Pakistán celebra este miércoles el 71 aniversario de su nacimiento en medio de una situación complicada, lo que no es nada nuevo en la tortuosa historia de esta joven nación. En solo una semana, Pakistán (el “País de los Puros”) investirá a un nuevo primer ministro -el recién elegido Imran Khan, 65 años- y constituirá tres de sus cuatro asambleas regionales de manera democrática. Es casi una excepción en la historia del pueblo paquistaní, que ha tenido más generales que primeros ministros al frente del gobierno y hasta ahora solo ha presenciado dos relevos de poder hechos de manera democrática. En este contexto, la conmemoración de la independencia (obtenida el día 15 de agosto, al mismo tiempo que la India, si bien se celebra en un día diferente a propósito) cobra un significado que va más allá de lo simbólico y es casi una refundación de la democracia.
Las elecciones de hace tres semanas parecían un capítulo más en la tradicional lucha de poder entre los apellidos más ilustres del país: Bhutto y Sharif. Sin embargo, fue el antiguo capitán de la selección nacional de críquet y héroe de este deporte, Imran Khan, quien con un programa populista y proislámico se ha alzado con el triunfo al frente de un partido cuyo símbolo es, precisamente, un bate de críquet. Aún está por ver en qué se concreta la política de Khan, un personaje difícil de clasificar y marcado por su pasado hedonista hasta que retomó con fervor la fe en el Islam del que se ha dicho que “cambia de dirección como un rickshaw en un atasco”.
El escritor Salman Rushdie le calificó como “un dictador a la espera de su turno” y aunque aún no ha iniciado su mandato ya se le han echado en cara sus estrechas afinidades con el estamento militar y las facciones religiosas más extremistas: uno de sus apodos es “Talibán Khan”. Al igual que todos los que le precedieron, Imran Khan tendrá escaso margen de maniobra para gobernar un país de fronteras indefinidas, enorme importancia estratégica y una gran influencia en el mundo árabe -uno de cada diez musulmanes viven allí-.
Pakistán está acostumbrado a vivir en un estado de permanente inestabilidad. Ha sostenido cuatro guerras con su vecino, la India (ambos obtuvieron la independencia el día 15 de agosto, pero Pakistán la celebra en un día diferente a propósito) y en 1971 se desgajó en dos cuando las provincias orientales se independizaron para formar el actual Bangladesh. Se convirtió en el primer país musulmán en obtener la bomba atómica después de completar un programa nuclear iniciado en los años 70 y que llevó al entonces primer ministro Ali Bhutto a decir: “Comeremos hierba y nos moriremos de hambre pero tendremos la bomba”.
Por aquel entonces, el país estaba tan atrasado tecnológicamente que según reconoció el propio Bhutto “no era capaz de fabricar buenas bicicletas o carreteras y había que importar las agujas de coser”. Hoy, Pakistán es el quinto país más poblado del mundo con 200 millones de habitantes, la segunda nación musulmana más numerosa del planeta y su arsenal nuclear podría convertirse en el tercero más grande a corto plazo.
Si los enemigos externos de Pakistán son los que le han impulsado a armarse hasta los dientes, se puede decir que han sido los enemigos internos -los talibanes y Al Qaeda- quienes le han servido hasta ahora para obtener ayuda para comprar ese armamento. Estados Unidos ha transferido más de 30.000 millones de dólares a Islamabad durante los últimos 15 años para ayudarle a combatir los grupos terroristas y de muyahidines afganos que tienen bases operativas en suelo Pakistaní, aún a costa de enturbiar las relaciones con la India.
A pesar de ello, la continua actuación de milicias cachemires, de organizaciones como Lashkar-e-Toiba (que perpetró los atentados que costaron casi 200 muertos en 2008 en la India) e incluso el hecho de que la guarida de Bin Laden resultara estar a un kilómetro escaso de la principal academia militar de Pakistán han quitado credibilidad al compromiso de los militares de ese país con los intereses occidentales. Incluso cuando en 1996 los talibanes tomaron Kabul, Pakistán fue el primer país en reconocer el nuevo régimen.
El 1 de enero, Donald Trump tuiteaba furioso contra un país al que llamó “mentiroso” y “refugio de terroristas” y amenazaba con no transferir dinero a Pakistán “nunca más”. Sin la jugosa ayuda norteamericana, un Imran Khan experto en diplomacia personal y con ropa civil en vez de uniforme caqui puede ser lo que este país necesita para rehabilitar su imagen. Como algunos diarios paquistaníes han señalado, “la geografía ha colocado a Pakistán entre dos parientes incómodos: Afganistán y la India, y lo más saludable es salir a buscar amistades fuera”.
Esa amistad es China. Sus inversiones en grandes proyectos de infraestructuras como el puerto de Gadar pueden cubrir el hueco dejado por Washington y al fin y al cabo los chinos son más pragmáticos y no son tan exigentes en cuanto a la política exterior que debe adoptar Pakistán, ya que comparten un enemigo común: la India.
Proteger a los necesitados
Aparte de redefinir la política exterior, Khan deberá emplearse a fondo para poner orden en casa. Hasta ahora se ha mostrado ansioso por conectar con el pueblo llano, criticando el viejo estilo de hacer política y afirmando que va a gobernar el país “como nunca se ha hecho antes”, protegiendo a los campesinos y a los más necesitados. En vez de trasladarse al palacio de gobierno -"en un país con tantos pobres me avergonzaría vivir en un lugar así”- ha decidido seguir habitando en su casa, una no menos lujosa mansión en las afueras de Islamabad.
Khan parece tener el antídoto contra los tres grandes venenos que corren por las venas paquistaníes: el extremismo islámico, con el que dice compartir valores pero no métodos; los militares, quienes parecen preferirle a uno de los políticos “profesionales” de toda la vida; y la corrupción, de la que hasta ahora no se ha visto salpicado. De hecho, la publicación de los papeles de Panamá resultó providencial para descubrir que su predecesor, Nawaz Sharif, había comprado con dinero sucio cuatro apartamentos de lujo en Londres.
En un país instalado en una crisis económica permanente y donde millones de sus ciudadanos tienen que emigrar al extranjero para buscarse la vida, la corrupción a pequeña escala puede ser comprensible, pero la ostentación y la avaricia no. Los índices de desarrollo de este país solo tienen parangón con el África subsahariana y las perspectivas a corto plazo son muy malas.
El que Khan lleve a cabo lo que ha prometido puede no depender tanto de su voluntad como de quienes le han prestado su apoyo: los militares y algunos líderes religiosos. El día de las elecciones la mitad del Ejército -unos 400.000 soldados- se desplegó por todo el país y su presencia fue patente incluso dentro de los colegios electorales, algo que muchos interpretaron como un apoyo explícito a Khan. En cuanto a los talibanes, Imran Khan prefiere acuerdos y pactos antes que ataques y represión, pero no todos los grupos islámicos radicales tienen una cabeza visible con quien dialogar o un líder que les pueda controlar.
Un proverbio urdu dice que un gesto lleva a crear un hábito, el hábito forma un carácter y el carácter forja el destino. Hasta ahora, Imran Khan solo ha tenido la oportunidad de mostrar algunos gestos que intentan demostrar su voluntad de cambiar el destino de Pakistán. El tiempo dirá si es posible que Imran Khan, que cambió su destino abandonando hábitos y a fuerza de carácter, es capaz de hacer lo mismo con su país.