 terroristas chechenos retenían a más de 800 rehenes. No fue una entrada cualquiera: harto de la prolongación sin resultados de las negociaciones, Putin permitió que se gaseara el interior del teatro, con rehenes y terroristas hacinados, y se disparara a continuación sin importar demasiado a quién ni adónde. Todos los chechenos murieron, unos 200 civiles también perdieron la vida. Setecientos acabaron en el hospital.
Hace 18 años, Putin ordenaba envenenar a Viktor Yuschenko, en aquel momento candidato a las elecciones presidenciales de Ucrania y simpatizante de las posiciones occidentalistas. Su rival, Viktor Yanukovich, tuvo que acabar huyendo del país en 2014 y suena como uno de los candidatos rusos para suceder a Zelenski si estos ganan la guerra. Hace 16 años, el ex espía y opositor al régimen, Alexander Litvinenko, moría con las venas llenas de polonio en un hospital de Londres. Hace seis años, Putin unió sus tropas a las de Al-Asad para arrasar Alepo, una ciudad milenaria de Siria convertida en hogar de yihadistas. No quedó piedra sobre piedra.
Si todo esto le parece demasiado lejano a Rubio y a cierta opinión pública occidental, basta con recordar cómo, hace tan solo un año y medio, el opositor Alexei Navalni entraba en coma en pleno vuelo después de recibir un agente nervioso que le tuvo hospitalizado durante semanas, tras lo cual se produjo su detención y una serie de juicios-pantomima que aún se siguen celebrando. Era el mismo Putin de ahora. Los que hemos cambiado en nuestro juicio somos nosotros. Lo que ha cambiado es el escenario.
Los “escudos humanos”
Mientras Putin arrasaba Grozni o Alepo, mientras perseguía, envenenaba y asesinaba, incluso en plena calle, a sus adversarios políticos, nosotros nos llevábamos las manos a la cabeza y exigíamos sanciones, pero inmediatamente nos olvidábamos y nos poníamos a otra cosa. Cuando sus tropas entraban alegremente en Georgia o en Kazajistán o en Crimea, considerábamos poco menos que eran asuntos de bárbaros que en poco o nada afectaban a Occidente. Así, hasta que ha llegado la invasión de Ucrania y, de repente, hemos decidido que este hombre no está muy bien de la cabeza.
Lo único que se puede decir de esta supuesta nueva versión de Putin es que es más ambiciosa. Punto. Invadir toda Ucrania es, desde luego, un objetivo monumental. Es probable, de hecho, que el presidente ruso no contara con ello, que pensara que le bastaría con tomar Kiev sin demasiada resistencia y forzar un cambio de gobierno. Rusia no tiene medios económicos ni militares para invadir la totalidad de su país vecino y mantener ahí las tropas para imponer el orden durante décadas. Sin embargo, la cosa no ha salido bien y está enfadado. Así lo suponen al menos las inteligencias occidentales. El plan era acabar la guerra el 6 de marzo y a día 3 aún quedan demasiados cabos por atar.
De hecho, en la mayoría del territorio, las tropas rusas siguen estancadas en sus avances militares. Después de sitiar Mariúpol durante una semana, siguen siendo incapaces de tomar la ciudad portuaria. Lo mismo pasa con Járkov y Kiev. El propio Putin salió este jueves a tranquilizar a su consejo de seguridad y mantener que la operación “va según lo previsto” y quejarse de que son los ucranianos los que en vez de rendirse se siguen “comportando como neonazis”, curiosa manera de entender la legítima defensa de un país soberano.
La escalada militar, en cualquier caso, es obvia. Putin lo justifica con que “Ucrania está utilizando escudos humanos”, pero lo cierto es que las noticias de atrocidades empiezan a multiplicarse. En una guerra, nunca hay que dar por buena la versión de un solo bando, pero sabemos por la prensa independiente destinada allí que esos ataques se están produciendo. Los hemos visto con nuestros propios ojos. Desgraciadamente, no son nada comparado con lo que puede estar por venir.
La “chechenización” de Ucrania
Si alguien ha demostrado que es fiable en este conflicto es la inteligencia estadounidense. Prácticamente han anticipado al detalle cada maniobra de Putin, a menudo obligándole a retrasarla. Cuando todo el mundo repetía lo tranquila y en paz que estaba Kiev frente al alarmismo occidental, el mismísimo Joe Biden salía en televisión a alertar de que era Kiev y no el Donbás el verdadero objetivo de Putin. Una semana después, los misiles volaban sobre la capital ucraniana, tomada, en apariencia, por sorpresa.
En ese sentido, es la inteligencia estadounidense la que avisa ahora de un recrudecimiento del conflicto. La que avisa de un nuevo plan que pasaría por la “chechenización” del conflicto, un temor confirmado por fuentes francesas tras la conversación de Emmanuel Macron con Putin. Todos hemos visto imágenes del heroico pueblo ucraniano parando tanques en las carreteras o gritando a tropas rusas armadas. Eso en Chechenia no sucedía, como no sucedía en Siria. Eso se permite porque es Ucrania y todavía Putin sueña con una anexión no militar sino consensuada. Al fin y al cabo, Yanukovich ganó unas elecciones, ¿no? Rusia no puede ser tan impopular, pensará…
Ahora bien, si algo nos ha demostrado la historia reciente, es que Putin lleva mal las esperas. Es un hombre demasiado impaciente. Lo fue en Grozni en 2000, lo fue en el Dubrovka en 2002, lo fue con sus distintos adversarios a lo largo de décadas y lo fue en Alepo en 2015 y 2016, cuando, según la ONU, más de 30.000 inmuebles quedaron completamente destrozados por los bombardeos rusos. ¿Puede hacer lo mismo Putin con Kiev, con Járkov o con Mariúpol? Es difícil contestar a esa pregunta. Desde luego, todo hace pensar que se lo está planteando, pero hay aspectos clave que aún pueden frenarle.
Destruir lo que anhelas
El primer factor a considerar sería de imagen pública. ¿Cómo justificas, en una guerra televisada a todo el mundo, un uso de la violencia que permita imágenes de cientos de muertos civiles, de niños sin vida entre piedras, de madres gritando desgarradas? ¿Cómo puedes convencer a tu propio pueblo de que los ucranianos son sus hermanos… y que a la vez deben morir escarmentados? Es complejo… pero da la sensación de que Putin ya ha dado la batalla de la opinión pública por perdida. Si tiene que hacerlo para ganar la guerra, lo hará. Tiene 200.000 soldados en territorio ucraniano. No los va a mandar derrotados a casa. Hay que ganar como sea. Al fin y al cabo, siempre podrá decir que sus tropas ya pidieron la evacuación total de Kiev y están ofreciendo un alto el fuego para abrir corredores humanitarios. El que avisa…
El segundo factor es puramente cultural. Por supuesto, Pablo Iglesias y cualquier materialista histórico defenderá que la guerra solo obedece a intereses económicos. Es lo que han interiorizado y lo que repiten en cada conflicto. No obstante, es probable que haya algo de cierto cuando Putin repite que Ucrania es Rusia, que Ucrania, de hecho, solo es Rusia, que nunca existió como algo independiente del imperio de los zares, aunque eso suponga borrar de un plumazo mil años de historia. Si de verdad Putin, como buen megalómano, quiere pasar a la historia como un héroe ruso, no puede destrozar sin más una parte de su supuesto territorio.
Para Putin, los chechenos y demás pueblos del Cáucaso son escoria. No son eslavos, son turcos. Son peligrosos islamistas atrasados. Puede arrasarlos a su voluntad sin ningún tipo de remordimiento. No sucedería lo mismo con Kiev. No, desde luego, con Odesa, la ciudad donde se inició la Revolución de 1905. No puede convertirse de repente en el malo de un remake del Acorazado Potemkin en el siglo XXI. Va más allá de lo que pensarán los medios o sus adversarios, es una decisión que determinaría su lugar en la historia de Rusia como tirano sanguinario, algo que, en principio, es justo lo que quiere evitar.
Y todo esto, ¿quién lo paga?
Por último, está el factor económico. Uno puede arrasar Chechenia y olvidarse después de todo. Que se las arreglen. Puede arrasar media Siria y dejar el trabajo sucio a su esbirro Al-Asad. Ya reconstruirá él. O no. Lo que prefiera. No obstante, si Putin acaba con Kiev, si acaba con los puertos del Mar Negro o del Mar de Azov, si vence la resistencia de Járkov con fuego y destrucción… es para quedarse ahí. Se supone que el objetivo de todo esto es recuperar un territorio que se considera propio. Alguien tendrá que pagar por la reconstrucción de ese territorio y solo puede ser Rusia si se queda como invasor.
Si anexionarse Ucrania supone destruirla, efectivamente el cálculo parece erróneo. El problema es la poca tolerancia de Putin a los inconvenientes. Para ser un hombre frío y calculador, se calienta con una facilidad tremenda. De ahí que ande amenazando a todo el mundo con armas nucleares y que vea conspiraciones en cada decisión autónoma de un país limítrofe. En cualquier caso, parece que es un cálculo que está en su cabeza. Una especie de “la maté porque era mía”. ¿Toleraría la Unión Europea un horror de tal magnitud? ¿Lo toleraría la OTAN? Esperemos que no haga falta comprobarlo.
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