Cuando uno insiste en una narrativa durante ocho años, llega un momento en el que es muy difícil diferenciarla de la realidad. Para Rusia, y aquí no hablamos solo de su presidente Vladimir Putin, la "revolución europeísta del Maidán" de febrero y marzo de 2014 -las protestas en las calles de Kiev a favor de un acuerdo con la Unión Europea al que el presidente Viktor Yanukovich se oponía-, no solo fue una ofensa para su país sino la representación de un golpe de estado avalado por las potencias occidentales en forma de revuelta popular.
Putin siempre ha tenido esa espina clavada. ¿La OTAN en la frontera? Un agravio. ¿Que su querido Yanukovich acabara abandonando la presidencia, el partido y el país en un coche, cruzando la frontera de forma casi furtiva para refugiarse en Moscú? Una agresión en toda regla. En el fondo, esta historia empieza ahí: el triunfo de Yanukovich en las elecciones de 2009 -estuvo a punto de ganar ya en 2004, cuando Putin envenenó a su rival, Viktor Yuschenko, y el veneno le desfiguró el rostro- parecía mostrar que el tradicional equilibrio ucraniano entre partidarios de la unión con Rusia y partidarios de una apertura hacia Occidente se decantaba a favor de los primeros. Putin nunca entendió la deriva posterior.
De hecho, la posterior toma de Crimea, sin apenas pegar un tiro y con el apoyo casi total de la población, convenció a las autoridades rusas de que estaban en lo cierto: Ucrania quería ser rusa. O, al menos, quería que sus lazos culturales, políticos y económicos siguieran ligados a la madre de todos los eslavos. No importaba que en el mismísimo Donbás, en la frontera oriental de Ucrania, la cosa estuviera cuando menos dividida. No importaba que las elecciones de 2014 las ganara el nacionalista Petro Poroshenko y, desde luego, no importaba que en las elecciones de 2019 arrasara un cómico televisivo, Volodimir Zelenski, algo que desde el Kremlin se vio como una banalización de la política y la oportunidad para apretar las clavijas a Kiev.
El convencimiento de Putin y el convencimiento de Rusia iba más allá del grano, el gas o el control del comercio del Mar Negro, aunque pudieran influir. Era un convencimiento político. Aquella gente, que volvía a negociar con la Unión Europea, que volvía a coquetear con la OTAN, por mucho que ambas instituciones le dieran largas -nadie quiere a un socio que te puede meter en cualquier momento en una Guerra Mundial-, eran usurpadores. El pueblo ucraniano era, en esencia, prorruso. Y quien creyera que no, no tardaría en convencerse. La guerra de Ucrania, más allá de la propaganda, estaba concebida como una guerra de liberación. Al menos, en la cabeza de Putin.
La resistencia con la que Putin no contaba
De ahí, tal vez, la inmensa ambición que mostró el presidente ruso en su ataque. No le bastó con Donetsk y Lugansk; no le bastó con determinados enclaves del Mar de Azov o del Mar Negro. No. La envergadura de la "operación especial", las casi doscientas mil tropas enviadas desde las fronteras de Rusia y Bielorrusia, hacían pensar en una ocupación total en poco tiempo. Una "guerra relámpago" que careció de lo básico: la segunda ola. Las tropas rusas entraron en territorio ucraniano como un vendaval, pero sin plan de reemplazo. Ahí siguen los tanques parados camino de Kiev, en vez de avanzar por oleadas. Ahí siguen los evidentes problemas de abastecimiento y las enormes dificultades para ganar terreno.
¿A qué se debió este tremendo error estratégico? Ante todo, al convencimiento de que no habría resistencia por parte de Zelenski. Zelenski es la clave de estas dos semanas y media. Si Zelenski ve su vida amenazada y huye; si ve que la guerra es imposible de ganar y rinde su gobierno con un armisticio vergonzante, la guerra acaba en cuarenta y ocho horas, pensó Putin. Incluso en la hipótesis de que el presidente ucraniano resistiera, no había un ejército como tal que pudiera ejecutar sus órdenes. No había suficientes tropas ni disponía Ucrania de suficientes armas. Se había demostrado en Crimea y en ocho años de guerra en el Donbás, donde unas simples milicias seguían poniendo en jaque a las fuerzas del segundo estado más grande de Europa.
Pero había algo más: Putin esperaba la aclamación. Putin esperaba que, incluso en el caso de que Zelenski no huyera como una rata y que, no se sabe cómo, el ejército ucraniano resistiera esa primera andanada, el pueblo se rebelaría. Ucrania entraría en un escenario parecido al de una guerra civil. Habría suficientes focos rebeldes a lo largo del centro-este del país como para sacar provecho de ello. Parece increíble que la inteligencia rusa, la tan aclamada inteligencia rusa, fallara de esta manera: Ucrania se ha plegado sobre sí misma como un solo pueblo, ha abandonado sus diferencias culturales y étnicas -que las hay- y ha resistido patas arriba. Su ejemplo, además, ha contagiado a la Unión Europea y a Estados Unidos, añadiendo más actores al conflicto.
Cuando todo sale mal
Si Putin desprecia a Zelenski, más desprecia a Occidente. Un conjunto de pueblos demasiado débiles, demasiado cómodos, demasiado acostumbrados a la paz. Un montón de comerciantes, burócratas y conspiradores. Sí, los países occidentales habían sido los primeros en ponerse detrás de los rebeldes que acabaron echando a Yanukovich, pero ¿estaban dispuestos a mancharse las manos de sangre?, ¿estaban dispuestos a apoyar militarmente a Ucrania?, ¿estaban dispuestos a aguantar lo que quedaba de invierno sin gas, pagando precios desorbitados por el petróleo y la electricidad y viendo cómo su economía se hundía ante sus propias sanciones? Sorprendentemente, la respuesta ha sido "sí".
Todo lo que podía salirle mal a Vladimir Putin le salió mal: resistió Zelenski, resistió el ejército, resistieron los civiles y resistieron los aliados. Descartada la posibilidad de una rendición inmediata, Putin busca ahora la manera de reconducir la guerra para poder ganarla… sin que a su vez esa victoria suponga una enorme derrota a medio plazo. El problema es que, sobre el papel, Rusia solo puede imponerse con la fuerza bruta… pero es muy complicado ordenar el uso de esa fuerza bruta contra un pueblo calificado como “hermano” y con el que se pretende una convivencia en unidad durante siglos.
Pongamos el ejemplo de Mariúpol. La ciudad lleva una semana sitiada. Al este y al norte, vigilan las tropas que vienen del Donbás. Al oeste, las que vienen de Crimea. Al sur, queda el mar de Azov, donde la temible Armada rusa puede actuar sin problemas en cualquier momento. Mariúpol, una de las joyas de la corona ucraniana, lleva días sin electricidad, sin comida y sin agua. El ejército que defiende la ciudad ha quedado completamente aislado de las demás divisiones. Tomar Mariúpol no puede ser tan difícil en estas condiciones. Si no lo hace Rusia, no es porque no pueda… sino porque supondría, muy probablemente, un baño de sangre.
Lo que quiere evitar Putin a toda costa es lo que no le importó nada en Grozni o en Alepo: una guerra de guerrillas, ciudad a ciudad, barrio a barrio, calle a calle. Una guerra de destrucción, con decenas de miles de civiles asesinados, con emblemas de la cultura eslava destruidos y convertidos en ruinas… y con un número de bajas propias inasumible. La comandancia rusa admite la muerte de quinientos soldados mientras los medios ucranianos afirman que son once mil. Asimismo, las Fuerzas Armadas de Ucrania aseguran haber destruido un total de 290 tanques enemigos, además de 46 aviones y 68 helicópteros. El New York Times avanzaba este martes la cifra de 3.000 bajas rusas, según estimaciones de la inteligencia estadounidense.
Cómo ganar una guerra que solo puedes perder
Parece claro que el ejército ruso, o al menos el ejército que ha mandado Putin a Ucrania -un ejército con un armamento obsoleto y unas tropas sin experiencia-, no está preparado para ganar esta guerra tal y como se está desarrollando. De los objetivos militares ha pasado a los objetivos civiles para amedrentar a la población y poner presión sobre el gobierno de Zelenski. La idea es matar al número suficiente de ucranianos como para que la capitulación sea inevitable sin que aquello se convierta en una masacre.
El asunto es cómo hacerlo. Putin no se decide. En su mente, solo cabía la aclamación y en su libro de táctica bélica solo aparece la aniquilación. Rusia puede ser mucho más dura aún con Ucrania. Puede dejarla completamente a oscuras -controla casi todos los recursos energéticos del país vecino-, puede incrementar los bombardeos, puede tomar las ciudades como vándalos hambrientos de sangre, puede mandar aún más mercenarios a buscar a Zelenski y matarlo.
Putin puede convertir Mariúpol, Járkov, Odesa o Kiev en enormes Groznis devastadas y humeantes. Tiene, como decíamos, la fuerza bruta de su parte… pero, a la vez, sabe que no puede usarla. ¿Cómo va a destrozar Putin la ciudad portuaria fundada por Catalina la Grande? La que se levantó contra la injusticia zarista en 1905, la que frenó a los nazis en 1942… ¿Cómo va a acabar con la capital del Rus de Kiev? ¿Cómo va a destrozar sin miramientos ciudades con una importantísima parte de población prorrusa? ¿Cómo va a convertirse él mismo en el peor enemigo de sus "hijos" eslavos
Rusia puede ganar la guerra cuando quiera y eso lo sabe Zelenski como lo sabe el resto de Occidente. También saben que tiene prisa por ganarla porque, económicamente, el país se va a la ruina y cada vez será más difícil mantener una operación tan costosa. Ahora bien, tiene que querer ganarla, con todas sus consecuencias, y eso ya no es tan fácil. De alguna manera, Putin aún confía en que las ciudades se vayan rindiendo y se vayan acostumbrando a su dominio. Si la cosa se decide en las calles, la guerra va a durar mucho tiempo y va a ser muy cruenta. De hecho, si el gobierno Zelenski consigue huir a Lviv (Leópolis) y establecer ahí su sede junto a la frontera de Polonia, el conflicto podría eternizarse.
Es cierto que Putin no tendría los mismos escrúpulos con el oeste de Ucrania -de mayoría no eslava, heredera en buena parte de los imperios turco, polaco y lituano-, pero el problema aquí es que su ejército no da para tanto: no da para asegurar posiciones en el este, para mantener a raya los intentos de insurgencia, para combatir a las distintas guerrillas que vayan surgiendo… y todo esto sin dejar de seguir avanzando hacia Polonia. O la fuerza bruta o nada, parece. Ese es el reto de Zelenski y eso es lo que desespera a Rusia (y a ciertos políticos españoles). Al no negociar la derrota, Zelenski hace que la victoria sea cada día más cara. Tanto, que uno se pregunta cómo va a hacer Putin para pagarla.
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