Ibrahim era otro de los recién llegados a la estación de Tiburtina. Había pisado Roma apenas unas horas antes de dirigirse en busca de ayuda al grupo de voluntarios que ha instalado allí su campamento base para facilitar lo más básico a los migrantes en tránsito. Como el resto de los nuevos, Ibrahim se mostraba tímido, desorientado, con vergüenza de coger la comida que le daban tras haber escapado de un centro de acogida en Sicilia. Tiene 17 años, nació en Libia, es huérfano de madre y se encuentra en Italia con la intención de proseguir su camino hasta el Reino Unido para completar sus estudios.
Han pasado unos días desde su llegada. Y entonces, al encuentro del coordinador de un centro de Save The Children que se ocupa de los casi 6.000 menores que en Italia evitan a las autoridades tras arribar clandestinamente en el país, aparece de nuevo Ibrahim. Entre una legión de chiquillos ruidosos, callado como la última vez, pero igual de sonriente. Es él quien saluda, llamando sin vacilar por su nombre a quien hacía más de una semana le había abordado sólo por unos minutos para pedirle que contara una vez más su historia.
El encuentro con Ibrahim es tan fugaz que se pierde entre las decenas de muchachos que dan vida a este centro. Se llama CivicoZero y está ubicado en un barrio popular de Roma, entre el ajetreo de la estación de Termini y el ambiente juvenil de la Universidad de la Sapienza.
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En el local los chicos pueden comer, tener acceso a internet, participar en talleres de cine o fotografía, recibir clases de italiano, desfogarse en un improvisado gimnasio o evadirse en una sala de juegos. La intención, explica su coordinador, Marco Capuccino, “es sacarles de la calle y hacerles sentir que pueden tener una oportunidad”.
La cooperativa CivicoZero nació hace cinco años financiada por Save The Children con la intención de sacar de la marginalidad a menores extranjeros. Pero con la crisis de los refugiados, que llegó a Italia a principios de 2014, ha cobrado un nuevo sentido. De los casi 6.000 niños que distintas ONG calculan que se encuentran desparecidos, al menos 1.400 han pasado por aquí. Y de ellos, 800 se han reintegrado en los sistemas de acogida.
Buscamos sacarles de la calle y hacerles sentir que pueden tener una oportunidad
Éste sería el último paso. Pero el proyecto de Save The Children se articula con equipos médicos que van a las calles, localizan a los menores y los convencen para que acudan a este centro. Y aquí pasan a ser tutelados por trabajadores sociales y asistidos por expertos legales, que les aconsejan solicitar el asilo y volver al sistema de acogida del Estado del que escaparon.
“Los menores deben primero sentirse protegidos; una vez que logramos eso, podemos intentar su inclusión social y, por último, la integración en el sistema”, relata Capuccino. Hasta los 18, tendrían cabida en los programas estatales para menores, pero después quedan de nuevo desprotegidos. Por eso, CivicoZero colabora con empresas para intentar que los migrantes aprendan una profesión, con prácticas remuneradas por el propio colectivo dependiente de Save The Children.
La asociación también se coordina con los servicios sanitarios públicos, los responsables de extranjería o la policía, para alertar de actividades ilícitas en las que pueden incurrir algunos menores. Los trabajadores del centro organizan excursiones para que los migrantes puedan conocer lugares como el Coliseo, pero Capuccino confiesa que quienes han llegado a Italia financiados por redes de tráfico ilegal suelen mostrar poco interés. “Los traficantes han pagado por ellos y deben pagar la deuda, por lo que su futuro está en el trabajo negro, pequeños robos o incluso prostitución masculina, ya que el 98% de los menores son chicos”, reitera.
Es el caso de los egipcios, que sólo la mayor atención de la policía impide que se les vea como hace unos meses merodeando los alrededores de la estación de Termini. Para ellos, sin embargo, también hay hueco en el centro de Save The Children, donde muchachos como Bishoi o Markus, de 17 y 15 años respectivamente, acuden cada día a comer.
Los traficantes han pagado por ellos y deben pagar la deuda, por lo que su futuro está en el trabajo negro, pequeños robos o incluso prostitución masculina
En medio de la algarabía de un grupo más numeroso, ya al caer la tarde explican que llegaron a Italia hace algunos meses desde el puerto egipcio de Alejandría. No duraron más que unos días en Sicilia, de donde escaparon rápidamente, y se instalaron en Roma. Aseguran que los trabajadores de CivicoZero les tratan bien, pero que por la noche prefieren “salir y volver al día siguiente para comer”.
Sus nombres les delatan como cristianos, sus amigos también lo son, lo que da muestras de cómo está organizado el tráfico de personas y cómo las experiencias de sus allegados condiciona los patrones de conducta.
Quienes proceden del Cuerno de África son los que simplemente buscan seguir su camino a Europa, abunda Capuccino. Y así se repite con Anas, somalí de 17 años, y Alex eritreo de 16. Se hicieron amigos cuando fueron rescatados en el mar por un “barco de militares españoles” -probablemente la fragata Navarra, que participa en la misión europea Sophia, dedicada a arrestar a los traficantes que ponen en el mar a los migrantes- y ahora se han vuelto inseparables. Al salir del CivicoZero van a dormir a otro centro, también gestionado por Save The Children, y al día siguiente volverán “para tener conexión a internet” y contarles a los suyos cómo les va en Italia.
Con ellos el trabajo es algo más sencillo, pero es difícil convencerles de integrarse en la estructura de acogida italiana, cuando la meta para muchos está en otros países europeos a los que ya han llegado sus familiares. El CivicoZero es sólo un lugar de paso, un respiro en medio del camino para ellos. Pero con algunos el trabajo de integración da sus frutos, como demuestra la última exposición fotográfica hecha por migrantes que llegaron hace algunos meses y que desde las paredes del centro les recuerda a los recién llegados que aquí también puede haber un lugar para ellos.