Un año y cien mil muertos después, Putin no sabe cómo salir de una guerra que debía durar 3 días
Mientras que Rusia requiere de presidiarios, mercenarios y milicianos para avanzar unos metros al mes la OTAN está más unida que nunca.
24 febrero, 2023 02:44Empezar una guerra es relativamente sencillo. Lo complicado es saber cómo acabarla. Vladimir Putin, crecido tras sus paseos militares en Chechenia, Georgia y Siria, se lanzó a la invasión de Ucrania con la idea de tomar Kiev en tres días y anunciar la victoria total en diez. Es difícil pensar que en el Kremlin pensaran en una ocupación militar de todo el territorio vecino. En rigor, no habría sido necesario, pues al descabezar al gobierno de Zelenski y colocar en su lugar a un mandatario afín, el acuerdo de paz ya colmaría todas sus aspiraciones territoriales.
¿Y qué aspiraciones eran esas? Putin nunca ha sido del todo claro al respecto. De hecho, por encima de ningún territorio, todo el entorno del presidente ruso ha repetido desde el primer día que el objetivo era “desnazificar y desmilitarizar” Ucrania. Solo una vez iniciada la invasión, se habló específicamente de establecer un pasillo entre Járkov y Odesa -básicamente, la llamada “Novarossiya” en el imaginario nacionalista ruso-, aunque posteriormente ese pasillo se redujo a la liberación completa del Donbás, quedándose, en el terreno burocrático, en la anexión de cuatro provincias sobre las que Rusia no tiene el control militar ni administrativo: Donetsk, Lugansk, Jersón y Zaporiyia.
Esta indefinición en los objetivos es una parte importante del problema ruso. Si Putin hubiera dejado claro desde el principio a qué aspiraba, podríamos medir su progreso y establecer sus posibilidades de éxito. Cuando todo el mundo acaba siendo nazi, incluso el presidente judío de un país agredido, la “desnazificación” es imposible. Cuando se pretende liberar a la Ucrania rusófona del supuesto yugo occidental, pero se renuncia en la práctica a Odesa y a Járkov, las dos ciudades emblema de dicha Ucrania, la confusión es absoluta.
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Así pues, un año después, lo que está claro es que Putin ha metido a su país en un lío del que va a ser muy complicado salir. Rusia era en febrero de 2022 un país diplomática y comercialmente imprescindible. Una superpotencia que basaba su estatus en el control y la venta de materias primas, en la propiedad de numerosas empresas en todo occidente y en la integración absoluta de sus élites dentro de la élite globalizada mundial. En febrero de 2023, no queda nada de eso. Solo paranoia, destrucción y amenazas nucleares.
Una “guerra fría” desequilibrada
Rusia no solo no ha conseguido un avance militar significativo -las únicas dos ciudades relativamente importantes que han cambiado de manos en estos doce meses han sido Melitopol y Mariúpol, esta última a un enorme coste -sino que ha fortalecido la unión del enemigo. Durante los años de la administración Trump, Rusia tuvo enfrente a una OTAN dividida, sin liderazgo alguno y hasta cierto punto atemorizada ante las amenazas retóricas del Kremlin.
Pasar de la teoría a la práctica, es decir, pasar de la amenaza a la realidad de la invasión, ha provocado una cadena de reacciones que hacen de por sí más complicada la situación de Rusia en el escenario internacional: la OTAN y la Unión Europea se han negado a recular ante el matonismo de Putin y han sorteado como han podido las consecuencias económicas de las sanciones comerciales impuestas al gas y el petróleo ruso. No solo eso: Finlandia y Suecia han anunciado su voluntad de unirse a la Alianza Atlántica. Una voluntad que solo se enfrenta a la terca reticencia de Turquía y Recep Erdogán, un viejo amigo de Putin.
Ahí vamos a otro problema: una vez fracasado el intento de guerra relámpago, Rusia ha sido incapaz de ganar aliados para su guerra de desgaste. De su lado, solo parecen estar Irán, Corea del Norte, Siria y Nicaragua. Los mismos que estaban antes, vaya. Su alianza comercial y estratégica con China, India, Brasil y Sudáfrica (los llamados BRICS) no ha pasado a lo militar hasta el momento, por mucho que Sudáfrica esté organizando estos días unos ejercicios junto a Rusia y a China o que la propia China se niegue a condenar abiertamente la invasión.
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En resumidas cuentas, Putin está solo. Cuando se habla de “guerra fría”, no se puede obviar que, de momento, no hay dos bloques enfrentados. Está Rusia por un lado y esa amalgama llamada Occidente por el otro. Igual que se puede afirmar que hay una vasta alianza decidida a apoyar en lo que haga falta a Ucrania, hay que constatar que Rusia sigue combatiendo solo con sus hombres y sus armas, hasta que se acaben. Todo ello en un contexto ultranacionalista de militarización de la sociedad y mensajes apocalípticos.
La Rusia del futuro, la URSS del pasado
Porque la otra pregunta, aparte de cómo quiere acabar Putin esta guerra -si descartamos la retirada de su ejército, solo queda la prolongación del conflicto indefinidamente, como de hecho ya viene sucediendo en el Donbás desde 2014- es qué va a quedar de Rusia después del intento frustrado de invasión. Por muy equivocados que estuviéramos en Occidente acerca de la supuesta apertura de Rusia al mundo bajo los mandatos de Yeltsin y Putin, está claro que, al menos en apariencia, Rusia parecía apostar por ser un país moderno, integrado en una cultura común y con lazos de amistad con prácticamente todo su entorno.
Eso se ha acabado. En los últimos doce meses, el discurso del Kremlin y de sus propagandistas ha hecho retroceder al país sesenta años. De repente, se acabaron las inversiones, se acabó el comercio y se acabó la colaboración. En su horizonte, solo hay enemigos. Nazis y bárbaros. Rusia se empeña en recuperar toda la retórica soviética y en la televisión estatal se habla de banderas rojas sobre Berlín, como si estuviéramos en 1945, y Gazprom fuera un adalid del comunismo internacional.
La cúpula que dirige el país, más allá de su líder, ha perdido por completo la cabeza y se la va a hacer perder al resto de ciudadanos, que asisten perplejos e indefensos a movilizaciones parciales, liberaciones de reclusos para ser utilizados como carne barata en los mataderos de Bakhmut, grandes festejos en los que alabar al gran líder y su sabiduría infinita… y, por supuesto, las amenazas cada vez más abiertas de un apocalipsis nuclear si no les dejan salirse con la suya.
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Rusia se ha replegado sobre sí misma y ha encontrado su faceta más autodestructiva. Rusia se ha consagrado como una nación homófoba y tránsfoba, depositaria de la responsabilidad de salvar supuestos valores de supremacía cultural que se parecen mucho, precisamente, al nazismo. La diferencia con la Alemania de los años treinta, afortunadamente, tiene que ver con sus posibilidades militares. Hitler llegó hasta donde llegó, en primer lugar, porque no había un rival unido frente a él, pero, sobre todo, porque contaba con un ejército poderosísimo.
No es el caso de Putin. O no lo parece. Un ejército que lleva doce meses empantanado en los apenas doscientos kilómetros de frente que separan Svatove de Donetsk capital y que requiere de presidiarios, mercenarios y milicianos para, entre todos, avanzar unos cuantos metros al mes en dirección a Bakhmut, una ciudad sin más relevancia que la simbólica, es un ejército condenado a la derrota. Una derrota que, por otro lado, no implicaría más que el regreso a sus fronteras. Tampoco parece gran cosa. Alguien, tal vez, debería explicárselo al presidente.