Diego -nombre ficticio- tiene 27 años. Hace tres meses se fue de El Salvador. Una subida del salario mínimo hizo que la fábrica en la que trabajaba decidiera que era demasiado cara la operación y cerró, dejándole sin empleo a él y a su mujer. Con un hijo pequeño, sin lograr encontrar trabajo, pensó que salir de su país e intentar la peligrosa ruta de miles de kilómetros que atraviesa México hacia EE UU era la mejor opción. Su grupo inicial era de cuatro hombres. A dos los detuvo la migra mexicana (policía de la frontera) en Chiapas y fueron deportados. Como tantos miles y miles de centroamericanos que México devuelve cada mes a sus países de origen mientras se quejan de las amenazas de deportación por parte de EE UU.
“¿Cómo llegué hasta la Ciudad de México? Pues en lancha, en combi, en bus, en el tren, a pie... en todo”, contesta relativamente sonriente en el albergue de migrantes el Cafemin, al norte de la capital mexicana, “salimos el 6 de marzo y fuimos a Guatemala, donde entramos como si fuéramos turistas. Luego llegamos a la frontera, en el departamento de Peten, y pagamos a un lanchero para que nos cruzase el río a México, a Corozal. Ya dimos ahí el primer soborno a la policía de Guatemala, que nos pidió 50 quetzales”.
Cruzar la frontera
Al otro lado del río Usamicinta, los taxistas esperan a los migrantes para llevarles a la carretera principal. Allí, las opciones eran agarrar una combi o un taxi. Diego y sus compañeros optaron por lo segundo. El conductor les cobraba 2.000 pesos, unos 100 euros, por llevarles hasta Pakal-Na, al norte del Estado de Chiapas, a unos 150 kilómetros. Pero les avisó. Por cada retén de migración que se encontrasen, tendrían que darle 200 pesos para sobornar al agente.
“En todos y cada uno de los retenes pudimos pagarles. Llegábamos a uno, el agente venía, nos contaba, pedía su dinero al taxista y nos dejaba pasar. Incluso en uno que llegamos donde había militares. Les dimos 20 dólares y también pasamos. Yo iba contento. Todo iba bien. Hasta llegar al último”, recuerda y le cambia el gesto. “El pinche taxista paró frente a un retén de la migra. Yo creo que nos vendió, había unos 12 agentes con un coche, y vinieron dos corriendo hacia nosotros y agarraron al que iba de copiloto y al que estaba a mi lado”.
El tercer compañero abrió la puerta y salió por piernas. Diego se tiró detrás, pies para qué os quiero. Los agentes les gritaban que parasen. Ellos no hicieron caso. No les alcanzaron. “Estaban gorditos y además, no sé, creo que el miedo a perder tu libertad te da más velocidad”. Tras correr unos kilómetros llegaron a un bosque y se acostaron en el suelo, callados. Oían cómo se acercaba la migra. Veían las luces de los focos a alumbrar la zona, buscándoles. Tras unas tres horas comenzó a llover y los agentes debieron decidir que no merecía la pena mojarse por ellos.
Las cifras de un éxodo
Ellos se salvaron. Sus dos compañeros fueron deportados. Como otros 4.219 centroamericanos en el mes de marzo de 2017, en lo que se llama eufemísticamente en las estadísticas mexicanas “eventos de retorno asistido”. Como otros 295.600 centroamericanos desde julio de 2014 a enero de 2017, prácticamente el doble que en los dos años y medio anteriores.
¿Qué pasó ese mes? Que el presidente Enrique Peña Nieto anunció la puesta en marcha del programa Frontera Sur. La Oficina en Washington para Asuntos Latinoamericanos (WOLA) ha dicho que este programa ha desplazado oficialmente ese problema migratorio de Estados Unidos a México.
Por hacer una comparativa que sirva de referencia; si México deportó en 2016 a 141.000 migrantes indocumentados de Centroamérica, Estados Unidos se quedó en 76.000. Ambas cifras están tomadas de los anuarios de migración de los dos países. Médicos sin Fronteras, en la presentación de su informe Forzados a huir del triángulo norte de Centroamérica: una crisis humanitaria olvidada, calificó el programa de "cacería de migrantes".
Cacería de migrantes
"El programa se vendió como una acción de ayuda a los migrantes pero ha terminado siendo una cacería y mientras se siga viendo como un problema de seguridad pública, seguirá siendo así, además de estar exacerbando la violencia que sufren los migrantes a lo largo de la ruta”, contestó a preguntas de EL ESPAÑOL Alonso Hernández, director del Albergue Paso FM4 de Guadalajara, Jalisco.
Hernández cifra en 500.000 las personas que cada año entran en México procedentes de Honduras, El Salvador y Guatemala y sitúa las tasas de asesinato, desplazamiento forzoso y violencia sexual a la altura de los conflictos armados de alta intensidad.
El texto de Médicos sin Fronteras, realizado con los datos de 467 encuestas y 33.000 consultas a migrantes centroamericanos en los diversos albergues donde colabora la organización, describe un panorama aterrador.
Golpes y disparos en el camino
El 68% de los encuestados habían sufrido violencia física durante la ruta. Golpes, estrangulamientos, disparos. Un tercio de las mujeres habían sido agredidas sexualmente y un 60% de los episodios fueron violaciones. Marc Bosch, director de Operaciones para América Latina, explicó que en una encuesta previa al programa Frontera Sur, aún teniendo en cuenta que la metodología fue distinta y no permitía una comparación directa, los episodios de violencia eran un 16% menores que ahora.
El propio periplo de Diego hasta llegar a la Ciudad de México es un ejemplo. Se subió a la Bestia, el tren de mercancías que atraviesa México y que es usado por los indocumentados para avanzar largos trechos, dos veces. Una se tiró por que creía que venía la migra. La otra por miedo a los robos. Vio subir a pandillas, por suerte a otro vagón. Durmió en la calle y en albergues. Caminó mucho. Se topó con la Mara Salvatrucha -“ya sabes, todos tatuados”-, que le dejó pasar cuando vio que era salvadoreño. Varios mexicanos le estafaron. Otros cuantos le ayudaron, como una mujer que en un pueblo le daba de comer y vestir y le acabó recomendando una ruta por autobuses y carreteras secundarias con la que llegó a la capital tras 16 días vagando por el país.
En la capital acabó en el albergue el Cafemin, donde le consiguieron una visa humanitaria. Estaba a gusto. Consiguió un trabajo gracias a la embajada de El Salvador y pensó que a lo mejor podía quedarse en la ciudad y dejar de emigrar a EEUU. Pero le robaron. Un hombre, que le dijo que era un agente de la Procuraduría General de la República, le convenció para que se fuera con él. Que iba a alquilarle una casa barata. Con todo su dinero, con su pasaporte, con su teléfono móvil donde guardaba las fotos de su hijo y su viaje, se metió en su coche.
Allí le sacó una pistola. Le quitó todo. Le avisó que se quedaba el pasaporte. Que sabía quien era. “Quiero quedarme a EEUU pero no sé que hacer, no tengo dinero. Quiero cruzar y quiero llegar a EEUU para ayudar a mi familia. Me ha entrado como una desesperación. Del robo en parte fui yo culpable por fiarme”, dice con la mirada fija al frente, “me quería quedar esperando, pero después de esto... ya no quiero estar aquí”.