Sube al microbús de Chisináu a Rumanía como un moldavo más. Carga dos bolsas de plástico, con agua embotellada y fruta, y una maleta para dos. Yevheniy tiene 25 años. Salió de Dnipro como pudo, con su novia y un inglés justísimo, camino a alguna parte. No miró atrás. ¿Qué haces en Moldavia? Huir de la guerra. ¿Cuánto llevas huyendo? No lo sé. ¿Cómo está tu ciudad? Bien. ¿No la han bombardeado? Menos que Járkov, que Mariúpol, que Mikolaiv. ¿Adónde vas? A Iasi. ¿Y luego? A Berlín. ¿Y luego? A Múnich. ¿Y luego? Nos quedaremos allí. ¿Qué haréis? Se encoge de hombros. Sonríe. Le deseo suerte. “Igualmente, amigo”, responde. Igualmente.
Desde el 24 de febrero, cuando el Kremlin inició la ocupación total de Ucrania y el mayor éxodo en suelo europeo desde la Segunda Guerra Mundial, las escenas en un país y en otro, en Rumanía y en Moldavia, se repiten.
Las abuelas firmes, aparentemente enteras, resignadas a la repetición de la Historia. La crueldad de Vladímir Putin revive los fantasmas del nazismo y el estalinismo.
Las madres agotadas, de mirada helada, con un pensamiento en sus hijos y otro en su marido, en la guerra o en el pasado.
Los niños grandes tristes, cabizbajos, y los niños pequeños alegremente ajenos, pesarosos sólo a ratos, con gorro, plumífero y peluche, con la mochila del colegio a la espalda y un dulce a mano.
Y tan pocos hombres, tan pocos, que la eficacia de la ley marcial salta a la vista.
Yevheniy se libró del servicio a la patria y decidió probar la misma fortuna que otros 300.000 compatriotas, que escogieron el paso por el país más pobre de Europa, con una extensión similar a Cataluña y apenas dos millones y medio de habitantes, para huir del hambre, el frío y los morteros, y para salvar la vida de la hermana, la vida de la madre, la vida de los hijos nacidos o por nacer y, en fin, la vida propia.
No hay planes más allá del día. A veces tienen amigos o parientes repartidos por Europa, y a veces no. La mayoría de ellos viaja a Alemania, Países Bajos, Rumanía o España, aprovechando la ocasión abierta por la Unión Europea. Los ucranianos, como refugiados de la guerra, pueden cruzar las fronteras y asentarse libremente en cualquier parte del territorio Schengen.
Viajan en autobús o en avión, dando buena medida de las desigualdades económicas de su país, y se alojan en refugios improvisados, en casas de generosos desconocidos o en hoteles menos considerados, que sacan partido de la desesperación con precios disparatados. En Chisináu, con el 90% de las habitaciones ocupadas, una noche cuesta una semana de sueldo moldavo.
Al borde del colapso
Dos de cada tres ucranianos que entran en Moldavia, en estado de emergencia desde el 24 de febrero y con el espacio aéreo cerrado, utilizan la pequeña república como puente. Yevheniy, ya se ve, no es una excepción. Pero ¿qué ocurre con ese uno de cada tres que permanece? ¿Qué posibilidades? ¿Qué futuro? ¿Por qué quedarse?
¿Puede un Estado empobrecido, sin infraestructuras y geográficamente atrapado soportar un crecimiento del 5% de la población de la noche al día?
¿Podrá el tambaleante puente moldavo sostener el peso de los cientos de miles de ucranianos pobres, sin recursos para la huida, que están todavía por llegar?
“Sólo es posible con la ayuda de Estados Unidos, la Unión Europea, Naciones Unidas y las organizaciones internacionales”, resume Iulian Groza, viceministro de Asuntos Exteriores de Moldavia entre 2013 y 2015. “Lo has visto. Tenemos 3.000 voluntarios sin los que sería imposible atender a tanta gente. El Estado dispone de recursos limitados. Enfrentamos una crisis sin precedentes. Necesitamos ayuda internacional. Necesitamos reubicarlos”.
Moldavia es el país vecino más castigado por el éxodo. Las cifras absolutas convierten Polonia en la frontera que más ucranianos atraviesan: dos millones, hasta la fecha. Pero la proporción de Moldavia lleva las manos a la cabeza. Como si España hubiese acogido 5,8 millones de personas en tres semanas. Y como si cerca de dos millones de ellos, más que habitantes tiene Barcelona, optasen por quedarse.
Con el agravante moldavo de un PIB per cápita bajísimo, de 4.000 euros al año; una economía agrícola y precaria, de subsistencia, que ha empeorado tras dos años de pandemia y una larga temporada de sequía; una acumulación de problemas estructurales difíciles de resolver no en un mes, sino en una década; y una encrucijada social y política que le ata de pies y manos ante el Kremlin, siempre dispuesto a la desestabilización del país con mecanismos de guerra híbrida, campañas masivas de desinformación y chantajes de suministro. Porque el 80% de la electricidad y el 100% del gas de Moldavia tienen la firma de Moscú.
De modo que se entiende sin necesidad de intérpretes que el Gobierno liberal y proeuropeo de Maia Sandu, como los gobiernos liberales y proeuropeos de Ucrania y Georgia, haya escogido este momento para formalizar su petición de ingreso a la Unión Europea, sin renunciar a su condición de actor neutral a ojos de Putin.
“Esta cantidad de refugiados ejerce una presión terrible sobre nuestro país”, explica Vadim Pistrinciuc, viceministro de Trabajo y Asuntos Sociales entre 2009 y 2012 e investigador del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores. “La guerra ha creado muchos problemas y ya teníamos unos cuantos. La inflación [puede irse al 12% este año] y los altísimos precios de la energía son muy preocupantes. La guerra ha impactado terriblemente sobre nuestras importaciones y exportaciones. La tensión social es brutal. Y prevemos el aumento del flujo de refugiados desde Odesa, que además era el principal puerto para nuestras empresas. No cabe duda de que, sin la ayuda de los europeos, estaríamos al borde del colapso”.
Como apunta Groza, Moldavia sufrirá las secuelas del paso cerrado de Ucrania. Compromete las ventas en el extranjero y el abastecimiento de sus mercados, y entorpece unas relaciones comerciales con China que rondan los 600 millones de dólares al año. La república tampoco es ajena a los inauditos precios del petróleo, inseparables de las sanciones de Occidente a Rusia. Las gasolineras del país alumbran un precio de 27 leis por litro. Es una cantidad inasumible para miles de moldavos. Equivale a un euro y medio en un país con un sueldo medio de 400.
A Chisináu sólo le queda mirar al oeste. Para sustituir la pérdida parcial o completa del mercado ucraniano, bielorruso y ruso, y para obtener respaldo político y financiero. Bruselas, que ha ayudado en el último año a Moldavia con préstamos blandos, prepara un nuevo paquete de 150 millones de euros de los que 30 son subvenciones. A lo que cabe sumar el refuerzo de las fronteras con Ucrania con agentes de Frontex, fundamental para que las mujeres y los niños no caigan en manos de mafias, y las participaciones a título particular de los distintos países miembro.
España prometió, esta misma semana, la transferencia de ocho millones de euros y el envío de dos toneladas de ayuda humanitaria. La pregunta es si con la solidaridad, dentro y fuera del país, será suficiente para regatear el colapso.
“El entusiasmo de los voluntarios es encomiable, pero el Estado no puede sostenerse únicamente sobre su esfuerzo”, comenta Valeriu Pasha, analista político y director del laboratorio de ideas WatchDog. “Lo cierto es que es muy difícil que Moldavia, incluso con el respaldo europeo, sea capaz de crear las condiciones deseables para los refugiados. Tenemos la misma población que Berlín, por ejemplo, pero nuestra economía debe ser veinte veces más pequeña. Por eso es esencial la colaboración logística y la redistribución, y sería un buen paso que Moldavia entrara en el instrumento europeo para los refugiados”.
Y apostilla: “Sólo hablamos, como es natural, de la ayuda humanitaria para los ucranianos. Pero ¿qué hay de la que necesitarán los moldavos más pobres?”.
El miedo a la invasión rusa
Si las semanas de éxodo se acumulan, significa que lo peor está en camino. Si los ucranianos siguen llegando por decenas de miles, ¿cómo garantizar su acceso a los apurados servicios sociales y sanitarios de Moldavia? Si deciden quedarse en el país, ¿cómo ofrecerles empleo cuando apenas alcanza para los locales? Si la mitad de los refugiados son niños, y si la estancia de las familias ucranianas en Moldavia se empieza a contar más en meses que en semanas, ¿cómo asegurarles una educación a la altura?
“Entendemos que lo primero que hay que proporcionar es lo esencial”, responde Doina Gherman, presidenta de la Comisión de Política Exterior e Integración Europea del Parlamento moldavo. “El Ministerio de Educación está desarrollando una estrategia tanto para guardería como para primaria. Queremos que las mujeres y los niños que vienen se integren. Somos conscientes de que tenemos que pensar a largo plazo. Somos optimistas”.
Pristinciuc, entre suspiros, introduce varios matices. “Es evidente que nuestro sistema no está preparado para esta situación. Hay niños que pueden recibir las clases online de sus escuelas en Ucrania. Pero ¿qué ocurre con el resto? Nuestro sistema tiene como lengua vehicular el rumano. Los niños que llegan desconocen el idioma. Hablan ucraniano y ruso. Sí, hay profesores que se ofrecen como voluntarios para ayudarles. Pero, como ves, las medidas que se están aplicando son transitorias”.
Con la suerte en contra, Moldavia parece apostarlo todo al fin inmediato de la ocupación rusa de Ucrania. Y, a la vez, cruza los dedos para que Putin no extienda la guerra a su territorio, un escenario que el Pentágono está muy lejos de descartar, como publicamos en EL ESPAÑOL.
A falta de capacidades militares para la disuasión, con un ejército mal equipado y de apenas 7.000 hombres, la presidenta Sandu se ha reunido con representantes de Europa y Estados Unidos, como el secretario de Estado norteamericano (Antony Blinken) o el ministro de Exteriores español (José Manuel Albares), y ha conversado telefónicamente con el presidente turco Tayyip Erdogan.
Todo para convencer a Putin de que Moldavia está arropada y, por el mismo precio, calmar los nervios de sus tensos ciudadanos, ya habituados a escuchar que la caída de Odesa traerá aparejada la unión con Transnistria. Por eso, dice Pasha, “los ucranianos están defendiendo Moldavia”.
La región separatista que cubre el río Dniéster es, para miles de moldavos, el argumento principal para el miedo. Este territorio, controlado fácticamente por el Kremlin, cuenta con la presencia ilegal de entre 1.500 y 2.000 soldados rusos y alberga el principal almacén armamentístico de la Federación Rusa en el extranjero.
El Gobierno traslada que, "hasta el momento", no se han registrado movimientos ni ejercicios preocupantes en Transnistria. Pero los moldavos, con cincuenta años de pasado soviético, recuerdan bien su historia. Temen que Ucrania sólo sea el comienzo.
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