La estación de tren de un país que huye es un edificio caótico que huele a prisa. Las estaciones de tren ucranianas lo son, pero ya no tanto. El 24 de febrero todo cambió. El 26 de marzo todo ha cambiado. La guerra marca lugares y momentos, convirtiendo huidas desesperadas a la frontera polaca en columnas de supervivientes a las afueras de Mariúpol. Las lágrimas han pasado del cristal a la madera, y del andén al cementerio. Una evolución visible, también, en una infancia durmiente en maletas que respeta la elección a la que se vieron abocadas sus madres: país nuevo o subterráneo viejo.
De 24 a 24, Ucrania se ha transformado. Hay cajeros con restricciones y negocios con la persiana bajada. Ventanas modernas sustituyen a las viejas por el miedo a reventar, el mismo temor que cubre con maderas los escaparates de norte y sur, de este y oeste. Hasta las estatuas e iglesias se protegen con sacos de arena. No importa el dios al que se reza. Nada, ni nadie, está seguro con un enemigo como Putin.
Lo saben en toda Ucrania, el ejemplo más crudo lo pone el principal puerto del mar Azov. Mariúpol está destruida y todavía quedan en su interior 100.000 habitantes que suman semanas sin luz ni agua. Un asedio despiadado, un aviso para las siguientes plazas que pretendan resistir a la artillería del Kremlin, por más que Rusia anuncie que se centrará en la liberación del Donbás.
Aunque se ha frenado, el flujo de desplazados no se detiene. Rutas que, en su mayoría, nacen de una de las 1.400 estaciones de ferrocarril que conectan el territorio ucraniano y que colgaron el cartel de no hay billetes a la venta. Los asientos en las clases populares son gratis, el único precio es arriesgar la vida.
Nadie quiere que se repita el ataque de esta semana en la región de Dnipro, donde varios cohetes destruyeron una estación de ferrocarril matando a un civil y dañando las vías. No ha sido el único. Al menos otros dos trenes con desplazados fueron dañados en Kramatorsk y Kiev. Ferrocarriles que se mueven en dirección al oeste a un tercio de su velocidad habitual y a oscuras para evitar, dicen sus responsables, accidentes, y sortear riesgos.
Tanto ha cambiado el paisaje en estas semanas, que los grupos de soldados alrededor de los andenes llaman más la atención que las propias familias. Su objetivo no es otro que encontrar sujetos que huelan a ruso, o a desertor. Los varones entre 18 y 60 años no pueden salir del país y cualquier movimiento extraño que los aleje de las ciudades crea sospechas.
No importa que la mayoría de unidades de Defensa Territorial estén al completo sin capacidad para integrar nuevos reclutas. Hace 30 días faltaban manos para empuñar fusiles, ahora faltan fusiles para todos los ciudadanos dispuestos a defender su tierra.
Aunque no todos están dispuestos. "Si Rusia aprieta –dice Mykhailo esperanzado en el mismo hostal en el que lleva atrincherado tres semanas— habrá menos soldados ucranianos en la frontera". Como él, muchos otros aguardan en Lviv su momento para escapar. La ciudad actúa de facto como capital en el exilio. La mejor política es no ser atrapado y confiar lo justo en los grupos de Telegram que anuncian rutas directas a puestos de control extranjeros.
Es tiempo de cautela nacional. Las sirenas antiaéreas no dejan de sonar en la mayoría de ciudades, si bien poca gente corre a resguardarse. En la perla del Mar Negro nadie quiere hacer caso. En el oeste, menos.
Son días en los que empieza la verdadera primavera. Lo celebran en Leópolis donde peluches gigantes se hacen fotos con niños, músicos callejeros inundan las esquinas y parejas pasean de la mano ajenas a la guerra. Lo celebran en la playa de Odesa vecinos cansados del frío húmedo con el que empezó el mes. Lo celebran en Kiev algunos confiados que vuelven a las calles.
Sin embargo, el ejército no está tan contento. Las recuperaciones de Hostomel, Chuhuiv, Makariv, la limpieza de Irpin, la victoria en Voznesensk o el territorio recuperado en Mykolaiv brillan más bajo el sol, pero calman el mar y secan el barro.
Para muchos la no victoria rusa es un triunfo para Ucrania, sin embargo, las fuerzas invasoras comienzan a fijar posiciones preparando una guerra larga. No está claro a quién beneficia el tiempo, pero lo evidente es la multiplicación de explosiones en el sur, la proliferación de alarmas antiaéreas y el silencio del ejecutivo de Zelenski. En ciudades como Dnipro y Mykolaiv, las morgues viven jornadas en las que ya no quedan bolsas. Una cosa son los metros y otra los muertos.
La invasión se ralentiza como los trenes en Ucrania, pero la moral no cae ni con hermanos, hijos y padres volviendo a Lviv en un cajón de madera. Los funerales se suceden, los medios locales hablan del "nuevo héroe caído". El nombre no importa, como tampoco a Occidente el rostro de peones que caen en el tablero de la geopolítica. Debates viejos en conflictos nuevos. Todo ha cambiado y nada lo ha hecho. Tan solo se ha cumplido el primer mes de guerra.
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