La Porte de la Chapelle, en el extremo norte de París, se ha convertido en un punto de tanta fricción entre inmigrantes y toxicómanos que incluso un colectivo que les daba comida ha tenido que abandonar la zona por la inseguridad y la violencia. "En las últimas semanas, el estado de tensión se ha agravado mucho, mientras que los poderes públicos se han lavado las manos. Nosotros, los voluntarios, estamos en peligro", asegura Philippe Caro, miembro de la agrupación vecinal Solidarité Migrants Wilson.
Este martes, en el último día de reparto de comida antes de la suspensión de sus actividades, la desazón se palpaba entre los voluntarios, quienes dedican su tiempo libre a organizar la donación de alimentos para centenas de demandantes de asilo e inmigrantes. Sin embargo, el colectivo ya ha arrojado la toalla. El desgastado local en el que trabajan desde hace 20 meses, ubicado en la Avenida Ney y cedido por el Ayuntamiento de París, es objeto de altercados cada vez más frecuentes.
Para Saida Bazz, también miembro del Solidarité Migrants Wilson, la bomba de relojería a punto de explotar tiene un motivo: el resurgimiento de la conocida como "colina del crack", levantada a pocos metros del punto de reparto y poblada por decenas de toxicómanos. "A veces algunos montan el numerito ante los inmigrantes, a los que provocan. Que si tú me has empujado, que si tú me has golpeado. Y entonces la riña está servida", lamenta.
A ello se suma el agotamiento y el estrés mental de los inmigrantes, pues muchos de ellos malviven en París desde hace meses mientras esperan a que se regularice su situación. Con estos ingredientes, la mecha puede prender fácilmente. "Hay varias centenas que duermen en la calle, a menudo sin manta y evidentemente sin tienda, en muy malas condiciones. La policía se emplea con violencia. Durante la noche, a veces les despiertan a patadas", denuncia Caro.
Surcada por una línea de tranvía, por una autopista y rodeada de impersonales edificios de viviendas, esta degradada zona de París, cuya estampa dista mucho de la ciudad idílica visitada por los turistas, alberga a jóvenes como el somalí Ahmed y el etíope Jeifeti.
"He pedido asilo en todas partes, pero ningún país aceptó mi petición así que ahora ya me rindo, estoy realmente cansado. La vida es muy difícil", dice Jeifeti, de 26 años. Mientras hace cola para lograr un bocadillo, algo de agua, leche y unas galletas, el joven etíope relató su odisea hasta llegar al supuesto "El Dorado" europeo. "De Sudán crucé el desierto en coche hasta Libia. Estuve en Libia un año. De Libia fui a Italia, de Italia viajé a Suiza. En Suiza no me aceptaron, así que luego viajé hasta Alemania (...) Después marché a Bélgica y ahora estoy aquí".
Vagar por la capital francesa no entraba en sus planes. "No me esperaba para nada esta situación. En mi país, no tenemos problemas de comida o bebida, pero necesitamos libertad", explica. Jeifeti ha sido de los pocos que ha accedido a hablar con la prensa a cara descubierta. Lo normal es que huyan del contacto con los medios. "No quiero que me grabes, ni siquiera un dedo", avisa Ahmed, un eritreo de sonrisa fácil a pesar de las dificultades que atraviesa. La mayoría de estos jóvenes no quieren correr el riesgo de que sus familias sepan las calamidades que atraviesan en Europa.
El puñetazo en la mesa dado por Solidarité Migrants Wilson ha surtido un efecto inmediato. Quizá por el trauma que supuso para Francia tener un insalubre campamento de inmigrantes como el de Calais, la ciudad de París, donde regularmente las autoridades desmantelan ese tipo de asentamientos, se ha puesto manos a la obra y ha encontrado un relevo del colectivo vecinal para este agosto.
Se trata de la asociación Aurore, quien comenzó este miércoles a dar los desayunos en la Porte de la Chapelle. Eso sí, con un puñado de vigilantes de seguridad por lo que pueda pasar.