Hace cuatro años, en la antesala de las elecciones presidenciales de Brasil, Jair Messias Bolsonaro era tan sólo un político desconocido. Casi una anécdota en la papeleta, un outsider que no pintaba nada en el espectro político brasileño y que se presentaba a las elecciones casi como figurante. A sus espaldas cargaba una carrera militar como capitán poco reseñable y 27 años de vida política en la que se había revelado un diputado mediocre, de dudosas convicciones (cambió de partido siete veces) y con un discurso disparatado que reivindicaba la dictadura y donde proliferaban las declaraciones racistas, homófobas y misóginas.
Pero, el 29 de octubre de 2018, Bolsonaro ganó las elecciones y se convirtió en el presidente de Brasil. Lo hizo aupado por dos acontecimientos fundamentales: la prisión de Lula da Silva, que le retiró de la contienda cuando todos los sondeos le daban como ganador, y la puñalada que sufrió en campaña, que le puso en el foco de toda la atención mediática cuando su pequeño partido solo tendría derecho a 9 segundos de campaña en televisión.
"Habéis elegido al presidente de Brasil", dijo uno de sus hijos cuando le visitó en el hospital. La frase resultó ser un presagio.
El 1 de enero de 2019, Bolsonaro juraba el cargo de presidente de la República y ahí empezaba un mandato lleno de turbulencias, pero fiel a lo que Bolsonaro había sido como candidato. Bajo su batuta, Brasil flexibilizó la venta de armas por parte de los civiles (hoy, 670.000 brasileños tienen un arma, 10 veces más que hace 5 años); llenó su gobierno de militares; desprotegió legislativamente la Amazonia y permitió la mayor desforestación en 15 años y siguió atacando a las minorías, la comunidad LGTBI, las mujeres y los indígenas.
Con él, los militares salieron de los cuarteles y se acomodaron en los sillones del Congreso, asumiendo cargos de elevada relevancia política, los pastores evangélicos se transformaron en ministros y su popularidad creció entre la policía, los grandes latifundistas, los madereros ilegales y todos los que comulgan con los valores conservadores y se reven en su lema de campaña: "Dios, patria y familia".
Sus cuatro años de gobierno dejan atrás números aterradores: el número de personas que padecen hambre en el país se duplicó y llega a los 33 millones, la inflación se disparó, pero, sobre todo, estremecen el número de muertes de la pandemia.
La pandemia
Fue su gestión desastrosa de la Covid-19 lo que hizo desplomar su popularidad ante los brasileños. Una encuesta publicada por el instituto Ipespe señalaba que un 55% de la población consideraba su conducta "mala o pésima". La "gripecita" sin importancia, como tildó Bolsonaro a la pandemia, acabó por matar a más de 680.000 brasileños.
Mientras, el presidente del país se negaba a confinar a sus ciudadanos porque "tenían que trabajar", desalentaba el uso de las mascarillas, al citar -como información falsa- que las víctimas de la gripe española murieron más por usar máscaras que por la gripe, y negaba la eficacia de las vacunas, señalando una falsa relación entre la vacuna de la Covid y el riesgo de contraer VIH.
Su comportamiento en esos meses es un espejo de lo peor de su personalidad: la insensibilidad y la falta de empatía, aliada a las mentiras y al esfuerzo por mantenerse en el poder a toda costa. "Lo siento, me llamo Messias pero no hago milagros", o "A mí qué me dices? No soy enterrador", son algunas de las declaraciones más desagradables que pronunció al ser preguntado por el alto número de muertes en Brasil.
"Bolsonaro es un tipo rudo, muy maleducado, grosero, con la capacidad mental de un niño"
La comisión parlamentaria de investigación acusó a Bolsonaro de "crímenes de lesa humanidad", por haber dejado que el coronavirus destrozara el país y matara a cientos de miles de personas, obviando las medidas de protección que el resto del mundo implantó y recomendó la intervención del Tribunal Internacional de la Haya.
"Su gobierno es el espejo de su personalidad: poco presente en las políticas públicas y violento en la forma de comportarse. Bolsonaro es un tipo rudo, muy maleducado, grosero, con la capacidad mental de un niño, y una persona que agrede a mucha gente, con un comportamiento prejuicioso y discriminatorio", explica el politólogo Humberto Dantas.
Autoritarismo y corrupción
Su deriva autoritaria ha terminado por apartar incluso a sus colaboradores más cercanos, entre ellos Sérgio Moro, el juez que encarceló a Lula y protagonizó el debut político más polémico de los últimos años.
Pocos meses después de que Bolsonaro jurara el cargo, anunció a Moro para liderar un superministerio formado por la unión del Ministerio de Justicia con el de Seguridad Pública, por lo que tendría a su cargo la Policía Federal también. Moro era entonces juez en el tribunal de Curitiba, la cara más visible del proceso de corrupción Lava-Jato, que había terminado con la condena de Lula a 12 años de cárcel y su inhabilitación para cualquier cargo político, dejando la carrera presidencial libre para Bolsonaro.
Moro, encumbrado por los ciudadanos como el azote de la corrupción, había asegurado varias veces que "jamás entraría en política", pero ni titubeo ante la invitación de Bolsonaro. Dejó la judicatura para ingresar en el Gobierno, una aventura que terminó de la peor forma.
Cuando Moro entró en el Gobierno, Bolsonaro aseguró que tendría carta blanca, pero las tensiones e injerencias empezaron pronto, con el presidente impidiendo nombramientos de funcionarios que consideraba "demasiado de izquierdas" o parando los planes anticorrupción de Moro.
En abril de 2020, Sérgio Moro anunciaba su dimisión. El juez sugirió que existían "interferencias políticas" en la lucha contra la corrupción, entre ellas la decisión de Bolsonaro de destituir de la dirección de la Policía Federal a Mauricio Valeixo, un hombre de la plena confianza del ministro. En su discurso, Moro acusó también a Bolsonaro de intentar interferir en el trabajo de la Policía Federal.
"El Gobierno de Bolsonaro está lejos de predicar con el ejemplo, en lo que respeta a la corrupción, por ejemplo. La Comisión de Investigación de la Covid lo dejó claro, la propia salida de Moro del Gobierno, acusando al presidente de maniobrar con la policía Federal para protegerse de acusaciones... falta que la gente se dé cuenta", señala Dantas.
Incoherencia como forma de vida
La coherencia nunca ha sido una de las características de Bolsonaro. El ultraderechista de 67 años, defensor del matrimonio, la familia tradicional y los valores más conservadores, pero casado por tercera vez. El evangélico convencido, pero con lazos estrechos con la masonería. El defensor de la ley y el orden que, sin embargo, fue arrestado por planificar, en 1987, la Operación Beco Sem Saída (callejón sin salida), que consistía en hacer explotar bombas de baja potencia en cuarteles y academias militares para protestar por los bajos salarios.
Llevaba cerca de 10 años ejerciendo como militar, cuando todo sucedió. Hasta entonces, el Ejército había sido su obsesión, una que empezó con tan sólo 15 años. El 8 de mayo de 1970, Carlos Lamarca, un guerrillero que luchaba contra la dictadura brasileña se refugió en Eldorado, una ciudad de 15.000 habitantes situada a 180 kilómetros al sur de São Paulo, en la que vivía Bolsonaro.
La policía montó un dispositivo para capturarlo, pero tras un tiroteo, identificaciones masivas y un policía muerto, el guerrillero consiguió huir. El aparato impresionó a aquel muchacho que decidió, en ese momento, que su destino era ingresar en las Fuerzas Militares. Lo consiguió en 1973, tres semanas antes de cumplir los 18. Allí cursa sus estudios y sigue ascendiendo hasta llegar a capitán.
En 1986, desagradado por los bajos salarios de los militares publica un artículo en la revista Veja incitando a los cadetes a abandonar la academia. Fue detenido y permaneció en prisión 15 días por indisciplina. Al año siguiente salió a la luz su plan de atentar contra los cuarteles. Él siempre lo ha negado, pero, aunque el Tribunal Militar absolvió a Bolsonaro en 1988 de todas las acusaciones de indisciplina y deslealtad, tuvo que abandonar el Ejército. Fue entonces cuando se fijó en la política.
"La situación del país sería mejor si la dictadura hubiese matado a más gente"
Acumula cargos de diputado durante 27 años en seis partidos distintos, pero nunca logró destacar. Al menos por sus propuestas e iniciativas. Su nombre se ha quedado en la historia por algunos de los exabruptos más polémicos del Congreso.
Como el día en 2014, en el que le dijo a una diputada que "nunca la violaría por ser demasiado fea", o la declaración que hizo en 2016, mientras votaba a favor del impeachment de Dilma Rousseff, enalteciendo a un torturador de la dictadura que ejerció su violencia sobre la entonces presidenta de Brasil. "Por la memoria del coronel Carlos Brilhante Ustra, el pavor de Dilma Rousseff", dijo.
Suyas son también las declaraciones de 1998 apologistas de la dictadura, diciendo que "la situación del país sería mejor si la dictadura hubiese matado a más gente", o que el régimen "debería haber fusilado a unos 30.000 corruptos, entre ellos el presidente Fernando Henrique Cardoso. La nación hubiese salido ganando".
Su carácter desbocado y faltón es una de sus imágenes de marca. Y si los suyos le defienden diciendo que no es un esclavo de lo políticamente correcto, otros le afean la conducta.
A nivel personal, es el patriarca de una familia en la que cabe una tercera esposa, evangélica hasta la médula y responsable, en parte, por su acercamiento a ese sector religioso, y padre de cinco hijos. Tres varones, de su primer matrimonio, otro chico, del segundo, y una chica del tercero.
Sus tres hijos mayores son, de hecho, claves en su desempeño político. Les llama "Cero Uno", "Cero Dos" y "Cero Tres" como los aspirantes al Batallón Operaciones Policiales Espaciales (BOPE). El primogénito, Flávio, es senador; Carlos, concejal por São Paulo y artífice de su estrategia en redes sociales; y el pequeño, Eduardo, punto de contacto con la extrema derecha mundial, desde Trump y Steve Bannon, a Vox o la italiana Georgia Meloni.
Antes de ser presidente se manifestó abiertamente en contra de la reelección del presidente de la República, pero empezó a planificar la suya el día en el que entró al Palacio del Planalto.
Ataque a las urnas
Ahora le quedan pocas horas para saber si los brasileños le permitirán seguir al mando. Contra todos los pronósticos de los sondeos, que daban una victoria fácil a Lula, Bolsonaro consiguió llevar la decisión a la segunda vuelta en una carrera electoral reñida en la que todo puede pasar.
Si no lo logra, sería la primera vez que un presidente de Brasil no consigue revalidar su mandato y Bolsonaro no parece estar dispuesto a aceptar el resultado de manera pacífica. Desde hace muchos meses, emulando el estilo de Trump, se dedicó a poner en duda las urnas electrónicas y todo el sistema electoral de Brasil. Cuanto más rezagado iba en las encuestas, más endurecía su discurso contra el sistema electoral. "Pese a la vigilancia de las fuerzas armadas, no podemos dejar la posibilidad de fraude a cero", dijo antes de la primera vuelta.
Los resultados entonces, que le han dado más votos de los que pronosticaban las encuestas hicieron frenar ese discurso por una mera cuestión de lógica: no podría cuestionar un sistema electoral que había terminado por favorecerle ante los sondeos. Pero la lógica primó poco tiempo y esta misma semana volvía a sembrar las dudas sobre el sistema y a acudir a sus seguidores.
"Bolsonaro ha pedido a sus seguidores que se vistan de verde y amarillo, que vayan a votar y se queden cerca de las urnas acompañando la votación. Esto en Brasil es un crimen: la ley no permite aglomeraciones cerca de las urnas y menos que un grupo de personas organizadas se manifieste ese día", explica Dantas. "Bolsonaro desafía la ley y hace de esa agitación una estrategia de supervivencia, o convivencia política que es muy dañina para la democracia".
En la memoria de muchos están aún los acontecimientos del 6 de enero de 2021 en el Capitolio de Estados Unidos, en los que una turba de seguidores de Trump asaltaron el Congreso de los Diputados en uno de los episodios más vergonzosos de la democracia estadounidense. Si a las declaraciones inflamadas de Bolsonaro, le juntamos la cantidad de brasileños armados que existen ahora mismo en el país, es fácil entender que el ambiente propicio al desastre está creado.
"No había derecha en Brasil. Conmigo perdió la vergüenza en aparecer y vino para quedarse. Ese es el legado que voy a dejar"
"Lo que más temo es la cantidad de gente que puede salir a la calle con armas, que haya enfrentamientos y lo que pueda suceder a partir de ahí", explicaba hace unos días el politólogo Marco Teixeira.
No parece factible que Bolsonaro cuente con el apoyo de las elites brasileñas o de los militares para dar un golpe de Estado, pero se teme que la violencia en las calles empiece nada más salir los resultados de las urnas. En su mano está apaciguar una sociedad que ha manipulado y dividido a lo largo de su mandato.
"No había derecha en Brasil. Conmigo perdió la vergüenza en aparecer y vino para quedarse. Ese es el legado que voy a dejar", resumió Bolsonaro en una reciente entrevista. Suya es también la cultura de la difamación, el deterioro de las instituciones oficiales y la desconfianza hacia el mismo sistema democrático brasileño. Siga o no en el Palacio del Planalto, el bolsonarismo perdurará más allá de la persona que le dio forma en la sociedad brasileña.