El mar se ha convertido en un símbolo de muerte para los refugiados. Un monstruo gigante que engulle a madres, padres, hijos y los expulsa en alguna orilla del Mediterráneo. Desde 2014, unos 10.000 migrantes han muerto intentando llegar a Europa. Huir de un país en guerra puede durar meses, una travesía en la que todo se monetiza: incluso el chaleco salvavidas para subirse en una barca hinchable se paga. La mayoría de sirios no han pisado jamás la playa y la primera vez que lo hacen es a sabiendas de que ellos y sus críos podrían perecer en el intento. Para muchos, la diversión en el agua es un concepto occidental propio de quienes no han visto a los suyos ahogarse.
“Siento que voy a arrastrar el miedo al agua toda mi vida”, le confesó un refugiado sirio a Zak Mahmoudi, monitor de kayak del club de remo Saint Albert, en Edmonton (Alberta, Canadá). En esta región, cuenta Zak, hay muchos lagos. La costumbre de practicar canoa, kayak o natación es común, aunque los habitantes de la zona pronto detectaron que para muchos refugiados disfrutar en el agua era una idea inconcebible. “Canadá ha acogido a muchísimos refugiados [27.000 sirios en seis meses], pero no es suficiente. No conocen el idioma ni nuestras costumbres, han perdido a gente, han vivido el horror. Quería ponerme en su lugar, así que pensé: '¿Cómo puedo ayudarles? ¿Cómo puedo hacerles felices?'”, rememora el monitor.
Ernesto Filardi es un filólogo y dramaturgo español que reside desde hace tres años en Canadá. Según cuenta, “llegar a este país y sobrevivir es complicado, sobre todo en invierno. Por eso existe una conciencia social de ayudar, aquí casi todos somos de otro sitio”. Ernesto apunta al concepto “giving back to the community” —algo así como devolver a la sociedad los favores recibidos— como clave de la cultura canadiense.
Que éste sea el país de Occidente que más refugiados ha acogido no es fruto de la casualidad: “Los ciudadanos pueden patrocinar la llegada de refugiados haciéndose cargo de sus gastos [es uno de los secretos de Canadá para acoger a tantos refugiados]. Para ello, tiene que haber un mínimo de cinco personas que formen un grupo que se comprometa a correr con sus gastos durante un año. Ese proceso también está abierto a instituciones y empresas. Ahora mismo hay tanta gente queriendo patrocinar que Inmigración no da abasto”, apunta Ernesto.
“Es muy importante que empiecen a sentir que este país es suyo también”, afirma Zak, de 35 años y kayakista profesional. Llegó a Alberta desde Túnez en 2012 para trabajar en el Saint Albert Club, y hace unos meses se le ocurrió juntar su destreza en el agua con su voluntad solidaria. “Pensé que pasar un día entero con ellos para enseñarles a manejarse en el agua podría ayudarles con sus traumas. Sé que muchos le tienen pánico, no saben nadar, y esa sensación debe de ser dolorosa”. Así nació la idea de una terapia acuática con la que mostrarles que navegar también puede ser algo bello. “Lo hicimos el fin de semana pasado y fue un éxito total. Esperaba que hubiese críos que llorasen o tuviesen miedo. Pero demostraron una valentía extraordinaria”, dice.
Cruzar el mar en una barca es una opción desesperada. Se estima que sólo en lo que va de año, 234.000 sirios han alcanzado la costa griega de esta forma. Muchos no han sobrevivido. “Cuando oía a alguien aquí decir 'barco', se me encogía el estómago”, dice una niña de nueve años. “Los barcos no son seguros”, añade. Otro crío, de doce, asegura que ha visto “a gente morir en el mar”. “Quiero vencer ese miedo por si alguna vez vuelvo a pasar por algo así, para saber cómo sobrevivir”.
“Lo que estos niños veían y oían era que la gente moría en el mar”, apunta Zac Mahmoudi. Llevar de nuevo un chaleco salvavidas y adentrarse en el agua “podía resultar una experiencia terrorífica para ellos”. “Fue genial. Todos estaban felices, contentos, valientes. Se sentían protegidos”, explica Zac.
Los propios miembros del club, atletas y kayakistas profesionales, acudieron a Kirk Lake el pasado fin de semana para ayudar a los monitores. Niños canadienses ayudando a niños sirios. “Había una cría del club que no se separó de otra niña. No paraba de abrazarla para que no tuviese miedo. Le decía: 'Bienvenida a tu nuevo hogar'”, relata el monitor.
En total, 56 menores y 18 adultos acudieron al lago. “Algunos conseguían abrirse y hablar de lo que han sufrido este tiempo atrás. Una madre nos confesó que tenía pánico de volver, de manera voluntaria, a un lugar de muerte. Que para qué si podía evitarlo. Al final lo hizo por sus hijos”. Otra mujer, según cuenta Zac, recordó cómo murió su padre. El anciano emprendió la huida junto a ellos, iban en barcas diferentes. La suya se hundió y nadie de la familia sabía nadar. “Su miedo ahora es tener que volver a huir. Y si eso pasa, piensan ellos, necesitarán saber cómo sobrevivir al mar”, reconoce el kayakista.