Llegamos a Kiev en tren, desde Lviv (Leópolis). Los trenes son azules, cómodos, bastante rápidos y, antes de la guerra, tenían la reputación de salir puntuales. Sin embargo, hoy todo el mundo tiene en mente el atentado que el 9 de abril, dos días antes de escribir estas líneas, tuvo como objetivo la estación de Kramatorsk y que acabó con la vida de al menos 52 personas. Por eso la gente se anda con cuidado. Evitan las aglomeraciones. Se apresuran si el andén está iluminado. Y cuando el tren se pone en marcha, todas las luces apagadas, cada compartimento cerrado a cal y canto, se hacen paradas en campo abierto y desvíos que provocan retrasos a lo largo de la noche.
No obstante, rápidamente dejas de pensar en ello. En el vagón hay voluntarios que han puesto a sus familias a salvo y vuelven al combate. Un soldado dormita agarrado a su Kalashnikov sin cargador, como si fuera un bebé. Un inglés que viene a unirse a la Brigada Internacional que ha creado Zelenski. Y personas que hacen el camino inverso al de los refugiados y acaban de decidir, con temor y temblor, volver a su ciudad o a su pueblo. ¿Qué queda de mi casa? ¿Han destruido el techo de loza amarilla y azul que había sobrevivido a todos los desastres durante tres generaciones? ¿Y las porcelanas que abandoné cuando hui? ¿Y qué ha sido de mi suegra, de la que no tengo noticias desde el día de la invasión?
De eso se habla en el tren directo Lviv-Kiev que atraviesa, como en un sueño, la asediada Ucrania. Y esto es lo que se oye cuando se tiene la suerte de contar con un buen fixer: Serguei O., perfecto francófono, amante de Albert Camus y Michel Houellebecq, que se parece a James Cagney en Al rojo vivo y que después de haber hecho “todas las gilipolleces posibles e imaginables” en una primera vida se dedica ahora a la defensa de su país.
En Kiev, sorpresa. Como, por el momento, los rusos han levantado el asedio, esperábamos un clima, si no de júbilo, por lo menos de liberación. Pero no. Las calles están desiertas. Las tiendas y las iglesias están cerradas. En el Maidán que conocimos en 2014, con Gilles Hertzog y Marc Roussel, hasta la bandera de gente, lleno de vida con su revolución democrática en marcha, no hay ni un alma. Está cubierto de barricadas zigzagueantes y travesaños de hierro fundido antitanques. Y en todas partes reina el mismo silencio espeluznante, como si fuera uno de esos planetas muertos que sirven de escenario para las novelas de Philip K. Dick, cubiertos de escarcha, como un globo de acero.
Es lo normal, dice Vitali Klitschko, el exboxeador convertido en alcalde y que ahora es señor de la guerra. Nos recibe, vestido con su traje de faena militar, a la sombra de una basílica. “Que no le engañen”, insiste, con una extraña mirada llena de dureza que ya no es la del gigantón afable, la del antiguo supercampeón que se pasa la vida encajando golpes, la del amable dostoievskiano que conocimos en 2014 en la sede de su partido y a quien luego llevamos a París para que visitara al presidente Hollande. “Los rusos se han retirado, eso es cierto. Y como los hemos vencido, han optado por volver a desplegarse por el Donbás y las ciudades del sur del país, cuya resistencia los está volviendo locos. Pero pueden volver. Y tienen destacamentos en la frontera bielorrusa que pueden atacarnos en cualquier momento”.
Las calles de Kiev están desiertas. Las tiendas y las iglesias están cerradas. En el Maidán que conocimos en 2014 con su revolución democrática en marcha no hay ni un alma.
En ese momento, ruge una sirena. Él escucha. Mira el cielo con cara de saber lo que sucede. “No”, dice con una mueca, “esa todavía no es para nosotros”. Luego, acusadoramente, dice: “Cuando vuelva a su país, dígales que cada uno de los misiles que disparan contra mi ciudad está patrocinado por la gasolina que compran todos los días”. Esboza una sonrisa triunfal, pero abatida. Su rostro más afable está de vuelta y se sube a un coche blindado.
En Bucha, igual que en Irpin, han limpiado las calles de los cadáveres que dejaron los rusos. Pero las historias de los supervivientes son tan escalofriantes como las imágenes. El relato de una anciana cuya hija fue asesinada ante sus ojos: murió como un animal, acurrucada de madrugada en la habitación del fondo de la casa.
El relato de otra mujer: recuerda la cara de pan, la boca odiosa y tensa del chico que la sujetaba por los hombros mientras los otros la atormentaban. Nunca olvidará aquel sudor que hedía a sopa rancia y el olor del alcohol barato que aquel hombre bebía a gollete, entre las barrabasadas que salían de su boca. Ni aquellas palabras que se atrevieron a escribir, cuando finalmente se fueron, en la pared de una casa vecina: “Desde Rusia con amor”.
El relato de otra mujer: los rusos habían instalado sus afustes de armas en el jardín de su vecino. Cuando los ucranianos contraatacaron, sospecharon que el vecino había comunicado su posición GPS y lo ejecutaron con un tiro en la nuca.
Otro relato de otra mujer: su hijo tenía imágenes de tanques destruidos en su teléfono móvil. Le aplastaron el cráneo y, para castigarlo aún más, lo dejaron pudrirse durante tres días. Los soldados se limpiaron las botas en su cadáver.
Y otra más, que descubrió el cadáver de su marido tirado en un garaje. Acaba de enterrarlo, no quiere decírselo a nadie más, se enclaustra en las lágrimas y el silencio.
Estos cuerpos masacrados y ultrajados, estos dieciséis niños asesinados de los que nos habla el alcalde, la historia de esos supervivientes a los que se les hizo chapotear en la sangre de los muertos durante días, eso es lo que escuchamos en Bucha.
Por la noche estamos cerca de Ukrainka, en una de las pocas casas que quedan en pie en esta región de estanques, cañaverales y pinadas que parece una sucesión interminable de desastres. Estamos en la casa de unos pescadores, nos anuncia Serguei. Salvo que, para ser una casa de pescadores, este edificio de madera es bastante grande. Bastante moderno.
No se puede abrir una puerta sin toparse con cascos, montones de chalecos antibalas, mapas del Estado Mayor, ordenadores y fusiles de asalto. Y, si quizá el Dniéper está realmente allí, abajo, en mitad de la noche no se ven ni barcos ni redes. Con su complexión hercúlea, su pelo desgreñado, las chaquetas de camuflaje, las botas con costra de arcilla húmeda y descolorida, sus miradas bruscamente vengativas cuando salen a relucir los crímenes de los buriatos siberianos, los hombres que nos reciben parecen más tipos duros, o comandos, que amistosos marineros.
Cenamos anguila ahumada, carpa y carne demasiado hervida. Brindamos con pequeñas copas de Horilka, el aguardiente de Taras Bulba, por la gloria de Ucrania y sus héroes.
Las lenguas se van soltando. Alexis, el cocinero, nos cuenta que estamos muy cerca de Trypillia, la cuna de una civilización ucraniana milenaria cuya existencia niegan los historiadores revisionistas rusos. Y, si bien no podemos sacarle ninguna información sobre el pasado de sus hombres, acaba diciéndonos que su verdadero trabajo es, por ejemplo en la zona de Bucha, “hacer que reine la justicia humana”.
Las historias de los supervivientes en Bucha son escalofriantes. El relato de una anciana cuya hija fue asesinada ante sus ojos: murió como un animal, acurrucada de madrugada en la habitación del fondo de la casa.
Es tarde. Nos vamos a dormir. Salen, armados hasta los dientes, en mitad de la noche, “para hacer justicia”. Pienso en Sarajevo, donde los primeros combatientes de la resistencia se llamaban Caco, Celo, Juka, y eran a la vez chicos malos y chicos buenos.
El monasterio de Nescheriv también está completamente aislado, al final de una senda llana, de color verde grisáceo bajo un cielo azul. A sesenta kilómetros al sur de Kiev, se ha librado de los bombardeos. Allí, en ese entorno rural, en el recodo de un río extrañamente silencioso, hay una capilla dedicada al profeta Jonás, toda de oro, artesonados pintados, ángeles y santos, imágenes edificantes, cúpulas multicolores.
Y en ese escenario tan inspirado, veintiséis monjes, ataviados con sotanas negras, barba rala, ojos flamígeros y cara de lobo, se turnan para rezar veinticuatro horas al día, en coro, con los cerca de cuarenta refugiados del Donbás que se guarecen allí desde el primer día de la guerra.
En un momento dado, Serguei me dice algo al oído. “Hay un problema que tengo que resolver”, susurra. “Vuelvo dentro de cinco minutos”. Como al cabo de una hora sigue sin regresar, salgo y lo encuentro hablando con un grupo de hombres armados que han llegado con un 4x4 y que dan muestras visibles de enfado. Se habían enterado de que estábamos allí.
Me entero de que el monasterio, aunque es antiPutin, sigue dependiendo del Patriarcado de Moscú y, por tanto, es sospechoso a ojos de los patriotas de la defensa territorial de la zona. Serguei, sin perder la flema, les enseña con el móvil una foto nuestra con el presidente Zelenski. Problema resuelto.
Nos deja con una diatriba del jefe de grupo sobre la guerra de los campanarios que enfrenta a los monasterios aún fieles al Patriarcado de Moscú con los que han aplicado el acuerdo de independencia ofrecido en 2018 por el Patriarcado de Constantinopla.
El abad Ioasaf, que fue campeón de atletismo en su juventud, aún no ha dado ese salto. De momento, reza por la paz, por la gloria de Ucrania y por los sesenta gatos que también han hallado refugio en el monasterio.
No voy a dar la ubicación de estas catacumbas. Todavía estamos al sur de Kiev. Pero a cuatro metros bajo tierra, estamos en un búnker de ladrillo machacado y hormigón, habilitado como dormitorio, donde una docena de niños han pasado la mayor parte de la claridad de las noches y, a veces, de los días, durante las últimas cinco semanas.
Hay un adolescente de Járkov que lo ha perdido todo y lo ha entendido todo.
Otra muchacha, con cara de ángel, pero demasiado risueña, con pómulos de manzana, que parece que lleven colorete. Su madre murió en Bucha, acribillada por un proyectil cuando volvía de hacer la compra.
Un hermano y una hermana, más pequeños, que juegan a la guerra y al asedio de Mariúpol con Lego.
Pero hay otros, los más pequeños, que no saben qué hacen allí y que, tumbados sobre sus colchones improvisados, como avecillas cautivas y heladas, buscan juegos nuevos para engañar al hastío. Por eso, cuando suena una alarma, los habitantes del pueblo que se turnan para cuidarlos y darles de comer les dicen que se trata del camión de bomberos. Cuando se oye una explosión a lo lejos, se les dice que es un trueno. Y cuando los mayores les han enseñado con el móvil las imágenes de los misiles que atraviesan la noche, les explican que eran fuegos artificiales.
No sé si el presidente Zelenski tiene razón al calificar de genocidio la destrucción de Ucrania por parte de Vladímir Putin y sus secuaces, pero lo cierto es que pasamos una tarde con niños parecidos al pequeño Giosué de La vida es bella de Roberto Benigni, a quien su padre le hizo creer que la vida en el campo de concentración no era más que un gran teatrillo.
¿Quién debe ser “desnazificado”? ¿Los nacionalistas ucranianos, de verdad? ¿O los verdugos de estos niños, que se han quedado flacos y cuyos ojos se han vuelto sombríos, a quienes les han destrozado la vida?
Es probable que la historia sea ingrata con Petro Poroshenko. Y es cierto que es mala suerte, cuando le has plantado cara a Putin durante cinco años, cuando le has obligado a negociar en Minsk y, entretanto, has construido el ejército de la nueva Ucrania, tener como sucesor a un sorprendente joven que empezó su carrera como payaso y cuya valentía, heroísmo e inteligencia estratégica y política lo han convertido en un Churchill ucraniano.
Pero el expresidente se lo toma con deportividad. Lo encontramos en la calle L, tras una basílica del casco viejo de Kiev, en el cuartel general del batallón del que es patrono (y digo expresamente “patrono” porque la ley ucraniana prohíbe que un oligarca, incluso un expresidente, comande una unidad). Luego pasamos el día atravesando la zona norte, pasada Bucha, hacia la frontera bielorrusa, donde el ejército ruso, en su retirada, ha arrasado pueblos enteros (y me refiero específicamente al ejército ruso, no a las milicias chechenas ni a los mercenarios sirios).
En todo este rato compartido, no he cazado ni una sola vez al expresidente diciendo algo mezquino sobre su glorioso sucesor. Y ni una sola vez, durante esta larga jornada en la que se ha cruzado con partidarios que se alegraban de verlo por aquí, junto a ellos, sobre el terreno de las carnicerías, lo he visto romper el pacto patriótico que había hecho el primer día de la guerra con Volodímir Zelenski.
Eso también es hermoso. También es hermosa la unidad nacional, que constituye la gloria de Ucrania. Cuando los grandes se ponen a la altura de los humildes, cuando no hay menos firmeza de alma y de carácter entre quienes están en las más altas esferas y quienes están más abajo, hallamos la prueba de que un pueblo se está levantando y de que, sean cuales sean las dificultades que aún le depare el futuro, le aguarda la victoria.
Bucha sale en todas las conversaciones. Borodyanka, menos. Pero los testimonios, allí, treinta kilómetros más al norte, tras dos puentes destruidos y al final de un sendero de miseria que los campesinos llaman el camino de la muerte, no son menos ilustrativos.
Un edificio partido en dos por un misil. Aquel otro, reducido a un montón de escombros, donde los efectivos de salvamento, con chalecos amarillos, siguen desenterrando, esta mañana, entre una nube de polvo, el cuerpo de un niño muerto que ayer dejó de dar señales de vida. Un piso que los soldados requisaron a su llegada y, como el día de su partida no quisieron dejar nada con vida tras su paso, se despidieron del lugar lanzando una granada.
Los pequeños no saben qué hacen en el búnker. Cuando suena una alarma, les dicen que se trata del camión de bomberos. Cuando se oye una explosión a lo lejos, se les dice que es un trueno.
El sótano donde se los oía comer, cantar, pelearse, tocar el acordeón, saquear, violar, darse festines y donde, ya que “los ucranianos son ratas” y hay que matarlos gaseados como a las ratas, se lanzó otra granada. Un cadáver decapitado cubierto con un plástico negro.
Un catre improvisado en el que los hijos de los desaparecidos duermen unos encima de otros, tiritando de miedo y de frío, diciendo que todavía oyen, mientras duermen, los gritos de los soldados beodos que pegan tiros al aire por la noche. Los ladridos roncos de los perros que buscan a sus amos. Braseros, como en el Maidán, a los que la gente se acerca a buscar la sopa que reparten las organizaciones humanitarias.
Por todas partes, olor a basura, gasolina y trapos quemados.
Y luego, en el centro de la plaza mayor, la estatua de bronce de aquel gran escritor, la conciencia de Ucrania, Tarás Shevchenko. La cabeza, medio desprendida por culpa de un proyectil, está inclinada como si fuera a caer. Pero no, aguanta. Y frente a los edificios calcinados, sigue encarnando la fuerza del espíritu.
Pero si existiera una escala de lo peor, el grado máximo tendría que situarse en otro lugar. El camino de vuelta a Kiev estaba anegado por la lluvia, que se había vuelto torrencial, así que viramos hacia el suroeste, condujimos durante una hora sin saber muy bien adónde íbamos y, al caer la tarde, llegamos a Andrivka.
No es una ciudad, es un pueblo. Ni allí ni en la zona había ningún objetivo ya no digo militar, sino incluso económico. Era una aldea pobre, sin importancia colectiva ni particular, casi ni aparecía en los mapas. Un lugar olvidado por los dioses y los hombres.
Y, según los relatos de los habitantes, parece que ocurrió lo siguiente. Una columna rusa pasó por allí. Tomó sus edificios. Después de varios días sin instrucciones, la columna entendió que las cosas iban mal para el Kremlin y que las unidades iban a recibir la orden de redirigirse hacia el frente del Donbás.
Así que, como sucede con todos los ejércitos derrotados y cobardes, una sección pierde los estribos. Pasan a la gente a cuchillo. La golpean. Ejecutan a corta distancia. Destrozan los cadáveres. Buscan entre los escombros. Vamos a masacrar a esos bastardos, nos las van a pagar.
Lo que queda de ese momento de castigo colectivo: la identificación perdida de un soldado, las raciones abandonadas, un par de botas viejas, que algún soldado cambió por las de un ucraniano muerto porque las del difunto estaban más calientes.
Huelga decir que no hay que comparar lo incomparable, pero ese encarnizamiento contra la población civil por perder la guerra jugando limpio; esa unidad enloquecida que, antes de partir hacia el nuevo frente, se venga de los rehenes que pilla a tiro; le trae recuerdos a un francés. La división Das Reich, llamada al frente de Normandía, que, antes de avanzar, se venga de la población de Oradour-sur-Glane.
Pronto llegará la hora del toque de queda. Kiev se convierte en una ciudad fantasma. No se mueve ni un peatón. No hay ni un coche circulando. Hay un puesto de control en cada encrucijada, vigilado por jóvenes de gatillo fácil que saben que ese es el momento en el que se infiltran los agentes dobles.
Afortunadamente, encontramos a nuestros pescadores. Tienen la contraseña. Antes de que salga nuestro tren a Lviv, y luego a Polonia, se las arreglan para llevarnos al Maidán, donde comenzó todo y donde, a los pies de la columna del arcángel Miguel, tenemos nuestros últimos encuentros. Tatiana Kucher, exalcaldesa de Ukrainka, que ahora dirige una poderosa ONG de apoyo a los desplazados, y el hijo de un superviviente de la masacre de Babi Yar que nos recuerda, ya que es noche de elecciones en Francia, que la extrema derecha obtiene diez veces menos votos aquí que en París.
Y entonces, en medio de la oscuridad de la plaza, justo cuando estamos a punto de subirnos al coche y emprender de una vez el viaje de regreso, surge de la nada una aparición fantasmagórica. Con la cabeza descubierta, abrigo negro hasta los pies, todavía muy rubia y con su pulcrísima trenza, escoltada por un solo guardaespaldas que le lleva el paraguas, la antigua musa de la Revolución Naranja, Yulia Timoshenko.
¿Está allí, verdaderamente, por pura coincidencia? ¿O ha sido nuestro amigo Sergei quien ha forzado el azar? Recordamos nuestra primera entrevista, aquí mismo, hace ocho años, al día siguiente de su liberación de la prisión de Járkov, donde la había encerrado el secuaz ucraniano de Putin.
Y la última, cinco años después, en el mismo lugar, la noche de mi primer encuentro con el hombre que la eclipsaría definitivamente y que ha llevado los colores de la Ucrania libre a los ojos del mundo, Volodímir Zelenski.
El principio y el fin de la historia. Aceleración de los tiempos cuando la guerra sigue a la revolución para hacer que rueden cabezas y también la ruleta de la Fortuna. Los destinos quedan atrás. Pero lo que sigue en pie son los grandes pueblos. Y la fuerza de una Europa de cuyo escenario más trágico, cruel y noble me despido aquí. Slava Ukraini!
Noticias relacionadas
O gestiona tu suscripción con Google
¿Qué incluye tu suscripción?
- +Acceso limitado a todo el contenido
- +Navega sin publicidad intrusiva
- +La Primera del Domingo
- +Newsletters informativas
- +Revistas Spain media
- +Zona Ñ
- +La Edición
- +Eventos