El 25 de mayo, el actor y luchador de la WWE, John Cena, pedía perdón en sus redes sociales por un error cometido durante la promoción de su última película, Fast and Furious 9. El error en cuestión no aparecía en la disculpa, pronunciada enteramente en chino mandarín, pero se había producido unos días antes, causando un cierto escándalo en la cúpula del Partido Comunista Chino. A la pregunta de una televisión taiwanesa, Cena habría respondido casualmente y sin ánimo de entrar en polémica alguna: “Taiwán será el primer país donde se proyecte nuestra película”.
El comentario en sí no podía ser menos ofensivo… salvo si consideras a Taiwán una provincia rebelde y no un país como tal. Advertido por los encargados de relaciones públicas de la productora, Cena tragó saliva y pulsó el botón de grabación. En un minuto y medio, repitió varias veces lo mucho que amaba al pueblo chino, pidió perdón muy enfáticamente y solo le faltó ponerse a llorar.
Para quien no lo conozca, John Cena se hizo popular luchando en rings de todo Estados Unidos con estética marine y las barras y estrellas siempre presentes. En otras palabras, John Cena, antes de ser actor, había sido el hijo de América. Y ahí estaba, pidiendo perdón por tener una opinión propia. Ni siquiera. Disculpándose por no haber seguido al dedillo el manual de instrucciones y haberse descuidado en una respuesta.
El poder es exactamente eso. En octubre de 2019, sucedió algo parecido cuando los Houston Rockets y Los Ángeles Lakers viajaron a Beijing y se encontraron con un ambiente hostil, tan hostil que se llegó a temer por la seguridad de jugadores y técnicos. ¿El problema? El ejecutivo jefe de la franquicia tejana, Daryl Morey, había mostrado en Twitter su apoyo a las manifestaciones de los estudiantes de Hong Kong pidiendo más libertad.
Fueron unos días de locura, con faltas de respeto constantes en el hotel, ruedas de prensa improvisadas y declaraciones de amor incondicional por parte de las estrellas de ambos equipos. Todo por un tuit. Un tuit apoyando la libertad y la democracia. En Estados Unidos.
Esa es la relación del mundo con China ahora mismo. Cuando se habla de la cultura de la cancelación como fenómeno occidental se obvia que en el fondo el gran cancelador está en oriente. China ya no necesita amenazar con misiles nucleares -tiene a Corea del Norte para eso- ni necesita reprimir a sus ciudadanos poniendo al ejército en la calle continuamente.
Todo eso forma parte del pasado. China se ha hecho con el control de la opinión en el planeta, China ha conseguido que los países renuncien a expresar sus valores con un arma mucho más potente y disuasoria: el consumismo. ¿Quieres mi dinero? Gánatelo. Y, detrás, como carpantas, Holywood, la NBA y quien haga falta.
32 años de Tiananmen
Hubo un momento en el que China entendió que estaba más segura, que tendría más poder si buscaba un poco de apoyo en el exterior. La tendencia milenaria a encerrarse en sí misma exigía mucho esfuerzo a la hora de imponer una dictadura basada en dogmas y hambrunas.
¿Cuándo podemos fechar ese momento? Seguro que hubo multitud de movimientos internos que solo conocen los verdaderos expertos en el país, pero de cara al extranjero hay un antes y un después cuando hablamos de represión en China: la masacre de la plaza de Tiananmen durante los primeros días de junio de 1989, hace justo ahora treinta y dos años.
Tiananmen fue un enorme mal cálculo en el peor momento posible: cuando el comunismo se derrumbaba en toda Europa. Tiananmen fue un experimento que intentaba mostrar al exterior que, en el fondo, China no era tan mala, que permitía a sus estudiantes protestar si así lo deseaban.
Ahora bien, lo que empezó como algo parecido a un ejercicio de relaciones públicas, acabó en un desastre absoluto, con los tanques en la calle, miles de detenidos, centenares de muertos y todo esto retransmitido en directo a todo el mundo. Probablemente, hubo muchos Tiananmen antes de la versión de la CNN, pero las imágenes de la CNN lo cambiaron todo.
Con la URSS agonizando, China tenía dos opciones: encapsularse en su retórica agresiva y defensora de los ideales marxistas-maoístas, como hizo Corea del Norte, o “abrirse”. Una apertura gradual, hasta cierto punto simpática, con sus redadas constantes a “enemigos del pueblo” como los miembros de la secta Falun Gong -65.000 muertos estimados entre 1999 y 2008, apenas un par de palabras reprobatorias por parte de los organismos internacionales- pero que animaba al consumo interno y a los acuerdos comerciales con el extranjero.
El “capitalismo de estado” abrió una puerta completamente inesperada al régimen chino en su obsesión por perpetuarse. De repente, sus casi 1.500 millones de habitantes se convirtieron en verdaderos soldados sin necesidad de formación militar. Todas las empresas quisieron hacer negocio con un régimen que venía de la ignominia del asesinato masivo de civiles de manera impune.
Jiang Zemin se convirtió en el hombre de la década. Años después, la Audiencia Nacional española intentó imputarle crímenes de lesa humanidad por su represión de la región del Tibet, pero no llegó muy lejos.
Un país que venía del escarnio público consiguió en poco tiempo la aprobación mundial: en 1997, se completó el control político sobre la excolonia británica de Hong Kong; en 2001, Beijing fue elegida como sede de los Juegos Olímpicos, y en 2003, se le concedió la organización de la Expo 2010 a la ciudad de Shanghai.
El “gigante dormido” despertaba no ya mediante la guerra y la ideología, como pareció durante los 50 y los 60, sino mediante la conciencia de su propio poder en términos occidentales. Zemin lo entendió a la perfección y sus sucesores lo perfeccionaron: si queremos que nos dejen tranquilos, si queremos que nadie nos cuestione, es más fácil amenazar con retirarnos que con ir a por ellos. Ahora, por fin, nos necesitan.
Amar al Gran Hermano
Hay en la China actual una mezcla de Un mundo feliz y 1984. No hace falta que los niños pasen noches y noches escuchando cintas con mensajes doctrinarios mientras duermen porque apenas concebirían de todos modos otro orden social. Hay protestas, claro, pero hay iPads, hay tecnología punta, hay entretenimiento. Hay Fast and Furious hasta en nueve ediciones para que no quede tiempo libre para pensar otra cosa. El gobierno en gran medida ya no es un enemigo sino un facilitador y eso se agradece.
La iniciativa privada, dentro de numerosas limitaciones, ha florecido. China no es Rusia, donde todos los oligarcas económicos corren un riesgo político. Los empresarios chinos son los embajadores del régimen pero ese es un papel que ejercen desde la comodidad: están convencidos de ello. Hace apenas una semana, se anunció que la famosa limitación a un niño por matrimonio se ampliaba a tres en algunos casos, aunque no fue una medida demasiado bien recibida entre una población media que no tiene recursos suficientes para mantener a tres criaturas.
China, de donde salió el coronavirus sin que sepamos muy bien exactamente cómo, ha sido el país más reforzado económicamente por la pandemia, con una subida del PIB del 2,3% en 2020 cuando la zona euro caía un 6,6% y Estados Unidos, un 3,5%. Sus vacunas, de limitada eficacia, se han vendido de maravilla por todo el planeta y han sido recientemente aprobadas por la OMS, que venía meses resistiéndose a hacerlo.
Curiosamente, el único líder que se ha atrevido en los últimos años al cara a cara con Beijing ha sido Donald Trump, aunque pronto se dio cuenta de que aquello era imposible. Beijing no combate, Beijing aplasta. Trump tuvo que dar marcha atrás en sus planes de acabar con la compra masiva de repuestos a China y en el camino perdió el cinturón de óxido y, con esos cuatro estados, las elecciones de noviembre de 2020.
Si la felicidad del consumo dentro de una dictadura nos remite a Aldous Huxley, el sometimiento mediante la propaganda nos recuerda a George Orwell. En China, todo es mensaje, todo es discurso, todo es narrativa. Taiwán nunca fue un país independiente. La libertad de opinión es una ofensa. El ciudadano medio vive dentro de unas posibilidades que son objetivamente mejores que hace treinta años y apenas se plantea cambio alguno.
La diferencia básica es que no hay líderes omnipresentes, ni sonrisas proyectadas en todas las pantallas. Nadie ama al Gran Hermano en China porque el Gran Hermano no necesita cariño, necesita lealtad. Y de una manera u otra, la consigue siempre. Desde Tiananmen a Hollywood.
La amenaza del dolor supera con mucho al dolor mismo, como bien sabe Winston Smith. Las taquillas han sustituido a los tanques. En parte, supongo, es un avance. El problema es que cuando uno empieza a rendirse, no sabe lo que acabará firmando. En eso está China, averiguando hasta dónde le interesa presionar. En eso está occidente, renunciando a lo que le diferenciaba, al sueño de la opinión libre. Todo empezó con Nixon jugando al ping-pong. Lo que no sabemos es dónde acabará. Si a nadie parece importarle, puede que sea por algo.