Son las seis de la mañana del 21 de julio de 1991 y Jeffrey Dahmer no puede dormir. Son los demonios. Los demonios en su cabeza. Los demonios que le han convertido a él mismo en un ángel de la muerte, un hombre malvado que busca el amor a través del sometimiento llevado al límite. Dahmer ha asesinado ya a diecisiete personas, todos hombres, todos homosexuales, en su mayoría, afroamericanos. Tiene 31 años y su primer crimen fue a los dieciocho, cuando recogió a un autoestopista, se emborrachó con él y acabó matándole con una barra de hacer pesas.
Dahmer, inquieto, decide salir de su apartamento a tomar el aire. Amanece en Milwaukee. A la salida de un bar, se encuentra a un grupo de chicos. Son tres: dos negros y uno blanco. El blanco no le interesa demasiado. No por nada especial, no se considera racista, simplemente le gustan más los hombres negros. Se acerca y les dice que es fotógrafo, de Chicago, y que está en Milwaukee para cuidar de su abuela. Les ofrece cien dólares por posar desnudos. Solo unas fotos. Ya está. Un digno colofón a una larga noche.
Dos de los chicos le dicen que no desde el principio, pero uno siente curiosidad. Se llama Tracy Edwards y tiene su misma edad. Juntos, suben al apartamento de Dahmer y lo primero que percibe Edwards es un olor nauseabundo, insoportable, que Dahmer insiste en atribuir a un problema con las cañerías. “El casero se encargará”, le dice, quitándole importancia. Se sientan en el sofá. Edwards no sabe aún qué va a pasar, no sabe aún si va a aceptar los cien dólares o si todo se limitará a un buen rato y punto o si en cualquier momento cogerá la puerta y se marchará.
Obviamente, no conoce a Dahmer de nada, y cuando se levanta brevemente para echar un vistazo a la pecera, con sus pequeños peces medio dormidos, Dahmer le ata unas esposas a la mano izquierda y le coloca un cuchillo en el costado. Las seis han dado paso a las siete y Edwards siente el pánico, pero prefiere no exteriorizarlo. Cree que es mejor si intenta comportarse como lo haría un amigo. Se sientan juntos en la cama y Dahmer pone una cinta de vídeo en la televisión. “El Exorcista III”, su película favorita. De vez en cuando charlan y de vez en cuando, Dahmer se pone de pie, da vueltas nervioso, empieza a tararear los cantos satánicos de la película y se mece a sí mismo como si estuviera poseído.
En un momento dado, intenta atacar a Edwards, inmovilizarlo, comenzar el ritual al que tanto se ha acostumbrado (ocho asesinatos en menos de seis meses). Él quiere un amante sumiso y la única manera de conseguirlo, pese a su atractivo, pese a un cierto carisma y un macabro sentido del humor, es mediante el asesinato. Edwards se resiste con más instinto que violencia y empieza una especie de coreografía, de zarandeo, del que la víctima saldrá sin las esposas, momentáneamente libre, pero aún amenazada por un cuchillo. “Necesito ir al baño”, dice al asesino, como en las películas, y el asesino no responde, está ausente, perdido en su canto, en su conducta errática. Cuando se pone de pie, Edwards se lanza a por Dahmer, le golpea y consigue huir. Se convierte así en el hombre que sobrevivió al “carnicero de Milwaukee”.
El hombre que se sentía impune
Aunque, en rigor, eso no es del todo cierto. Fueron varios los que consiguieron escapar de Dahmer y denunciarle a la policía. Como en un episodio malo de Mindhunter, ninguno de estos intentos llevó a ningún lado. En una ocasión, incluso, una de sus víctimas, de catorce años, fue devuelta por los propios agentes a su pesadilla. El chico huyó de la casa mientras Dahmer tomaba una cerveza en el bar, convencido de que aquel adolescente ya no despertaría nunca. La patrulla que le recogió en la calle -desnudo y con un pequeño agujero en el cráneo- no vieron nada raro: Dahmer dijo que eran pareja y habían discutido y todo les pareció en orden.
El chico en cuestión, Konerak Simtasophone, procedente de Laos, era el hermano de una víctima anterior, de trece años, que denunció los abusos y propició la primera condena por abuso a menores para Dahmer, que aun así siguió viviendo con su abuela como si nada. Otra de las víctimas, Ronald Flowers, despertó en un hospital de Milwaukee en 1988 después de haber sido drogado y violado. No sabe cómo llegó ahí. Cuando habló con la policía, en lo que parece un claro caso de racismo, esta prefirió no investigar el caso y creer de nuevo la versión de Dahmer de que eran cosas de pareja.
A la demencia, le siguió por tanto la impunidad. Coqueteas con el mal, te cebas en él y no pasa nada. No hay consecuencias. El asesino en serie, aquí, no pretende exhibirse, no ve en su actividad un desafío sino un juego atormentado del que nadie parece querer estar al tanto. “Una necesidad compulsiva”, en sus propias palabras. Sin duda, Dahmer pensó que la historia se repetiría con Tracy Edwards y que todo seguiría como siempre, sin estruendos, sin sorpresas. Se equivocaba. Al día siguiente, la policía llamó a la puerta de su casa y volvió a sentir ese olor característico de los cuerpos en descomposición.
Esta vez creyeron a Edwards e investigaron. En el frigorífico encontraron distintas partes de distintos cuerpos. En la cama, un cadáver. En un bidón gigante de ácido, otros dos cuerpos más desintegrándose. Dahmer no quiso ni defenderse. Confesó todos sus crímenes uno a uno y no puso excusas: no había traumas de infancia, no había razones ocultas. Hablaba de violar, matar, descuartizar y devorar a sus víctimas como el que habla de una partida de ajedrez que se complica. Los medios estadounidenses decidieron llamarle “el caníbal”. Cuando la historia llegó a España, preferimos “el carnicero”.
Los últimos días del Charles Manson noventero
Y así, en aquel inicio de los noventa, la década de Unabomber, la década de David Koresh, la década de Oklahoma o Columbine, “el carnicero de Milwaukee” se convirtió en todo un fenómeno generacional. El Charles Manson de la “Generación X”. Cada nueva revelación era más truculenta que la anterior sin que sea necesario recrearse ahora mismo en los detalles. Jeffrey Dahmer, o más bien su abogado, alegó problemas mentales en el juicio pero el juez no los tuvo en cuenta. Tras unas cuantas semanas de juicio televisado, le cayeron quince cadenas perpetuas por diecisiete asesinatos cometidos desde 1978 a 1991.
De los novecientos noventa y nueve años a los que fue condenado, solo cumplió dos y medio y aún pudo ser menos tiempo. Encerrado en la cárcel de Portage (Wisconsin), su ácido sentido del humor y su nula capacidad de arrepentimiento le granjearon la antipatía de buena parte de sus compañeros. Como buena parte de sus víctimas habían sido negros, se le tuvo por racista y escapó por los pelos de un linchamiento que organizaron cinco reclusos que pretendían acabar con su vida.
No tuvo tanta suerte cuando Christopher Scarver le atacó con una barra para hacer pesas, justo el mismo instrumento que él había utilizado en 1978 contra su primera víctima. Scarver se cansó a hacer declaraciones públicas posteriormente en las que se jactaba del ajuste de cuentas pero nunca explicó por qué de paso se llevó por delante a otro recluso llamado Jesse Anderson. Scarver, esquizofrénico diagnosticado, se hacía llamar “Christo” y debería haber estado bajo vigilancia estricta pero da la sensación de que ese día alguien le dejó hacer sin demasiados remordimientos.
Queda con los años la leyenda del “Carnicero” como la personificación del mal, de los abismos de la mente humana. Uno de los peores criminales de la historia, tanto por la cantidad de sus asesinatos como por su inusitada meticulosidad en el horror. Un horror que podría haber continuado durante décadas de no ser porque Tracy Edwards dio, por fin, con la patrulla de policía indicada. Un horror que, justo treinta años después, aún nos provoca escalofríos cuando lo recordamos.