Antes de las elecciones presidenciales estadounidenses de noviembre de 2020, cabían dos escenarios: que las encuestas estuvieran en lo correcto y Joe Biden ganara con facilidad en la mayoría de estados claves… o que la diferencia entre el candidato demócrata y Donald Trump, presidente del país y candidato republicano, dependiera de unos pocos votos en unos pocos lugares. Exactamente, lo que pasó en 2016. Ante el primer escenario, la llamada alt-right no podía hacer demasiado, pero el segundo sí abría más posibilidades: de entrada, Trump podría ganar, como cuatro años atrás… Ahora bien, si no lo hacía, siempre se podía apelar al fraude. El asunto era cómo hacer creíble esa apelación sin quedar en ridículo.
En medio de una pandemia que tanto medios afines al Partido Republicano como buena parte de sus votantes se empeñaban en despreciar, pronto se encontró una excusa ideal para justificar el escándalo: el voto por correo. Si se apremiaba a los votantes republicanos a votar presencialmente, mientras buena parte de los demócratas lo hacían con antelación… pero su voto se computaba más tarde, nos encontraríamos ante el escenario que nos encontramos en la madrugada del martes 3 al miércoles 4 de noviembre: una mayoría sólida de Donald Trump, suficiente incluso como para proclamar su triunfo en las elecciones, mantenida en prácticamente todos los estados decisivos: Michigan, Pennsylvania, Wisconsin, Arizona, Ohio…
Una pronta ventaja, aunque fuera producto de los ritmos del escrutinio, provocaría la algarabía entre la base republicana, la percepción incorrecta de que Trump había renovado mandato… y la consiguiente decepción y sensación de fraude al ver cómo, poco a poco, los porcentajes iban dándose la vuelta y cada nueva saca de correos suponía cientos de miles de votos para Biden, que al final ganó con más de trescientos votos electorales y casi siete millones de diferencia en el voto popular. ¿Cómo conceder una derrota cuando al cierre de los colegios electorales eras el ganador? Trump se agarró a esa excusa y de ahí no hay quien le mueva.
La teoría del “fraude” se extendió por podcasts y foros de la derecha populista durante todo el mes de octubre. De alguna manera, el terreno estaba más que preparado. El mismísimo Steve Bannon, el día de la elección, lo dejaba claro: “¿Sabéis por qué os van a robar estas elecciones? Porque piensan que no vais a hacer nada al respecto”. Presentadores de FOX News como Sean Hannity se unieron inmediatamente a la hipótesis de la conspiración -afortunadamente, la cadena como tal se desvinculó, lo que le costó el enfado de Donald Trump y de buena parte de su base electoral- e incluso el propio presidente la dejó caer en varios de sus mítines.
QAnon, el ejército perfecto
Cuando, el 5 de noviembre, dos días después de las elecciones, se confirmó el triunfo de Joe Biden, la alt-right quiso recoger los frutos que había sembrado. La victoria era ilegal y fruto de un plan tejido por poderes ocultos. Donald Trump, por supuesto, se negó a reconocer a Biden como nuevo presidente y extendió a los grandes medios afines todo tipo de teorías que hasta entonces pululaban tan solo en el entorno de los podcasts de Bannon y del conglomerado conspiranoico QAnon, una enorme organización subterránea de gran predicamento e influencia y con una enorme capacidad de movilización.
QAnon, que a su vez tiene su origen en la plataforma “4chan”, sería una anécdota en un mundo de pirados si no fuera porque hasta cuarenta candidatos a distintas elecciones que se celebrarán este año forman parte del grupo a través de la plataforma Media Matters. Un buen ejemplo de hasta qué punto sus seguidores están dispuestos a creerse cualquier cosa es que el pasado 2 de noviembre, cientos de personas llenaron las inmediaciones de Dealey Plaza, la avenida de Dallas donde fue tiroteado John F. Kennedy. Allí se reunieron, con sus banderas confederadas, sus sillas de picnic y sus emblemas pro-Trump a esperar la llegada de John Kennedy Jr., el hijo del fallecido presidente, quien, supuestamente, iba a anunciar ese día su disposición a presentarse junto a Trump en el ticket electoral de 2024.
El problema es que John Kennedy Jr. lleva muerto veintidós años, así que no apareció.
QAnon empezó denunciando una red de pedofilia con origen en los miembros de la campaña de Hillary Clinton en 2016 y acabó ampliando esa acusación a prácticamente todo el partido demócrata y sus supuestas ramificaciones entre actores de Hollywood. Desde al menos 2018, apoyan al presidente Trump allá adonde va y le consideran el defensor de América ante todos sus enemigos ocultos: George Soros, los judíos en general, China, Hollywood y, por supuesto, Tom Hanks y Robert Fauci, dos de sus enemigos favoritos.
El problema de lo que pasó en Estados Unidos entre noviembre de 2020 y enero de 2021 fue la confluencia de todos esos factores: un presidente amoral, un entorno capaz de inventarse todo tipo de conspiraciones… y una base suficientemente agresiva de seguidores dispuestos a creerse cualquier cosa, absolutamente cualquier cosa. Todo ello, además, reforzado por lo azaroso de la aritmética y el ritmo de recuento. ¿Cómo explicar a alguien que cree que Hillary Clinton sacrifica bebés que en realidad Trump ha perdido Michigan porque no le han votado lo suficiente?
Todo lo cual nos lleva a la tragedia del 6 de enero de 2021.
Este jueves se cumple un año del asalto al Capitolio, y mientras el actual mandatario norteamericano, Joe Biden, pronunciará un discurso para condenar el "odio" que provocó el ataque, su antecesor en el cargo, Donald Trump, se mantiene en silencio. De hecho, el expresidente republicano ha cancelado una rueda de prensa denunciando la "parcialidad y deshonestidad" del Comité que investiga el asalto y arremetiendo, una vez más, contra los medios de comunicación "falsos".
Cronología del 23F estadounidense
Cuando recordamos los sucesos de aquel día, es inevitable hacerlo con una media sonrisa en la boca. Los bárbaros arrasaban Roma y nosotros nos burlábamos desde nuestros sofás y tuiteábamos. El hombre de los cuernos. El que se llevaba un atril de recuerdo. El que entró en el despacho de Nancy Pelosi y puso los pies sobre el escritorio. No solo intentaron dar un golpe de estado, sino que estaban tan convencidos de que estaban en su derecho que lo retransmitieron con sus propios móviles.
Ahora bien, que esa sonrisa no borre la gravedad del asunto. Volvamos a los días previos: desde el punto de vista legal, Trump no dejó piedra sin levantar. Con Rudolph Giuliani prestándose a la tarea, intentó vender a los medios y a los jueces todo tipo de tretas por parte del Partido Demócrata sin aportar pruebas en ningún caso… más allá de las que sus propios seguidores iban esparciendo por internet en forma de bulo. Ante la imposibilidad de ganar en el terreno de la opinión pública ni en el judicial, y tal y como reflejan Bob Woodward y Robert Costa en su libro Peril, Trump presionó y amenazó al Secretario de Estado de Justicia, al Fiscal General y a su propio vicepresidente para que anularan la elección de Biden, a celebrarse dicho 6 de enero en el Capitolio.
Cuando vio claro que la fidelidad de esas personas no incluía revertir las leyes democráticas de su país, acudió a QAnon. En otras palabras, acudió a la fuerza bruta con la esperanza de que la fuerza bruta le mantuviera en el cargo. No tenía un ejército como tal, pero confiaba en que la masa le hiciera el trabajo y las fuerzas de seguridad no supieran bien cómo reaccionar ante un presidente, al fin y al cabo, aún seguía en el cargo…
Trump citó a los bárbaros a las doce de la mañana en la esplanada de la Elipse, también conocida como Parque del Presidente. No tenía nada nuevo que decirles. Simplemente, constatar que Pence había sido un cobarde, que los delegados de los estados decisivos no se habían plegado a sus deseos y que la única alternativa era “mostrar fuerza”. Hay que “mostrar fuerza”, repetía Trump a sus fieles, cada vez más excitados, varios de ellos armados, todos con la determinación de impedir que se les arrebatara el país de sus manos, tal y como repetía Bannon en sus programas, tal y como se insistía en los distintos foros de la alt-right.
Tan poco tenía que contar Trump a sus seguidores que a los diecisiete minutos ya les estaba pidiendo que marcharan hacia el Capitolio para “apoyar a los valientes” que ahí estaban y “no apoyar tanto” a los cobardes, porque “con debilidad no vamos a recuperar nuestro país”, de nuevo la idea machacona de Bannon repetida hasta la náusea. El discurso duró un rato más, pero buena parte de los oyentes ya no estaban ahí: estaban, efectivamente, marchando sobre el Capitolio. A la una de la tarde, hora de Washington, más de mil personas se apelotonaban frente a las puertas de la sede de la soberanía nacional estadounidense, gritando: Whose House? Our House? mientras Nancy Pelosi y Mike Pence daban inicio a la sesión que debería acabar con la proclamación de Joe Biden como presidente. Las similitudes con el 23-F son tan obvias que asustan.
Las últimas palabras de Trump en la Elipse fueron: “Vayamos allí, vayamos a Pennsylvania Avenue y apoyemos a los nuestros”. Él se quedó, claro. Se quedó Bannon. Se quedó Giuliani. Se quedó el ubicuo Roger Stone. Fue la infantería de cuernos y megáfonos. Los soldados de QAnon. Se calcula que más de diez mil llegaron a rodear el complejo del Capitolio: la Cámara de Representantes y el Senado. A las dos de la tarde, los primeros asaltantes empezaron a entrar en el recinto ante unas fuerzas de seguridad completamente superadas, que intentaron minimizar los daños, “acompañando” a la masa descontrolada.
La vergüenza que puede acabar dando réditos políticos
A las dos y once, cientos de seguidores de Trump ya habían entrado en el Senado, donde se seguía celebrando la sesión, y empezaron a aglomerarse junto a las escaleras. Ahí es cuando empieza el pánico. Los servicios de seguridad no saben qué hacer. Se decreta un receso en la sesión y se procede al desalojo de la cámara. Los ruidos y los gritos ya se oyen en el interior. La policía intenta retrasar el asalto luchando en los pasillos. Empiezan los disparos. Una mujer se desangra en el suelo, pero eso no es suficiente para disuadir al resto. Los despachos no son seguros. Los senadores y los representantes electorales de los distintos estados, incluyendo los de Arizona, acusados directamente por el presidente, buscan escondites y confían en que lleguen unos refuerzos que tardarán horas en aparecer.
Los asaltantes ya han conseguido su objetivo: han paralizado la elección de Biden, han evitado la oficialización de la derrota. Se pasean como si fueran turistas salvajes. Van cogiendo recuerdos. Se toman fotos. Graban vídeos. Toda esa información será después utilizada en su contra: hasta dos mil quinientas personas están siendo investigadas y pueden ser condenadas en los juicios a celebrarse a partir del próximo mes. Más de trescientas personas están detenidas y acusadas de sedición. Cinco personas fallecieron en el ataque, incluyendo un agente de policía que fue golpeado hasta la muerte.
Las imágenes recorrieron Estados Unidos y el resto del planeta. Trump tardó una vida en pedir a esa gente que saliera de ahí. Al fin y al cabo, les había mandado él. Tres horas tuvieron que pasar hasta que la policía volvió a declarar seguro el edificio. La investigación política que está llevando a cabo el Congreso no parece que vaya a llevar a ningún lado: Trump tiene inmunidad y ya sabemos quiénes son Bannon, Stone y compañía. Lo sabemos desde hace muchos años. Lo importante es no olvidar que hubo un día en el que se saqueó el Capitolio, que la gente se intentaba colar por las ventanas y buscaba a Nancy Pelosi para lincharla.
Un día en el que se intentó subvertir la voluntad popular en nombre de la conspiración y la paranoia. Aunque en un principio, el Partido Republicano se desmarcó de los ataques y hubo una cierta división en torno a la teoría del robo electoral, cada vez esa división se ve menos: quien no es un trumpista convencido, se preocupa mucho en disimularlo. Las encuestas les dan ganadores en las elecciones de noviembre de este año y muy probablemente recuperen el control político del Congreso.
¿Qué Congreso? Su Congreso. Así están las cosas.