El pasado domingo terminó el ultimátum dado por el ejército ruso para rendir el único reducto que queda aún en Mariúpol en manos fieles al gobierno ucraniano: la planta siderúrgica de Azovstal. El Kremlin se comprometía a tratar a los defensores del conglomerado industrial como prisioneros de guerra si deponían las armas. De lo contrario, serían "eliminados". Fuentes del propio ministerio de defensa ruso cifran en dos mil quinientas las unidades aún presentes en la acería y alrededores, entre marines del ejército ucraniano, combatientes del Batallón del Azov y unos quinientos voluntarios extranjeros.
Por su parte, Ucrania prefiere no dar cifras. Dice que es complicado porque "mucha gente ha desaparecido". El propio presidente Volodimir Zelenski asegura estar en contacto varias veces al día con los atrincherados en Azovstal, pero hay que poner en cuarentena esas declaraciones: las comunicaciones están completamente cortadas desde hace días y, de hecho, uno de los reproches que ya a principios de mes lanzaban los resistentes a Kiev era un cierto abandono por su parte, como si les hubieran dejado a su suerte, condenados a un heroísmo tal vez excesivo.
Sea como fuere, hace tiempo que las tropas de Mariúpol funcionan de manera independiente. No hay control alguno por parte de Kiev y cuando el ministro de turno dice que "lucharán hasta el último suspiro" en realidad lo supone, sin más. Da por hecho que después de dos meses casi de resistencia feroz, dos meses de ver caer a prácticamente todos los compañeros, pasar hambre, sed y ver cómo las municiones van acabándose, la rendición ya ni se contempla. Hasta cierto punto, la situación recuerda a aquellas míticas películas de El Álamo, donde un grupo de soldados estadounidenses, entre los cuales figuraba el excongresista y buscavidas Davy Crockett, se negaba a abandonar la fortaleza que asediaba el ejército mexicano de Antonio López de Santa Anna.
La resistencia de El Álamo en 1836 resultó infructífera, como todos suponemos que sucederá con la de Azovstal… pero sirvió de símbolo para el resto del país y, sobre todo, obligó a los mexicanos a desviar tropas que probablemente necesitaran en otros lugares de Texas para evitar la invasión estadounidense. Exactamente lo mismo que ha sucedido en Mariúpol, donde la resistencia al ejército ruso ha provocado que miles de unidades no pudieran subir hacia Kramatorsk, Sloviansk o Járkov, impidiendo así la pinza en torno a las tropas especiales que Ucrania sigue manteniendo en su parte del Donbás.
"Hacer salir a las ratas"
Sean dos mil quinientas, dos mil o mil quinientas, como se rumoreó a principios de la semana pasada, está claro que esas últimas tropas se van a convertir en un problema para Rusia. Cuando hablamos de la planta siderúrgica de Azovstal, no hablamos de una fábrica sin más sino de un complejo industrial dificilísimo de tomar por la fuerza. Su tamaño es más o menos el de cualquier otro distrito de la ciudad y está protegido por el río Kalmius al oeste y el propio Mar del Azov al sur. El ejército ruso y las milicias de la autoproclamada República Popular de Donetsk solo tienen acceso desde el este y el norte, donde siguen bombardeando sin parar… con escaso éxito.
Azovstal es un conglomerado de fábricas, chimeneas, almacenes y hierros que se extienden durante kilómetros. Eso en el exterior. Por dentro, se trata de un auténtico laberinto de túneles y pasadizos que imposibilita un ataque directo. Hasta seis plantas bajo tierra, pensadas precisamente para defenderse de un ataque nuclear estadounidense en plena Guerra Fría. En principio, hay espacio suficiente para cuarenta mil trabajadores, lo que convierte al refugio en una especie de ciudad subterránea. Si tomar la parte visible de Mariúpol ha tomado un mes y medio… ¿cuánto podría tardar tomar la parte que no se ve, llena de escondrijos listos para las emboscadas?
Desde luego, es el infierno para cualquier ejército invasor. De ahí que la semana pasada, el líder de las milicias del Donetsk pidiera el uso de armas químicas para "hacer salir a las ratas". Es imposible entrar a por ellos, al menos a un precio de vidas razonable para los prorrusos. Los misiles apenas hacen cosquillas a una estructura sólida como pocas y desde luego no afectan a los que aguantan dentro, que viven del pillaje, de lo que puedan sacar en sus aventuras por el resto de la ciudad antes de volver a protegerse en el interior de cualquier agujero. Tarde o temprano, el hambre, la sed o la falta de munición acabará con ellos, pero no es descartable que estén contando con el apoyo de algunos grupos organizados de civiles, lo que prolongaría su resistencia aún unos días más.
Visto el panorama, ¿qué puede hacer Rusia? La amenaza era clara: eliminar a los resistentes. ¿Cómo se les puede eliminar? Haciéndoles salir. ¿Cómo se les hace salir? Puede que el propio instinto de supervivencia haga que algunos de los combatientes intenten rendirse, pero si la decisión es aguantar hasta la muerte, es de entender que no se van a permitir deserciones. Solo queda, por lo tanto, la fuerza, pero tiene que ser una fuerza muy determinada. No se puede destruir Azovstal sin más porque fue construida por los soviéticos precisamente como una fortaleza indestructible. Tampoco se puede dar por tomada la ciudad mientras más de dos mil soldados supongan una amenaza. La idea es dejar el mínimo posible de tropas en Mariúpol y avanzar hacia el norte, pero eso es imposible mientras haya resistencia organizada.
El fin de las negociaciones
La sabiduría militar convencional habla de una ventaja de, como mínimo, cinco a uno en el número de soldados a la hora de tomar una población civil. Es imposible saber cuántas tropas necesitaría Rusia para tomar este laberinto. Muchas más de las que está dispuesta a desviar hacia una ciudad devastada. Ahí es donde la opción química, desgraciadamente, gana opciones. Más que nada porque hemos visto como Rusia ya utilizaba gas sarín en Siria hace cinco años y porque hemos visto en estos dos meses el valor que Putin da a la vida ajena.
En términos de opinión pública, la decisión sería incluso aplaudida: al fin y al cabo, el Batallón del Azov representa en el imaginario ruso -y en buena parte del europeo, no seamos inocentes- la "nazificación" de la que tanto habla su presidente. Acabar con ellos, de cualquier manera, sería al fin y al cabo el objetivo de la llamada "operación militar especial". En ese sentido, no podemos ser optimistas en cuanto a su futuro. Rusia no puede empantanarse rodeando una planta siderúrgica durante otro mes hasta que todos se mueran de hambre o no les quede una bala. Probablemente, opten por una solución más rápida.
¿Qué significaría eso a nivel internacional? Rusia ya cruzó esa línea con anterioridad, pero dio igual. Todos queremos pensar que no estamos en la misma situación y que Ucrania, afortunada o desgraciadamente, importa más que Siria. Al fin y al cabo, de una manera o de otra, estamos todos metidos en esta guerra. Un ataque químico recrudecería las sanciones de occidente, convencería a los socios más tibios de la necesidad de endurecer la postura común y probablemente generaría una enorme incomodidad entre los aliados del Kremlin, a los que se sumó Argelia -al menos en el plano energético- este mismo lunes.
A lo largo de la semana pasada, Zelenski repitió varias veces que la constancia de crímenes de guerra en Mariúpol supondría el fin de cualquier intento de negociación. No es más que un brindis al sol. Más allá de la creación de los corredores humanitarios, a menudo no respetados por la propia Rusia, las negociaciones no han servido para nada porque no hay la más mínima voluntad de paz: ni Ucrania está dispuesta a ceder territorio ni Rusia se va a conformar con lo poco conquistado hasta la fecha. Fuentes del gobierno de Kiev aseguraron este lunes que el reagrupamiento de tropas rusas ya ha terminado y que la segunda ofensiva está a punto de empezar. Mariúpol es un ejemplo de resistencia… y de crueldad. Probablemente, la siguiente en esa lista sea Járkov. Muchos estarán tomando nota para decidir en qué lado de la historia quieren colocarse.
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