Las imágenes distópicas que han llegado esta semana desde Ecuador no pueden entenderse como una rebelión inesperada. La crisis a la que se enfrenta el nuevo presidente Daniel Noboa en el año que le queda de mandato es la crónica de una muerte anunciada: la de la seguridad, la estabilidad política y la contención del narcotráfico por parte del Estado.
El país está en alerta desde hace años, pero no se pudo predecir una crisis hasta el fin del mandato de Rafael Correa (2007-2017), una década en la que la criminalidad bajó considerablemente. El presidente progresista lanzó programas sociales para la creación de empleo. También jugó a favor la bonanza económica que trajo la exportación de petróleo. Fue, diríamos, una buena época para la seguridad y el progreso de los ecuatorianos. No había grandes amenazas.
Pero Correa dejó una mala herencia a su sucesor: en mayo de 2017, Lenín Moreno asumió el gobierno de un país con un sistema debilitado. Durante su década al mando de Ecuador, Correa había recortado en organismos de inteligencia y relaciones estratégicas con el extranjero. Con la sospecha de una injerencia estadounidense que alterara el orden en su país, cortó lazos con la DEA, desarticuló la equivalente ecuatoriana de la agencia antidrogas y retiró la base militar norteamericana de la ciudad de Manta.
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La desinversión en seguridad de Correa y el deterioro económico que sufrió el Ecuador de Moreno asentaron el caldo de cultivo idóneo para la crisis a la que hoy se enfrenta el país. Al año de tomar posesión, Lenín intentó paliar la bajada del precio del petróleo con un plan para reducir el déficit fiscal e impulsar la productividad. Las medidas de austeridad no funcionaron: ni en 2018, ni en 2020, cuando se repitió la misma fórmula durante la pandemia de coronavirus.
Con un 32,6% de pobreza el año que estalló la pandemia, muchos hombres ecuatorianos vieron una oportunidad de oro en el tráfico de drogas. Las grandes mafias de Latinoamérica y el mundo ya habían empezado a entrar al país los años anteriores: con la firma del acuerdo de paz en Colombia en 2016, las Fuerzas Armadas Revolucionarias del país vecino perdieron el monopolio del tráfico a través de Ecuador. Grupos como el Cártel de Sinaloa o la mafia albanesa no tardaron en expandirse a las carreteras del país pacífico y al puerto de Guayaquil para relevar a los colombianos.
Pero en un mercado de la cocaína en auge, las bandas locales también supieron sumarse al carro. Tanto nuevas como preexistentes. En diciembre de 2020, el líder de Los Choneros, el cártel más importante de Ecuador, fue asesinado. La muerte del Raspiña causó la disgregación de la banda, que se fragmentó en una miríada de grupúsculos que han ido aliándose con clanes extranjeros y, sobre todo: disputándose el control de las prisiones y las áreas en las que residen.
Esta lucha entre miembros de grupos enemigos ha trascendido las cárceles del país (donde los motines son habituales), y ha instaurado un régimen del terror en las calles de Ecuador. En agosto, a menos de un mes de las elecciones, fue asesinado el candidato liberal Fernando Villavicencio. Las reyertas no cesaron tras el nombramiento de Noboa. El número de muertes violentas ascendió a 8.008 en 2023, según el gobierno, casi el doble que en 2022.
En conversación con EL ESPAÑOL, el periodista ecuatoriano Fabricio Cevallos afirmó tras el asesinato de Villavicencio que las organizaciones criminales están vinculadas al poder político, judicial, e incluso a la policía del país. Por ello, este problema de fondo no se solucionará mientras el Gobierno no combata"las mafias que han cooptado el Estado y tienen de rodillas a la sociedad", como denunciaba Villavicencio. Tampoco mejorará la seguridad en Ecuador mientras la respuesta oficial siga siendo decretar estados de excepción que son "paños de agua tibia en un problema gravísimo", en palabras de Cevallos.
Hoy, el estado de excepción de Noboa propone un Plan Fénix para la seguridad, que incluye la creación de una nueva unidad de inteligencia, armas tácticas para las fuerzas de seguridad, nuevas prisiones de alta seguridad y seguridad reforzada en puertos y aeropuertos. Costará unos 800 millones de dólares, dijo, aunque 200 millones de dólares en nuevas armas para el ejército ecuatoriano serán aportados por Estados Unidos.