La debilidad de Occidente. O, más bien, la decadencia de Occidente. Ese fue uno de los factores por los que Putin se decidió a atacar a Ucrania el pasado 24 de febrero. El presidente ruso nició una guerra porque dio por hecho que nadie iba a contestar. En la mentalidad nacionalista rusa, tanto la Unión Europea como la OTAN son asociaciones de débiles comerciantes, de asustadizos burgueses que no quieren que nadie interfiera en su cómodo día a día.
No es casualidad que, a la semana, tanto su ministro de defensa como su ministro de asuntos exteriores ya hubieran utilizado la amenaza nuclear como disuasión ante cualquier intento de ayudar a Ucrania. Desde entonces, sus medios de comunicación han fantaseado con un ataque de este tipo día sí y día también, intentando crear un estado de psicosis en Occidente que aún asoma la patita de vez en cuando en los medios europeos y estadounidenses.
Putin y Rusia llevan perdiendo la guerra en Ucrania tres meses. Tres largos meses. Cuando se habla de "perder" o "ganar" una guerra no hablamos solo de territorio sino de gasto, de pérdidas y de expectativas. Obviamente, después de movilizar a casi 200.000 soldados y con un ejército que pasaba por ser el más potente de Europa con diferencia, Rusia ha conseguido ocupar partes significativas de Ucrania. El asunto es cuál era su expectativa -un cambio de gobierno provocado por una invasión de los centros clave del país- y cuánto ha perdido por el camino. Si el gasto es mayor que el beneficio, obviamente se puede hablar sin problemas de derrota… lo cual, ojo, tampoco implica una victoria del otro lado.
Durante estos tres meses, hemos pasado del “cuidado con Putin, mejor dejarle que arrase y no meterse en líos con él” al “cuidado con Putin, que va perdiendo y eso le hace más peligroso”. Mientras prácticamente todas las instituciones y todos los gobiernos occidentales han decidido plantar cara con éxito al matón del barrio, no falta quien desde el balcón se tapa los ojos y repite: “Tengo miedo, pedidle perdón y dejadle que haga lo que quiera”. Es un sentimiento irracional y, como tal, no merece demasiado análisis. Baste con decir que ese terror acérrimo a lo que pueda hacer Putin en la derrota y a una supuesta escalada de su ofensiva no cuadra ni de lejos con lo que estamos viendo en la realidad.
Un ejército en retirada
Lo que de verdad sabemos de Rusia y de su estrategia, entendemos que reflejo de lo que decide su presidente, nos presenta a un ejército en continuo repliegue. Un ejército que iba a tomar Kiev, se dio cuenta de que era inviable y se retiró. Un ejército que vio que no había manera de ocupar Járkov y se volvió hacia su frontera. Un ejército del que pensábamos que intentaría llegar al Dniéper y conquistar de paso Dnipro y Zaporiyia, pero nunca consiguió acercarse; que amenazó con rodear Kramatorsk y Sloviansk, pero no pasa de Limán… y cuyo máximo objetivo ha pasado a ser la ocupación de Sievierodonetsk, prácticamente en la frontera con las zonas ya ocupadas en 2014.
Nos pasamos los días analizando el número de aldeas que han tomado mientras nos siguen llegando noticias de más bajas y más armamento perdido. La toma de una acería en Mariúpol llevó casi un mes. No hay manera de avanzar de Jersón al oeste y ocupar los puertos de Mikolaiv y Odesa. Los objetivos cada vez son más limitados y se resumen básicamente en cerrar la conquista de Lugansk, tal vez seguir incordiando en Donetsk amenazando los centros de mando ucranianos y fortificar el sur para evitar contraofensivas.
Los cálculos occidentales hablan de unos 20.000 muertos para conseguir todo esto, lo que nos llevaría a un total de 80.000 bajas entre fallecidos, capturados y heridos de cierta gravedad, prácticamente un 40% de las tropas movilizadas el 24 de febrero. Aunque no ha habido una movilización general, sí se ha ampliado el límite de edad para entrar en el ejército, en la espera de conseguir más voluntarios para remplazar a las agotadas unidades de los distintos frentes. Consiga o no consiga ocupar el Donbás; consiga o no consiga retenerlo -que sería el siguiente reto-, el precio que Rusia y su ejército van a tener que pagar por esta guerra va a hipotecar su prestigio y su capacidad durante años, exactamente lo que quería Occidente desde el principio.
Un hombre enfermo y sin aliados
Y, sin embargo, hay que insistir, tenemos miedo. Hay algo de vértigo en la derrota de Putin porque entendemos que Putin se revolverá como el escorpión en el círculo de fuego. De nuevo, eso es llevar la imaginación demasiado lejos. Vladimir Putin es un hombre relativamente mayor -69 años- y visiblemente enfermo. El alcance de dichas enfermedades es lo que se nos escapa, pero las imágenes son las de alguien hinchado, con problemas para mover las manos y víctima de temblores extraños. No existe superpotencia en la historia de la humanidad en la que, una vez que el líder enferma y pone en juego el prestigio de su ejército, su poder se vea reforzado en vez de disminuido.
Toda la teoría del miedo parte a su vez de la teoría de la desesperación. Enfermo, amenazado y contra las cuerdas en la guerra, Putin se vería sin nada que perder y ordenaría un ataque nuclear o con armas químicas. No lo hemos visto en tres meses. No lo hemos visto ni en Mariúpol, un escenario ideal para una aventura de este tipo, cuando incluso Denis Pushilin, líder de la autoproclamada República Popular de Donetsk, se lo pedía públicamente. Si la derrota desespera y arrincona a Putin, hasta ahora no se ha notado un especial interés por hacer saltar todo por los aires.
Aunque sabemos que habla regularmente con los líderes de Francia, Alemania o incluso Austria, sus apariciones públicas son escasas. El perfil que dio en el Día de la Victoria, el pasado 9 de mayo, fue el de un hombre cansado más que el de un hombre rabioso. En estos tres meses, Rusia no solo no ha sido capaz de cumplir sus objetivos militares en Ucrania, sino que tampoco ha conseguido ninguno de sus objetivos diplomáticos: por un lado, Occidente no solo no reaccionó con tibieza, sino que el belicismo ruso ha sacado a Finlandia y a Suecia de una neutralidad de décadas y las ha colocado a un paso del ingreso en la OTAN.
Por otro lado, no ha conseguido unir a los demás países en algo parecido a una coalición paralela. Tres meses después de que las primeras tropas cruzaran la frontera con Ucrania, China sigue sin querer saber nada. Rusia podrá tener muchos aliados de boquilla y muchos clientes de gas, petróleo y materias primas… pero no ha conseguido un acuerdo militar digno de ese nombre en todo este tiempo. Es más, ni siquiera ha conseguido que su perrito faldero, Alexander Lukashenko, presidente de Bielorrusia, declare formalmente la guerra a Kiev.
La amenaza nuclear
Putin y Rusia son ahora mucho más débiles que hace tres meses. Por supuesto que desde la debilidad se pueden hacer barbaridades, pero no suelen acabar bien. Por mucho que se hable del poder de Putin en la vida política rusa, es imposible que las élites no se estén moviendo con preocupación: eran millonarios, felices y contaban con el respeto de todo el mundo.
No les hará ninguna gracia renunciar a todo eso a cambio de que en Popasna ondee una bandera rusa en vez de una ucraniana. No solo hace falta que Putin pierda los papeles, sino que un buen montón de subordinados se unan al suicidio colectivo.
Porque un ataque nuclear -que, no nos engañemos, es lo único que tememos ahora mismo de Rusia viendo que su ejército llega hasta donde llega por medios convencionales- es un suicidio. Tanto que, insisto, Putin no se lo ha planteado ni ante pequeñas ciudades especialmente resistentes.
Un ataque nuclear supondría el final del mundo tal y como lo conocemos, pero eso incluye también a la propia Rusia. Es el esquema de funcionamiento de la Destrucción Mutua Asegurada de la Guerra Fría. Incluso el uso de bombas tácticas, de menor magnitud y aplicadas a objetivos muy concretos, iniciaría una deriva en la que es imposible que Rusia acabe ganando. Ni siquiera empatando.
El Wall Street Journal publicaba este jueves un artículo de Stephen Fidler en el que analizaba los cinco escenarios más probables para el final de esta guerra. Uno de ellos, obviamente, era la escalada armamentística por parte de Rusia. Fidler dudaba de la propia capacidad de Rusia de emplear dicho armamento. El arsenal nuclear ruso viene en buena parte de la época soviética y no está claro que se pueda utilizar con garantías de éxito. Mucho peor que un intento de guerra nuclear golpeando primero sería un intento de guerra nuclear en el que ni siquiera eres capaz de golpear al contrario. Putin y su entorno lo saben. Lo normal es que sean precavidos. Están perdiendo una guerra, pero pueden perder mucho más. No nos sintamos culpables por ello.
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