Ni el tráfico, ni las tiendas, ni las plazas, ni los restaurantes, ni los teatros, ni las iglesias, ni los trenes, ni las fábricas. Nada, salvo los puestos de ayuda humanitaria aquí y allá, hace pensar que la vida sufre anomalías en Iasi. Pero en el corazón de la ciudad, capital histórica de Rumanía, a menos de veinte kilómetros de Moldavia y a 150 kilómetros de la frontera con Ucrania, se temen lo peor: que el siglo XX se repita.
Las tertulias en las radios y televisiones son monográficas y a Dan, con pelo cano y gesto grave, al volante de su taxi, se le hace difícil pensar en otra cosa. “Soy optimista”, dice, sin matices. Sólo que tres segundos de silencio le conducen irremediablemente al rectificado: “Quiero ser optimista”.
—Por mi hijo —añade.
—¿Por qué?
—Tiene 26 años —responde—. Está en edad de ir a la guerra.
Si Rumanía tiembla con el imperialismo de Vladímir Putin, a pesar de la protección de la Unión Europea y la OTAN, ¿qué cabe esperar de la desguarnecida Moldavia?
Cada viernes, decenas de moldavos se reúnen en los aparcamientos de la estación de autobuses de Iasi para volver a casa. Los esperan, a estudiantes y trabajadores, horas de carreteras destartaladas hasta Chisináu: con socavones, con tramos de tierra, con árboles en el arcén, con nieve y barro, con una espera infinita en cada frontera.
Cuenta Felicia, veinteañera, durante los 120 kilómetros recorridos en cinco horas, que es médico internista en Iasi y que viaja para visitar a su familia, inquieta porque los rusos no andan lejos. “El Gobierno dice que todo está bien”, comenta, en buen castellano, abriendo bien los ojos. “No me fío. No sabemos si hay riesgo, si estar tranquilos. ¿Tú sabes algo?”.
Hace unas semanas, publicamos una información sensible en este periódico. El Pentágono trasladó a España la voluntad de Putin de convertir Moldavia en la siguiente parada de su expansión. Las fuentes de Washington en Moscú se equivocan muy poco. Si Rusia somete Kiev en las próximas semanas o meses, los ojos del mundo estarán en esta pequeña república, de la extensión de Galicia, con apenas dos millones y medio de habitantes y una palpable división política entre prorrusos y proeuropeos, geográficamente envuelta a norte, este y sur por Ucrania y sin posibilidades materiales para la resistencia.
Nada de esto le es ajeno a la liberal Maia Sandu, presidenta de Moldavia tras su arrolladora victoria sobre el candidato del Kremlin, Igor Dodon, en las elecciones de 2020. El 24 de febrero, tan pronto como Rusia inició la invasión de Kiev, Sandu decretó el estado de emergencia durante sesenta días y aplicó medidas extraordinarias, como el cierre del espacio aéreo y la apertura de las fronteras a las víctimas de la guerra, para soportar el aguacero.
Chisináu respira la sensación de los días decisivos. Con tantos frentes abiertos, es fácil perder la cuenta. Moldavia sufre el desgaste de la llegada masiva de refugiados como ningún otro vecino de Ucrania. No es sólo el más pobre de todos, mucho más que Polonia o Hungría, sino el que más desplazados recibe por habitante. Unos 350.000 ucranianos han atravesado territorio moldavo para llegar a la Unión Europea y 130.000 de ellos, la mitad son niños, permanecen en el país.
De modo que el 5% de la población de Moldavia es, a estas horas, ucraniana. Y la subasta puja al alza. Las autoridades advierten que, con el asedio de la cercanísima Odesa y el éxodo paulatino de los ucranianos más pobres, sin recursos para escapar a toda velocidad del país, los números actuales se quedarán cortos.
Pero la guerra arroja más secuelas. A las tensiones sociales se unen las miserias económicas. Moldavia, sin salida al mar, pierde en Ucrania rutas y puertos comerciales que comprometen las exportaciones y aventuran tiempos de escasez. El país lo fía todo a la puerta rumana, al oeste, y a la solidaridad de la Unión Europea, que tiene sobre la mesa su solicitud de ingreso.
El encarecimiento del combustible y los precios de la energía, disparados tras las sanciones de Occidente a Moscú, tampoco cargan de razones para el optimismo a los moldavos, con una economía muy precaria y una renta per cápita de 4.000 euros —la más baja de Europa, a excepción de Ucrania—.
Así que la posible ocupación rusa de Chisináu es una muñeca más en la matrioska y un argumento renovado para marcharse. “Estamos nerviosos, pendientes”, apostilla la joven Felicia. “Le he dicho a mis padres de venir a Iasi, ¿sabes? Pero tendrían que dejarlo todo —el trabajo, la casa—. No es tan sencillo”.
Tropas rusas en Transnistria
Las escenas de normalidad, en una y otra frontera, son engañosas. En la plaza de Esteban el Grande, en Chisináu, los viejos traen equipos de sonido que truenan, que camuflan las sirenas de las patrullas, bailan.
A pocos metros, tres jóvenes están sentados en un banco. Vlad, de 19 años, se lanza a hablar. “Tenemos miedo de que nos ataquen”, reconoce, sin rodeos. Al fondo se alza la imponente efigie de Esteban el Grande, príncipe y santo, héroe nacional por su resistencia al Imperio otomano. La historia se repite en Moldavia, seiscientos años después. Lo que cambian son los nombres de los imperios. “Hay mucha gente con amigos fuera del país que comienza a irse de aquí”, continúa. “Transnistria nos preocupa. Es un problema muy grave”.
La región que cubre el Dniéster aparece en cada conversación. Cuando la Unión Soviética colapsó, Chisináu quiso romper los lazos con Moscú. Pero Transnistria declaró su independencia de Moldavia y prometió lealtad a Rusia. La tensión derivó en una guerra brevísima, sangrienta —1.500 muertos en 142 días—, cuyo inicio y desenlace cumplen treinta años.
La relación entre la región independentista y Chisináu se sostiene, desde entonces, sobre una estabilidad frágil. Treinta días después de su estallido, Transnistria continúa al margen de la guerra en Ucrania. Pero no hay razones para la calma. Especialmente si la decisión final corresponde a Putin y no a Tiraspol.
“Desgraciadamente, la seguridad del país está en peligro”, lamenta Iulian Groza, viceministro de Asuntos Exteriores de Moldavia entre 2013 y 2015. “Tenemos indicios de que Transnistria no quiere implicarse. Es entendible. Está gobernada por autócratas que quieren hacer negocios, que se benefician de los acuerdos de libre comercio entre Moldavia y la Unión Europea y del gas gratis de Rusia. La guerra minaría ese statu quo. Pero la presencia ilegal de tropas rusas [entre 1.500 y 2.000 hombres] implica unos riesgos”.
Y continúa: “Las agresiones son constantes. Con apoderados políticos, con desinformación, a través de la Iglesia ortodoxa. Siempre encuentran la manera de hacerlo. La pregunta es si, a la hora de la verdad, Putin tendrá interés en Moldavia. No sabemos qué pasa por su cabeza”.
Con un ejército de 6.000 efectivos —mal equipado, inhabilitado para la batalla—, la presidenta Sandu ha exprimido sus buenas relaciones con Washington, Bruselas y Ankara para solicitar apoyo financiero y logístico, compartir información y enviar un mensaje a Moscú: estamos arropados.
“No cabe duda de que los ucranianos también están defendiendo Moldavia”, afirma Valeriu Pasha, analista político y director del laboratorio de ideas WatchDog. “Si se hacen con Odesa, no podemos descartar que ocupen Moldavia. Pero no creo que lo necesiten. Puede bastar con aplicar su manual de guerra híbrida”. Es decir: bloquear el suministro de energía, disparar campañas de desinformación, orquestar manifestaciones y revueltas, hacer de Transnistria un nuevo Donbás y presionar al Gobierno para firmar acuerdos que limiten su soberanía.
“Este segundo escenario me parece probable”, concluye Pasha. “Hay gente muy poderosa en Moldavia ligada a Rusia. Tienen empresas, políticos y medios de comunicación. Hay muchas víctimas de la propaganda del Kremlin. Ahora mismo, los medios fiables son más importantes que los militares en Moldavia. Y, por problemas económicos, escasean”.
Bombas a cien kilómetros
En agosto de 2004, Alina Radu fundó Ziarul de Gardă, un diario comprometido con el periodismo independiente, la integración moldava en la Unión Europea y los valores liberales de Occidente. Su traducción al inglés desvela sin remedio su inspiración: The Guardian.
“Llevo más de treinta años trabajando en Chisináu como periodista, no me he movido de aquí”, cuenta Radu. “Rusia siempre ha tratado de asustarnos, pero yo no tengo miedo. Son muchos años documentando las actividades de las mafias, desvelando casos de corrupción y recibiendo amenazas”.
Al frente del periódico con más suscriptores de Moldavia, y sin demasiadas manos, el trabajo nunca acaba. “Hay muchas cosas sucediendo y, al mismo tiempo, una cantidad ingente, asquerosa, de noticias falsas. Tratamos de deconstruirlas, desmontarlas, y nos esforzamos por que nuestra comunidad crezca y se aleje de la propaganda rusa. Quieren asustar a la gente”.
Si los rusos aspiraban a intimidar a los moldavos, a fuerza de desinformación en casa y misiles en el vecindario, lo han conseguido. Muchos moldavos cuentan sin reparos que saben de quien se ha ido del país o de quien está listo para hacerlo. “Mi madre, por ejemplo”, relata Marina, de 26 años, que trabaja en una cafetería de Iasi. “Vive en un pueblo pegado a Rumanía. Me pregunta todos los días, como si yo supiera más que ella, cuál es la situación. ¿Van a invadirnos los rusos? Me dice que tiene las maletas hechas”. Muchos moldavos, como ella, tienen pasaporte rumano o búlgaro, familiares y amigos que emigraron antes. Tienen fácil pasar a un lado y otro de la frontera.
“¿Cómo no va a haber miedo?”, se pregunta, irritado, Vadim Pistrinciuc, viceministro de Trabajo y Asuntos Sociales entre 2009 y 2012. “La guerra está aquí y es la más retransmitida de la historia. Llegan docenas de imágenes y vídeos cada día. El daño psicológico es enorme. Los moldavos ven las muertes, ven todo. Es imposible aislarse. Es un nuevo tipo de guerra. Claro que hay gente que se va, es normal. ¿Qué harías tú si cayeran bombas a cien kilómetros de tu casa?”.
“Pero la vida sigue en Chisináu”, concluye. “Ya lo ves. Muchos se han ido a Rumanía y luego han vuelto. Claro que la gente está preocupada, pero no tanto como de la crisis económica. Es durísima en Moldavia. El coste de la vida es altísimo, a diferencia de los salarios. La gente tiene muchos motivos para preocuparse por el presente y muy poco tiempo para pensar en el futuro”.
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